15 nov 2009

DE TONTOS Y LISTOS


Antes de empezar quiero aclarar —para que nadie se enfade— que utilizaré siempre el masculino cuando emplee los adjetivos (tonto y listo) sobre los que versa este artículo, por una razón de simple economía retórica; utilizar, cada vez, también el femenino resultaría un exceso.


Tonto y listo son de los adjetivos más utilizados en castellano. Decimos que “Fulano es muy tonto” porque nos parece antipático; que “este niño es muy listo”, porque saca buenas notas en el cole; “no seas tonto” le decimos al que nos toma el pelo o al que nos incordia; “qué listo es Raúl”, cuando se aprovecha de un rechace del guardameta contrario y marca; no son pocos los que dicen que “Zapatero es muy tonto” (¡y es el Presidente del Gobierno!); recriminamos con un ¡listo! al que se nos anticipa y ocupa el sitio donde queríamos estacionar el coche; susurramos cariñosamente “que tonto eres” al amante ante algunas de sus proposiciones; decimos que “es muy listo” del trabajador eficaz y diligente; de la tele se dice que es “la caja tonta”... En fin, la lista de empleos de estos adjetivos resultaría interminable.

Por eso, si preguntamos a cualquiera qué significado tienen ambos conceptos es posible que recibamos también un sinfín de respuestas, la mayoría de ellas haciendo uso de otro adjetivo que se considere sinónimo. Sobre tonto, nos pueden decir que equivale a necio, cretino, idiota, gilipollas, imbécil, de pocas luces, etc., y sobre listo, seguramente lo relacionarán con inteligente, agudo, espabilado, sagaz, aprovechado, despierto, que sabe mucho, etc. Pero es muy posible que nadie articule una definición razonable de los dos adjetivos que nos ocupan. El Diccionario de la Real Academia Española (RAE) tampoco aporta mucha luz a la cuestión. Creo, por tanto, que nuestro idioma no se puede permitir mantener tal indefinición sobre términos tan utilizados; es necesario precisar su significado.

Para mí, la definición de listo es muy sencilla: «persona que hace lo que le conviene o no hace lo que no le conviene»; por tanto, tonto «es el que no hace lo que le conviene o hace lo que no le conviene». A poco que pensemos en ello, comprobaremos que tales definiciones son las más apropiadas para estos adjetivos, al margen de que ambos, como decía al principio, tengan una utilidad muy variada y recurrente en nuestro usos lingüísticos, más como recurso fácil e impreciso que como expresión calificadora de un comportamiento o manera de obrar en concreto.

De las anteriores definiciones se deduce que ambos adjetivos califican actitudes o actos de las personas, es decir, no se refieren a cualidades o defectos inherentes a la naturaleza del calificado, sino que, en principio, se refieren a situaciones transitorias o coyunturales de las personas; otra cosa es que esta situación de transitoriedad pueda durar mucho o que se instale como una constante en el comportamiento de algunas de ellas. Si es éste el caso nos encontraríamos ante los típicos “más listo que el hambre” y “tonto de capirote”. Pero ambos, aunque hay muchos, no representan lo general. Lo normal es que las personas unas veces seamos listos o actuemos como tales y otras al revés, si bien es verdad que hay personas con tendencias a lo uno o a lo otro. También de estas definiciones se deduce que lo importante es tener la intuición o lucidez necesaria en todo momento para saber lo que a uno le conviene, aquí está la clave de la cuestión.

Debo aclarar que “lo conveniente” no tiene que concretarse, necesariamente, en un beneficio material o directo para el actuante; muchas veces la conveniencia estará en la satisfacción que se pueda sentir por el efecto de nuestras acciones en otras personas. Es decir, el egoísmo no tiene nada que ver con la listeza; ni ser altruista, caritativo, solidario, etc. es sintomático, ni de lejos, de ser tonto. Estas pretendidas (a veces) equiparaciones son rechazables y no tienen relación con lo que nos ocupa, por lo que no voy a detenerme sobre ello.

