18 jun 2014

RECUERDOS (III). La mili


Los 18 meses que hice de mili fue un periodo de mi juventud del que guardo muy buen recuerdo, tan es así que he considerado que merece tener un capítulo de mis RECUERDOS.

Curiosamente, la liberación de mi tediosa rutina juvenil me llegó por mi incorporación al servicio militar. Resulta paradójico, pero es real. En la mili, además de hacer buenos amigos, en general ¡disfruté... y mucho! En mayo de 1967, junto con otros 8 jóvenes vizcaínos (la mitad, de Bilbao), me incorporé al C.I.R. (Centro de Instrucción de Reclutas) de San Gregorio-Zaragoza (a unos 8 Km. de la capital, en la carretera de Huesca); donde, tras los 3 meses de instrucción, me quedé voluntariamente. Las opciones de destino no eran muy atractivas, así que, otro bilbaíno, Iñaki, y yo solicitamos quedarnos en el C.I.R. A los dos nos nombraron cabos y nos integramos en el grupo de veteranos instructores de los reclutas que, en los tres reemplazos siguientes, llegarían al C.I.R. En realidad, como se verá, en los siguientes meses ambos nos dedicaríamos a tareas bastante alejadas de la instrucción a los reclutas.


El grupo de vizcaínos, en la cantina. Iñaki es el tercero por la izquierda y yo soy el cuarto. Como no recuerdo los nombres de todos, los omitiré; los apellidos de todos empezaban por El... (había otro Elejalde, Elexpuru, Elguezabal...)

Iñaki y yo hicimos muy buenas migas (con él no se manifestó mi animadversión hacia los universitarios, de lo que he hablado en la entrega anterior) y esta relación nos vino estupendamente a los dos. Él se había incorporado a la mili con dos carreras terminadas —una, Ciencias Exactas, y la otra, creo, Económicas (no había hecho las milicias universitarias por acabarlas)— por lo que hizo valer sus conocimientos para librarse de buena parte de las tareas rutinarias de instructor y de su presencia en el campo de instrucción. Curiosamente, muchos años después coincidimos trabajando en la misma empresa, el BBV (él había ingresado en el BB). Mi «escaqueo» de las tareas típicas de instructor vino como consecuencia de que, como explico a continuación, me nombraron cabo furriel.

Durante mis tiempos de recluta, percibí que el furriel vivía como Dios; era un andaluz-catalán muy vivales. Diariamente nombraba o asignaba los reclutas que debían encargarse de los diferentes servicios (cocinas, imaginaria, limpieza, letrinas, etc.); tenía la exclusiva de la venta «clandestina pero tolerada» de tabaco (con recargo) a los reclutas; se ocupaba de comprar en Zaragoza-ciudad los encargos que le hacíamos los reclutas (salvo los domingos, no podíamos salir), que luego cobraba con el recargo correspondiente; tenía su particular habitáculo donde tenía de todo,... en fin, era un personaje singular que vivía una mili diferente del resto. Me gustó. Ya de recluta procuré llevarme bien con él. Estando próximo el final de mi periodo de instrucción, que coincidía con el final de su mili, me propuso que me quedara en su puesto, furriel; acepté encantado. Él por su lado y yo por el mío maniobramos para que los mandos aceptaran el relevo. Y así me convertí en el cabo furriel de la 3ª Compañía del 1er. Batallón del C.I.R. de San Gregorio; todo un lujazo.

Empecé a desayunar en la cama (los reclutas se ocupaban de que así fuera, antes de que llegaran los mandos); estaba liberado de la instrucción; no estaba sometido a la disciplina de horario de los demás; tenía mi propio habitáculo (la furrilería) donde, entre otros variados objetos, mantenía mi ropa de paisano (para mis frecuentes escapadas a Zaragoza); cuando me apetecía, evitaba el rancho de cuartel, comiendo el menú del día en un restaurante cercano, y, lo más importante, continué con las prácticas «corruptas» de mi predecesor, vendiendo a los reclutas de todo, especialmente, el tabaco, con lo que ganaba diariamente una pasta. También vendía diariamente los bocadillos y bebidas que los reclutas tomaban en su descanso de media mañana en el campo de instrucción; lo hacía al precio de coste (en la cantina) pero como siempre “andaba mal cambios”, había poco tiempo y la fila de compradores solía ser larga, siempre había reclutas que “se quedaban sin las vueltas”. Debido a mis diversas “fuentes de ingresos”, en mi habitáculo había dinero por cualquier sitio, eso sí, siempre escondido o camuflado, por si acaso, así que era zona vedada para los demás. Sobre el dinero, debo decir, que sin tocar un duro de lo que me pagaba el banco (60 por ciento del sueldo) y aparte del dinero que gastaba en mis frecuentes salidas a la ciudad de Zaragoza, me compré un coche de segunda (o tercera, o cuarta...) mano, un Renault 4–4, ¡mi primer coche!, que tenía siempre disponible en el parking de los militares profesionales (jefes, oficiales y suboficiales) del C.I.R. La pena fue que esta situación no duró mucho, solo 8 meses, o sea, los dos cuartos centrales del tiempo de mi mili (el primer cuarto fue el de recluta). Al comienzo del último cuarto me nombraron cabo 1º y se me acabó el chollo, porque ya me tuve que dedicar a las tareas propias de instructor de reclutas.



