29 nov 2016

CASTRO vs TRUMP

Por razones muy distintas, Fidel Castro y Donald Trump han acaparado la actualidad informativa de los últimos días, el primero, y de las recientes semanas, el segundo. El comunista Castro murió a los 90 años el 25 de noviembre y el ultraconservador Trump fue elegido a sus 70 años presidente de USA el 8 del mismo mes. Todo el mundo mundial está al corriente de ambos noticiones y supongo que casi todos los habitantes del planeta con edad suficiente (pocos años) sabrán lo más relevante de las biografías de los citados personajes. Por tanto, no voy a decir nada sobre las noticias, sería innecesario. Pero sí sobre las diferencias y las semejanzas más evidentes de sus protagonistas, y algún comentario sobre Castro.


Entre las diferencias —que son, obviamente, innumerables—, la más evidente es, sin duda, la ideología o posicionamiento político de ambos protas. No hace falta comentarla; con haberla enunciado en el párrafo anterior es suficiente. Otra de las diferencias más acusada es el look: a Castro le hemos visto casi siempre con su uniforme militar y en los últimos años, desde que hace unos 10 abandonó el gobierno, en chándal. A Trump le vemos siempre bien maqueado, con su traje y corbata. Otra de las diferencias que salta a la vista podría ser la que afecta a sus parejas: de las de Castro (parece que ha tenido varias) sabemos algo, pero muy poco, y casi nunca se le ha visto con ellas. En cambio, Trump (también ha tenido varias) las ha lucido (todas están o estaban macizas) siempre que ha habido ocasión, y a la última, la actual, la hemos visto mucho últimamente (hasta en pelotas).


Indudablemente la diferencia más significativa entre ambos personajes es lo que podríamos denominar su actitud vital, de la que el ya referido look da pistas suficientes. En Castro, la sobriedad ha sido una constante, mientras que en Trump la opulencia parece que ha sido y sigue siendo (últimamente hemos visto su residencia por dentro) lo que más destaca de su vida. Así, mientras Castro ha dedicado su vida a guerrear y gobernar, Trump se ha ocupado, casi exclusivamente, de forrarse de dólares; hay malas lenguas que hablan de que Castro también se ha dedicado a esto (a forrarse), pero no me lo creo. Por eso y en relación con esta última diferencia, hay que decir que mientras el leitmotiv de la vida de Castro ha sido mejorar la vida de sus conciudadanos más humildes (hay serias dudas sobre si lo ha conseguido) el de Trump, hasta ahora, parece que ha sido tratar de conseguir lo mejor para sí mismo sin preocuparse lo más mínimo del método y de los demás (no sabemos si esto cambiará en su nueva posición).

Pero además de una interminable lista de diferencias, lo más curioso de la comparación entre ambos personajes podría ser enumerar sus similitudes, que haberlas, haylas.

Puede que la más destacable sea que en ambos las ansias de triunfo han destacado sobre cualquier otro propósito: Castro, indudablemente, fue un revolucionario y gobernante triunfador, y Trump, al menos hasta la fecha, ha conseguido, aparentemente, todo lo que se ha propuesto (ya veremos qué pasa en adelante). También se parecen en su innegable locuacidad. Creo que la arrogancia sea también común y muy destacable en ambas personalidades. Diría lo mismo de la valentía, si bien no hay duda de que Castro ha estado siempre mucho más expuesto (según dicen, en centenares de ocasiones quisieron atentar contra su vida). También, por lo que evidencia la victoria de Trump en las recientes elecciones en USA y por cómo le consideran a Castro, aparentemente, la mayoría de cubanos, es evidente que ambos personajes han contado con ese atributo que llamamos “carisma”; o sea, ambos reúnen condiciones inmejorables para el liderazgo. Y, por eso, uno gobernando y el otro en su actividad empresarial, ambos han ejercido con eficacia “el mando”: Castro mandó en Cuba con mano dura y mantuvo el poder durante casi 50 años, y Trump tiene pinta de haber mandado también con firmeza y eficacia empresarial desde que en 1971 asumió la dirección del trust societario que había iniciado su padre.

