15 nov 2009

DE TONTOS Y LISTOS


Antes de empezar quiero aclarar —para que nadie se enfade— que utilizaré siempre el masculino cuando emplee los adjetivos (tonto y listo) sobre los que versa este artículo, por una razón de simple economía retórica; utilizar, cada vez, también el femenino resultaría un exceso.


Tonto y listo son de los adjetivos más utilizados en castellano. Decimos que “Fulano es muy tonto” porque nos parece antipático; que “este niño es muy listo”, porque saca buenas notas en el cole; “no seas tonto” le decimos al que nos toma el pelo o al que nos incordia; “qué listo es Raúl”, cuando se aprovecha de un rechace del guardameta contrario y marca; no son pocos los que dicen que “Zapatero es muy tonto” (¡y es el Presidente del Gobierno!); recriminamos con un ¡listo! al que se nos anticipa y ocupa el sitio donde queríamos estacionar el coche; susurramos cariñosamente “que tonto eres” al amante ante algunas de sus proposiciones; decimos que “es muy listo” del trabajador eficaz y diligente; de la tele se dice que es “la caja tonta”... En fin, la lista de empleos de estos adjetivos resultaría interminable.

Por eso, si preguntamos a cualquiera qué significado tienen ambos conceptos es posible que recibamos también un sinfín de respuestas, la mayoría de ellas haciendo uso de otro adjetivo que se considere sinónimo. Sobre tonto, nos pueden decir que equivale a necio, cretino, idiota, gilipollas, imbécil, de pocas luces, etc., y sobre listo, seguramente lo relacionarán con inteligente, agudo, espabilado, sagaz, aprovechado, despierto, que sabe mucho, etc. Pero es muy posible que nadie articule una definición razonable de los dos adjetivos que nos ocupan. El Diccionario de la Real Academia Española (RAE) tampoco aporta mucha luz a la cuestión. Creo, por tanto, que nuestro idioma no se puede permitir mantener tal indefinición sobre términos tan utilizados; es necesario precisar su significado.

Para mí, la definición de listo es muy sencilla: «persona que hace lo que le conviene o no hace lo que no le conviene»; por tanto, tonto «es el que no hace lo que le conviene o hace lo que no le conviene». A poco que pensemos en ello, comprobaremos que tales definiciones son las más apropiadas para estos adjetivos, al margen de que ambos, como decía al principio, tengan una utilidad muy variada y recurrente en nuestro usos lingüísticos, más como recurso fácil e impreciso que como expresión calificadora de un comportamiento o manera de obrar en concreto.

De las anteriores definiciones se deduce que ambos adjetivos califican actitudes o actos de las personas, es decir, no se refieren a cualidades o defectos inherentes a la naturaleza del calificado, sino que, en principio, se refieren a situaciones transitorias o coyunturales de las personas; otra cosa es que esta situación de transitoriedad pueda durar mucho o que se instale como una constante en el comportamiento de algunas de ellas. Si es éste el caso nos encontraríamos ante los típicos “más listo que el hambre” y “tonto de capirote”. Pero ambos, aunque hay muchos, no representan lo general. Lo normal es que las personas unas veces seamos listos o actuemos como tales y otras al revés, si bien es verdad que hay personas con tendencias a lo uno o a lo otro. También de estas definiciones se deduce que lo importante es tener la intuición o lucidez necesaria en todo momento para saber lo que a uno le conviene, aquí está la clave de la cuestión.

Debo aclarar que “lo conveniente” no tiene que concretarse, necesariamente, en un beneficio material o directo para el actuante; muchas veces la conveniencia estará en la satisfacción que se pueda sentir por el efecto de nuestras acciones en otras personas. Es decir, el egoísmo no tiene nada que ver con la listeza; ni ser altruista, caritativo, solidario, etc. es sintomático, ni de lejos, de ser tonto. Estas pretendidas (a veces) equiparaciones son rechazables y no tienen relación con lo que nos ocupa, por lo que no voy a detenerme sobre ello.

Tratando de buscarle el sentido práctico a lo dicho hasta ahora, lo más importante, sobre todo para los que tienen la inquietante sospecha de que propenden a ser tontos o comportarse como un tonto, es saber que estas actitudes no son un mal incurable... si se tiene la suficiente lucidez para percatarse del problema y asumirlo. Esta es la clave para dejar de ser tonto: darse cuenta de que se está siéndolo. Porque debe quedar claro que si el tonto no repara en que lo está siendo, difícilmente tendrá remedio. En este caso habrá que clasificarlo ya no como tonto sino como necio, que es mucho peor.