Tratando de buscarle el sentido práctico a lo dicho hasta ahora, lo más importante, sobre todo para los que tienen la inquietante sospecha de que propenden a ser tontos o comportarse como un tonto, es saber que estas actitudes no son un mal incurable... si se tiene la suficiente lucidez para percatarse del problema y asumirlo. Esta es la clave para dejar de ser tonto: darse cuenta de que se está siéndolo. Porque debe quedar claro que si el tonto no repara en que lo está siendo, difícilmente tendrá remedio. En este caso habrá que clasificarlo ya no como tonto sino como necio, que es mucho peor.

Así que hay que estar muy alerta sobre la posible tontez de uno. Esto no es fácil, pero tampoco muy difícil, sobre todo si se cuenta con alguna ayudita bienintencionada. Por eso, si escuchamos algo así como «...no seas tonto...» o «...estás haciendo el tonto...» proveniente de alguien que nos quiere, no lo echemos en saco roto; hay que tomárselo en serio, podría ser el inicio de una reconversión necesaria de nuestra actitud en el asunto concreto de que se trate o en el comportamiento personal en general. En otras palabras, la advertencia, si la tomamos en serio, podría ser el primer paso para dejar de hacer el tonto o dejar de serlo. Porque, como ya he dicho, pasar de tonto a listo es factible; es cuestión de proponérselo, autoanalizarse y, en nuestros actos, tener siempre presente qué es lo que nos conviene y lo que no. Al hilo de esto, me viene a la memoria una frase que solía decir alguien al que conocí hace muchos años: «Donde no hay beneficio la pérdida es segura». Tenerla en cuenta ayuda a no hacer el tonto.

Recapitulando, sostengo que tanto un tonto como un listo pueden dejar de serlo: el tonto si es listo y se lo propone, y el listo si es tonto y cambia de actitud. Insisto en que esto hay que tenerlo muy en cuenta. Ser tonto y listo ni es de nacimiento ni necesariamente tiene que ser para toda la vida, por tanto, los tontos se pueden corregir y los listos no deben confiarse.

Dicho todo lo anterior, hay que agregar que el grado de inteligencia de las personas no necesariamente guarda relación con su actitud lista o tonta; hay inteligentes que no se comportan como listos y personas con corta inteligencia que no tienen un pelo de tonto. Obviamente, la inteligencia es un buen atributo para reflexionar y pensar con la clarividencia suficiente para darse cuenta de lo que a uno le conviene, por lo que los más inteligentes tienen más posibilidades de comportarse como listos, aunque es probable que esta regla tenga un porcentaje considerable de excepciones.

Por finalizar, diré que, como otros adjetivos, tonto y listo tienen sus derivados; me detendré en listillo. Aunque lo pueda parecer, no es realmente un diminutivo, tiene un claro tufillo despectivo. En realidad debe ser aplicado al que se pasa de listo, que, dicho sea de paso, es un mal que aqueja al que cree que los demás son tontos y él el único listo; craso error. El listillo es el que obsesionado con hacer lo que le conviene, pero sin ninguna consideración hacia los demás, se excede en su propósito, lo que normalmente le llevará a fracasar en el intento. Un ejemplo simple sería el del que llevado por su afán desmedido de pasar por delante de los demás se cuela en una fila en la que otros, a los que considera tontos, aguantan pacientemente su turno y respetan el de los demás. Si éstos no son tontos, que será lo más probable, expulsarán a patadas al listillo obligándole a ponerse el último. Lo que tendrá merecido por listillo, o sea, por pasarse de listo, o sea, por tonto.


11 nov 2009

PRINCIPIOS, CREENCIAS... Y CONVICCIONES

Los principios y las creencias son algo así como imposiciones culturales que se inculcan a las personas desde la infancia y que se van asumiendo, en general, sin excesiva resistencia, es decir, dócilmente. De tales principios y creencias, las personas que los asumen establecen sus convicciones, que representan la base de su código de conducta personal y, por tanto, su particular escala de valores.