Es posible que entre ambas personalidades haya más similitudes, pero, para no aburrir, ya vale con las citadas. No obstante, lo que sí está claro es que son personajes diametralmente opuestos. Yo, sin ninguna duda, me quedo con Fidel; espero que la historia también lo juzgue bien, aunque, obviamente, dependerá de quién la cuente (como siempre). De Trump, no sé qué dirá la historia tras pasar por la presidencia de USA; me temo que nada bueno. Personalmente, me parece un indeseable.

Para concluir y dicha mi predilección, voy a decir algo de lo que, al margen de las cosas que sabemos por los medios de comunicación, podría considerarse mi experiencia personal relacionada con la figura de Fidel Castro como gobernante. En 1994 o 1995 (no estoy seguro), con mi mujer y mis dos hijos visité Cuba en viaje turístico: 7 u 8 días en La Habana y otros tantos en Varadero. Lo que vi, especialmente en La Habana, me decepcionó sobremanera. La pobreza era una visión permanente. Los edificios muy deteriorados; los transportes, de pena; de los comercios, mejor ni hablar; el estraperlo, por doquier; el parque móvil, de risa; solo había un periódico, “Granma”; se utilizaban dos monedas: una para los turistas y la otra, mucho más débil, para los cubanos. Prácticamente, no había actividad empresarial privada, solo unos pequeños restaurantes (creo que se llamaban paladares) con la afluencia limitada y gestionados familiarmente. En fin, la conclusión que saqué es que estaban de puta pena. Es verdad que eran tiempos en los que estaban sufriendo las graves, gravísimas, consecuencias del bloqueo de USA, pero el panorama urbano era lamentable. Ya digo, una decepción para uno como yo que tenía, como muchísimos de mi generación, una alta consideración de la revolución cubana y de su líder, Castro, al que ensalzábamos con un estribillo que decía:

Qué tiene Fidel, qué tiene Fidel
Que los americanos no pueden con él.

Una anécdota del viaje. Una mañana, el menor de mis hijos se despertó tarde y no pudo desayunar en el comedor del hotel. Bajé con él a la barra del bar del hotel y pedí un vaso de leche con alguna pasta. Mi hijo, recién levantado se mostraba inapetente y, aunque yo le animaba, no parecía con ganas de beberse la leche. El barman, que estaba al loro, parece que no se pudo contener y, con disimulo y cierta vehemencia, me dijo «¡Si lo pilla mi hijo...!», refiriéndose al vaso de leche aún sin tocar. No supe qué contestarle, pero me impresionó.

Otra. Durante nuestra estancia en La Habana, dispusimos durante varios días del coche con chófer que, amablemente, nos cedió el representante en aquella ciudad de la empresa en que yo trabajaba. Durante los desplazamientos, yo trataba de sonsacar al chófer (de unos 35 años, con muy buen aspecto) su opinión sobre la situación del país y sobre sus gobernantes, haciéndole ver mi decepción; aunque el chófer era reservado, al final expresó su opinión diciéndome, más o menos, «¿Y cuál es la alternativa? ¿Lo que pasa en el resto de países caribeños o en casi todos los del resto de Hispanoamérica, donde unos pocos tienen mucho y los demás están muy jodidos? Pues preferimos esto» Me lo dijo con bastante rotundidad y convencimiento. Yo le comprendí.

El que haya leído cuanto antecede se podrá extrañar de que haya mostrado mis simpatías por Castro después de haber sido testigo directo del deterioro económico y ausencia de libertades que eran evidentes en Cuba cuando estuve por allí, es decir, cuando el comandante llevaba ya casi 35 años gobernando Cuba. Pues sí, resulta extraño; me extraña hasta a mí. Creo que no soy objetivo en mi juicio. Porque es verdad que lo que vi y lo que nos cuentan (algo habrá de verdad) es como para repudiar al principal responsable, el comandante en jefe.

Es posible que mi falta de objetividad con Castro sea debido a, por un lado, la admiración que los de mi generación sentimos por él como principal artífice de la revolución cubana (que nos gustó, y mucho) y la consiguiente expulsión del dictador Batista. En 1959 también en España llevábamos 20 años de dictadura y nos hubiera gustado que un revolucionario acabara con ella. Por otro lado, le hemos admirado por ser capaz de resistir el bloqueo comercial y la permanente y duradera amenaza del gigante USA (que, incluso, colaboró en 1961 en la frustrada invasión de Bahía de Cochinos). Por esto, a Castro le justificamos su fracaso en lo económico y en lo social (falta de libertades), porque no tuvo que ser fácil gobernar teniendo a solo 150 Km al superenemigo y sabiendo que muchos trataban de liquidarlo.