Así que hay que estar muy alerta sobre la posible tontez de uno. Esto no es fácil, pero tampoco muy difícil, sobre todo si se cuenta con alguna ayudita bienintencionada. Por eso, si escuchamos algo así como «...no seas tonto...» o «...estás haciendo el tonto...» proveniente de alguien que nos quiere, no lo echemos en saco roto; hay que tomárselo en serio, podría ser el inicio de una reconversión necesaria de nuestra actitud en el asunto concreto de que se trate o en el comportamiento personal en general. En otras palabras, la advertencia, si la tomamos en serio, podría ser el primer paso para dejar de hacer el tonto o dejar de serlo. Porque, como ya he dicho, pasar de tonto a listo es factible; es cuestión de proponérselo, autoanalizarse y, en nuestros actos, tener siempre presente qué es lo que nos conviene y lo que no. Al hilo de esto, me viene a la memoria una frase que solía decir alguien al que conocí hace muchos años: «Donde no hay beneficio la pérdida es segura». Tenerla en cuenta ayuda a no hacer el tonto.

Recapitulando, sostengo que tanto un tonto como un listo pueden dejar de serlo: el tonto si es listo y se lo propone, y el listo si es tonto y cambia de actitud. Insisto en que esto hay que tenerlo muy en cuenta. Ser tonto y listo ni es de nacimiento ni necesariamente tiene que ser para toda la vida, por tanto, los tontos se pueden corregir y los listos no deben confiarse.

Dicho todo lo anterior, hay que agregar que el grado de inteligencia de las personas no necesariamente guarda relación con su actitud lista o tonta; hay inteligentes que no se comportan como listos y personas con corta inteligencia que no tienen un pelo de tonto. Obviamente, la inteligencia es un buen atributo para reflexionar y pensar con la clarividencia suficiente para darse cuenta de lo que a uno le conviene, por lo que los más inteligentes tienen más posibilidades de comportarse como listos, aunque es probable que esta regla tenga un porcentaje considerable de excepciones.

Por finalizar, diré que, como otros adjetivos, tonto y listo tienen sus derivados; me detendré en listillo. Aunque lo pueda parecer, no es realmente un diminutivo, tiene un claro tufillo despectivo. En realidad debe ser aplicado al que se pasa de listo, que, dicho sea de paso, es un mal que aqueja al que cree que los demás son tontos y él el único listo; craso error. El listillo es el que obsesionado con hacer lo que le conviene, pero sin ninguna consideración hacia los demás, se excede en su propósito, lo que normalmente le llevará a fracasar en el intento. Un ejemplo simple sería el del que llevado por su afán desmedido de pasar por delante de los demás se cuela en una fila en la que otros, a los que considera tontos, aguantan pacientemente su turno y respetan el de los demás. Si éstos no son tontos, que será lo más probable, expulsarán a patadas al listillo obligándole a ponerse el último. Lo que tendrá merecido por listillo, o sea, por pasarse de listo, o sea, por tonto.


11 nov 2009

PRINCIPIOS, CREENCIAS... Y CONVICCIONES

Los principios y las creencias son algo así como imposiciones culturales que se inculcan a las personas desde la infancia y que se van asumiendo, en general, sin excesiva resistencia, es decir, dócilmente. De tales principios y creencias, las personas que los asumen establecen sus convicciones, que representan la base de su código de conducta personal y, por tanto, su particular escala de valores.

Tener principios y creencias está bien visto; no tenerlos está mal. Así, cuando se dice de alguien que «no tiene principios» o que «es un descreído» hay que entenderlo como una crítica o un reproche. Pues yo hace ya unos años que caí en la cuenta de que carecía de principios y creencias y, en consecuencia, de que carecía también de convicciones. ¿Será bueno o malo?, me pregunté al descubrirlo... y no supe responderme. La verdad, sigo sin saberlo, si bien yo me encuentro muy cómodo en esta situación, y puedo asegurar que se puede vivir tan ricamente sin que uno sienta la permanente necesidad de subordinar o condicionar su comportamiento y opiniones al corsé intelectual, reitero, intelectual, que suponen tales conceptos. Obviamente, sin esa atadura intelectual se es más libre.

Como decía antes, de los principios y las creencias y las consiguientes convicciones derivan los valores, entendiendo como tales a la base ética o moral que determina el comportamiento y actitud de las personas durante su vida. Es decir, el proceso intelectual que lleva a las personas que tienen principios y creencias a determinar los valores que van a regir su vida parte de algo que les viene impuesto (o que asumen con docilidad) como consecuencia de su educación, aprendizaje o influencias; no por un proceso de libre elección racional o intelectual. Así, por ejemplo, el que está convencido de que Jesucristo es hijo de Dios no lo está por las evidencias que haya podido constatar, lo está porque le han enseñado que las cosas son así... y se lo ha creído.