Yo en plena faena de venta de bocadillos y bebida a los reclutas en el descanso de su instrucción. A mi izquierda, Iñaki; a mi derecha, José Martínez Ruiz.

Cuando nos licenciamos, Iñaki y yo volvimos por carretera a Bilbao en mi «flamante» Renault 4-4. Cerca de Tudela tuvimos una avería en el cambio de marchas, que inutilizó la segunda velocidad. Como no encontramos quien lo arreglara, continuamos el viaje utilizando solo la primera y la tercera (tenía tres velocidades); ya en Bilbao, tras dejar a Iñaki, pinché una rueda, y con ella desinflada llegué hasta cerca de mi casa, donde aparqué el coche y no lo volví a utilizar. Unas semanas más tarde, un gitano que había observado el coche en su estacionamiento, me ofreció 2.000 pesetas por él; se las tomé inmediatamente y, sin hacer ningún «papel», le transferí la propiedad. Afortunadamente y para mi tranquilidad, nunca supe nada más de aquel vehículo.

Digresión. Por lo que he contado, para mí la mili no estuvo nada mal; al contrario. Pero creo que mi experiencia no es más que la excepción que confirma la regla; y la regla es que la mili era, resumiendo, una lamentable pérdida de tiempo en una edad crucial. También representaba buena ocasión para que algunos ignorantes y mezquinos militares, generalmente suboficiales y oficiales de bajo nivel, aprovecharan sus galones o estrellas para comportarse con ridícula soberbia y altivez y, lo peor, se permitieran humillar y vejar a los jóvenes que estaban en sus «dominios», movidos por el absurdo placer de poner de manifiesto su superioridad jerárquica. Ya contemplé algún caso. Me alegré de que el gobierno de Aznar suprimiera el servicio militar obligatorio. Curiosamente, lo hizo quien, indignamente, apoyó la guerra de Irak, en mi opinión el mayor crimen cometido por fuerzas militares contra la humanidad, al menos de entre los que hemos sido «testigos» los de mi generación; de esto ya hablé en otro post.

En cuanto a anécdotas, diré que cumplí con el tópico de pasar unos días en el calabozo. Fue porque los jefes se enteraron de que había estado disparando por mi cuenta una vez terminado un ejercicio de tiro de los reclutas; asumí bien el castigo porque fue merecido. Estuve unos 10 días entre rejas; un aburrimiento. Por otro lado, también cumplí con el tópico de salir con la hija de un militar. Tuve un rollito con la hija de un comandante de aviación; la cosa no tuvo mayor trascendencia. Aparte, tuve otra relación con una chica de Zaragoza; tampoco nada serio (aunque esta estaba mucho mejor que la otra y me gustaba más). De ambas, no recuerdo sus nombres; sí sus caras.

Como una curiosidad, contaré que en aquel C.I.R. había costumbre de que, en la ceremonia de la jura de bandera de los reclutas, el guion de la compañía (un pequeño banderín con la identificación de la compañía) lo portara un veterano o recluta que luciera barba. No sé por qué, pero siendo recluta los mandos de la compañía me eligieron a mí, así que, a mediados del periodo de instrucción, comencé a dejarme barba. Para que pudiera justificar mi aspecto ante cualquier requerimiento de la Policía Militar (entonces la barba estaba prohibida en los reclutas), el médico del C.I.R tuvo que darme un justificante en el que decía que yo padecía “psicosis barbae”, que, al parecer, es una patología que impide afeitarse al que la padece. El hecho es que, en el desfile de la ceremonia de jura de bandera y en algún otro que hicimos en la ciudad de Zaragoza (la foto corresponde a uno de estos), yo, sin que nadie me flanqueara y con mis luengas barbas, desfilé tan marcial como podía, justo detrás del capitán y delante de los oficiales y suboficiales, y, por supuesto, delante del resto de reclutas de la compañía (unos 250). A mí me gustó la singularidad (siempre he sido un poco fantasmilla). Tras la jura y en mi primer permiso, me afeité la barba en el stand de Braun en la Feria de Muestras de Bilbao, porque, como reclamo, regalaban una máquina eléctrica al que en público se la afeitara en aquel stand (entonces había muy pocos barbudos). Recuerdo que me acompañaron un buen grupo de amigos y amigas que me animaron mucho mientras me afeitaban; fue todo un “numerito”.