El caso es que siempre tuve simpatías por Fidel Castro. Me he alegrado de que muriera de viejo y en la cama.



2 nov 2016

LA GENTE


Muchas veces o, mejor dicho, casi siempre que alguien pronuncia una frase en que “la gente” es el sujeto utiliza el correspondiente verbo en tercera persona. Así, es muy frecuente oír “la gente es...”, “la gente dice...”, “la gente está...”, “la gente quiere...”, “la gente vota...” y así frases con cualquier verbo, dependiendo de lo que se esté hablando.
Dicho de este modo, hay que entender que quien así se expresa se refiere a “la gente” como un colectivo del que no forma parte o, lo que es igual, que no se considera “gente”. O sea, que no es persona, digo yo, porque es obvio que en tal sustantivo colectivo estamos incluidos todos los humanos, salvo que se delimite el alcance con alguna especificación como, por ejemplo, “esa gente”, “la gente del fútbol”, “la gente que había, “la gente de tu pueblo”, etc.
Pero si no se especifica la limitación, parece obvio que el hablante debería incluirse en el colectivo al que se refiere y, por tanto, debería utilizar el verbo en primera persona; o sea, debería decir (utilizando los ejemplos del primer párrafo) “la gente somos...”, ”la gente estamos...”, “la gente queremos...”, “la gente votamos...”, etc. Y, por tanto, si no lo hace es porque, aunque no lo diga, quiere excluirse de lo que atribuye a la gente. Esto suele ser frecuente en los medios de comunicación cuando los comentaristas de la actualidad critican aspectos negativos o malas prácticas en los comportamientos o actitudes de lo que ellos denominan gente, o sea, de los demás; ellos, los comentaristas, se excluyen... ¡qué ricos!
Ya sé que esto no es muy importante; digamos que es consecuencia de una forma de hablar. Vale. Pero a mí me molesta, porque en las exclusiones que comento subyace la arrogancia del que se atreve a criticar de forma general a los demás desde un pretendido —y generalmente inmerecido— pedestal o posición de autoatribuida superioridad intelectual. Y eso me jode, porque, ya digo, en la mayoría de los casos, por no decir en todos, los que así hablan no son, precisamente, de los más competentes en el asunto que se esté tratando. Por el contrario, suelen ser los más capullos.
Así que habría que decir a esos comentaristas que cuando mencionen a la gente tienen dos opciones: o concretan el colectivo al que se refieren con algún determinante, adjetivo o especificador gramatical que precise a quiénes o a qué gente se está refiriendo, o, si se refiere a toda la gente (incluido quien habla), deben utilizar el verbo en primera persona y en plural.
Ahora bien, si así lo hace nos encontraremos con una ¿anormalidad? gramatical: tendríamos frases en las que el sujeto y el verbo no concuerdan en el número gramatical; es decir, el sujeto (la gente) estaría en singular, y el verbo en plural. Y esto es una ¿anormalidad? de nuestro idioma, en el que, como norma o práctica general, está establecido que el sujeto y el verbo concuerden en número (gramatical).
En realidad no es un problema grave porque, en muchos casos, las reglas y normas lingüísticas o gramaticales no son muy rígidas; eso queda para los números y las matemáticas. En esto de las palabras, en muchas de las ocasiones la intención del hablante determina la sintaxis, obviando, si es necesario, las reglas o normas generales. Además, no hay que olvidar que los hablantes tenemos derecho a manejar el idioma como más nos guste, como sepamos o como queramos, que para eso nos pertenece... eso sí, en régimen de copropiedad.

La verdad, no sé si es porque todos caemos en lo que he criticado —o sea, que yo también habré dicho alguna vez "¡la gente es la hostia!" o algo similar— o porque no es muy frecuente utilizar el verbo en plural con el sustantivo del que hablo, el hecho es que, ahora que lo pienso, me suena raro decir “la gente somos...”, “la gente votamos...”, “la gente queremos...”, etc. Yo creo que gramaticalmente está bien, pero, para asegurarme, igual lo consulto en el Foro Cervantes, donde hay gente que sabe mucho de estas cosas de nuestro idioma.