Tenemos, por tanto, que las personas con principios y creencias, actúan en la vida (aplican sus valores) condicionadas por una especie de código impuesto, que, si bien es verdad que han tenido la libertad (algo relativa) de asumirlo, ya les condicionará a lo largo de su existencia (salvo que renuncien). Es como si se les insertara un chip en el cerebro que prefijara y determinara su pensamiento y su comportamiento. Y no estoy diciendo que el contenido del chip, es decir, los principios y creencias (generalmente aceptados en una parte importante de la sociedad), sean intrínsecamente malos o nocivos, al revés, por lo general inspiran valores positivos, pero sí creo que puede que no todos sean buenos o que dejen de lado otros valores que sí convienen a la sociedad; también opino que lo peor del chip es que fomenta la discriminación, que es fuente de intolerancias y de fundamentalismos perniciosos, y, por tanto, hace de los que lo portan apóstoles del maniqueísmo: nosotros estamos en la verdad y tenemos razón; los demás están equivocados.

Viéndolo por el lado positivo, las personas con principios y creencias actúan con mayor convencimiento y seguridad: tienen menos dudas, sus convicciones son férreas; eso les da seguridad. Pero por el lado negativo deben admitir que son menos libres para decidir en cada momento; su posición debe acomodarse siempre a los dictados de sus principios y creencias. Se puede decir que han tenido libertad (relativa) para elegir el chip, pero no hay duda de que, una vez insertado, les condiciona y les obliga.

Por ejemplo, los que tienen asumidos los principios católicos y creencias de la fe cristiana y se enfrentan intelectualmente ante la cuestión del aborto tienen que acomodar su posición a dos convencimientos que dimanan de tales principios y creencias: en el momento de la concepción hay una vida y atentar contra ésta va contra la ley de Dios; por tanto, no tienen más remedio que rechazar el derecho a abortar, aunque pudieran percibir que la razón les esté diciendo que deben adoptar otra postura. De igual manera, quien tuviera asumido, otro ejemplo, el principio de la patria ante todo, está obligado a defenderla... porque sí; aunque su patria no tenga razón. Si no se posicionan así, en ambos casos estarían atentando contra sus propios principios y creencias y traicionarían sus convicciones; tendrían un serio problema interno.

En cambio, los que carecemos de principios y creencias y, por tanto, de convicciones articulamos nuestra propia y particular escala de valores basándonos, exclusivamente, en un proceso intelectual y racional de análisis y reflexión, que, además, lo podemos ir modificando en el tiempo acomodándolo a nuestro progreso intelectual y de conocimientos, y al progreso y cambios de la sociedad. Es verdad que tal proceso también puede ser condicionado por nuestra propia conveniencia; esto ocurre con frecuencia y se evidencia en aquéllos a los que se considera “amorales”. Pero debe quedar claro que también tenemos nuestros valores, que, junto a nuestras tendencias y preferencias, determinan nuestro comportamiento. En nuestro caso, no partimos de un código preestablecido, somos nosotros, individualmente, los que establecemos nuestro propio código.

Es obvio, que los que estamos en esta circunstancia corremos el gran riesgo de que el código que nos asignemos no sea adecuado, es decir, que sea perverso, interesado, antisocial o, incluso, criminal, etc. En estos casos, el ser humano, sin el freno que suponen los principios y las creencias comúnmente aceptados y movido exclusivamente por su propio interés, pasión, codicia, etc., probablemente resulte dañino para los que le rodean. Esto puede ocurrir (también los que tienen principios y creencias a menudo se olvidan de ellos y atentan contra la sociedad); no obstante, no tiene por qué ser así, ¡faltaría más!.

Los sin principios y descreídos podemos funcionar en la sociedad de forma positiva si somos capaces de asignarnos un código ético de conducta (nuestros valores y nuestras tendencias y preferencias) que sintonicen con los requerimientos básicos de la convivencia y el progreso. Desde luego, si es así, es casi seguro que tal código sea más beneficioso socialmente que el que determina el estándar de los principios y creencias, ya que estará desprovisto de las rigideces e intolerancias de éstos y se podrá acomodar más fácilmente a las realidades sociales y a los requerimientos de cada momento. También asumimos mejor el ordenamiento jurídico, es decir las normas y leyes civiles (siempre que sean democráticas), porque son las únicas que aceptamos (no objetamos por cuestiones morales). Además, somos menos proclives a tener férreas convicciones. Esto, que se podría consideran un defecto, a mí me parece una virtud, pues, si se presenta el caso, nos permite modificar nuestros posicionamientos sin traumatismos ideológicos, y, ya se sabe, rectificar es de sabios.
Aunque soy un descreído, creo firmemente que el ser humano, en general y si se pone a ello, tiene capacidades y conocimientos suficientes para autorregular su escala de valores, sin necesidad de constreñirla a los principios y creencias que le quieran imponer. También creo que la carencia de principios y creencias permite al ser humano ser más libre. Por eso yo prefiero vivir sin principios, sin creencias y, en consecuencia, sin férreas convicciones.