Otra de las experiencias que me deparó la mili fue mi “bautismo de sangre”. Una tarde de sábado o domingo, de paisano y junto a otros compañeros, fui a las fiestas de un pueblecito muy cercano al C.I.R. que se llamaba, y supongo que se seguirá llamando, San Juan de Mozarrifar. En la plaza del pueblo habían preparado con carros de labranza y otros obstáculos un pequeño coso en el que soltaron vaquillas. No me lo pensé mucho y salí a hacer unos “recortes”; en el primero que intenté, la vaquilla me dio un buen empellón que me hizo rodar por el suelo, con la mala fortuna de que se me desprendió el reloj. Como no era cosa de dejarlo por allí, volví para recuperarlo, de lo cual la astuta vaquilla, que parece que ya me había tomado “cariño”, se percató y volvió a por mí. Me alcanzó junto a uno de los carros y me embistió con reiteración, dándome una pequeña cornada en el vientre a pesar que yo me defendí sujetando su cuerno con mi mano. No fue grave, pero tuve que pasar por la enfermería del pueblo y luego por la del C.I.R. Lo peor es que a los pocos días fui a casa, porque me tocaba el permiso, y di un buen susto a mis padres al verme llegar con un alarmante parche en la tripa. Después me enteré de que por el pueblo se había propalado el relato del incidente exagerando mucho sus consecuencias; por eso, algunas semanas más tarde tuve que volver para que en el pueblo vieran que no había sido tanto como se había dicho. Cuando surge la ocasión, aún muestro con orgullo la cicatriz.

Casi se me olvida. Mi interés por el estudio y el aprendizaje lo mantuve también en la mili. Me matriculé en la Escuela Social, de Zaragoza, que creo que estaba en el ámbito de la Universidad de aquella ciudad. No recuerdo bien, pero creo que el capitán de la Compañía fue el que me animó, porque tenía alguna vinculación con aquella escuela. Aunque me hice con algunos apuntes y textos, mi poca capacidad de maniobra (por las limitaciones que imponía la propia mili), sobre todo para asistir a las clases, hizo que desistiera pronto. Después, en Bilbao, una vez licenciado, creo que insistí en la matriculación en este ámbito docente; entonces las clases se impartían en la Facultad de Sarriko. La verdad, no tengo muy claros los recuerdos sobre esto; trataré de recuperarlos y de decir algo en la próxima entrega.

Antes de acabar esta, quiero tener un recuerdo para un compañero con el que, tanto Iñaki como yo, tuvimos mucha y buena relación. Se llamaba (y supongo que seguirá llamándose) José Martínez Ruiz (como el escritor “Azorín”; por eso me acuerdo bien); era un simpático y muy risueño andaluz emigrante en Cataluña, que vivía en Segur de Calafell (Tarragona). Cuando él ya se había licenciado (lo hizo antes que yo), le hice una visita en su pueblo aprovechando un permiso de fin de semana. Fui con mi flamante 4-4, que me dio bastante guerra durante el viaje. De aquella visita que le hice, recuerdo que durante el tiempo que estuve en Segur de Calafell no paré de escuchar «Con tu blanca palidez», de Procol Harum, que constantemente sonaba por la megafonía exterior de un establecimiento que había por allí. A mi no me importó la insistencia porque era una canción que me gustaba muchísimo. También, por qué no, un recuerdo para quien mandó la compañía durante el tiempo de mi mili: el capitán Jiménez; creo que, aunque me enchironó, era un buen tipo. También de los tenientes (no recuerdo sus nombres) tengo el recuerdo de que eran personas afables y educadas; no así del malencarado sargento... (aunque me acuerdo de su nombre, no voy a escribirlo).


De Zaragoza-ciudad no tengo muchos recuerdos. Sí que algunos domingos, después de comer, íbamos a un teatrillo que creo que se llamaba «El oasis» y estaba en «el tubo» (zona vieja del centro); nos gustaba una cupletista (o algo así) que era muy mona y cantaba muy bien. También me acuerdo de unos ricos bocatas de calamares y de las raciones de mejillones de «La Mejillonera». En el Paseo de la Independencia había una moderna cafetería —creo que «Stork» era su nombre— que frecuentábamos en nuestra escapadas (de paisano, naturalmente) a la ciudad. Ahora bien, de lo que más me acuerdo es del gélido «Moncayo» que, fueras por donde fueses (y más en el propio C.I.R.), penetraba hasta los huesos.

A grandes trazos, así fue mi mili. Aunque, seguro, padecería malos ratos, los buenos (incluida la cornada), que fueron muchos más, los han desplazado de mi memoria. Como ya he dicho al principio, la mili supuso a mis 21-22 años la liberación de la rutina asfixiante que para mí representaba el trabajo en el banco (más de 8 años ya), y un divertido paréntesis de año y medio que me permitió despojarme temporalmente de la permanente preocupación por lo aburrido del presente y por el poco atractivo que se presentaba el incierto futuro.

Para finalizar, debo decir que en mayo del 68 yo estaba en la mili (iniciando la recta final), por lo que entonces no me enteré de la histórica movida parisina, ni de la repercusión que, según oí después, tuvo en España. Estuve totalmente ajeno a estos hechos, de los que me enteré mucho después de licenciarme (probablemente por alguna peli). Lo digo, porque creo que aquí, en España, el mayo francés pasó bastante desapercibido, aunque luego, algunos, lo mitificaron e, incluso, se atribuyeron protagonismos sobre los que tengo serias dudas.

A mi vuelta al trabajo sucedieron cosas buenas, de las que hablaré más adelante. En la próxima entrega trataré de recordar mis vivencias extralaborales de lo que podría denominar la «época alegre», que transcurrió en la década de los setenta.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Escribe tu comentario