Tener principios y creencias está bien visto; no tenerlos está mal. Así, cuando se dice de alguien que «no tiene principios» o que «es un descreído» hay que entenderlo como una crítica o un reproche. Pues yo hace ya unos años que caí en la cuenta de que carecía de principios y creencias y, en consecuencia, de que carecía también de convicciones. ¿Será bueno o malo?, me pregunté al descubrirlo... y no supe responderme. La verdad, sigo sin saberlo, si bien yo me encuentro muy cómodo en esta situación, y puedo asegurar que se puede vivir tan ricamente sin que uno sienta la permanente necesidad de subordinar o condicionar su comportamiento y opiniones al corsé intelectual, reitero, intelectual, que suponen tales conceptos. Obviamente, sin esa atadura intelectual se es más libre.

Como decía antes, de los principios y las creencias y las consiguientes convicciones derivan los valores, entendiendo como tales a la base ética o moral que determina el comportamiento y actitud de las personas durante su vida. Es decir, el proceso intelectual que lleva a las personas que tienen principios y creencias a determinar los valores que van a regir su vida parte de algo que les viene impuesto (o que asumen con docilidad) como consecuencia de su educación, aprendizaje o influencias; no por un proceso de libre elección racional o intelectual. Así, por ejemplo, el que está convencido de que Jesucristo es hijo de Dios no lo está por las evidencias que haya podido constatar, lo está porque le han enseñado que las cosas son así... y se lo ha creído.

Tenemos, por tanto, que las personas con principios y creencias, actúan en la vida (aplican sus valores) condicionadas por una especie de código impuesto, que, si bien es verdad que han tenido la libertad (algo relativa) de asumirlo, ya les condicionará a lo largo de su existencia (salvo que renuncien). Es como si se les insertara un chip en el cerebro que prefijara y determinara su pensamiento y su comportamiento. Y no estoy diciendo que el contenido del chip, es decir, los principios y creencias (generalmente aceptados en una parte importante de la sociedad), sean intrínsecamente malos o nocivos, al revés, por lo general inspiran valores positivos, pero sí creo que puede que no todos sean buenos o que dejen de lado otros valores que sí convienen a la sociedad; también opino que lo peor del chip es que fomenta la discriminación, que es fuente de intolerancias y de fundamentalismos perniciosos, y, por tanto, hace de los que lo portan apóstoles del maniqueísmo: nosotros estamos en la verdad y tenemos razón; los demás están equivocados.

Viéndolo por el lado positivo, las personas con principios y creencias actúan con mayor convencimiento y seguridad: tienen menos dudas, sus convicciones son férreas; eso les da seguridad. Pero por el lado negativo deben admitir que son menos libres para decidir en cada momento; su posición debe acomodarse siempre a los dictados de sus principios y creencias. Se puede decir que han tenido libertad (relativa) para elegir el chip, pero no hay duda de que, una vez insertado, les condiciona y les obliga.

Por ejemplo, los que tienen asumidos los principios católicos y creencias de la fe cristiana y se enfrentan intelectualmente ante la cuestión del aborto tienen que acomodar su posición a dos convencimientos que dimanan de tales principios y creencias: en el momento de la concepción hay una vida y atentar contra ésta va contra la ley de Dios; por tanto, no tienen más remedio que rechazar el derecho a abortar, aunque pudieran percibir que la razón les esté diciendo que deben adoptar otra postura. De igual manera, quien tuviera asumido, otro ejemplo, el principio de la patria ante todo, está obligado a defenderla... porque sí; aunque su patria no tenga razón. Si no se posicionan así, en ambos casos estarían atentando contra sus propios principios y creencias y traicionarían sus convicciones; tendrían un serio problema interno.

En cambio, los que carecemos de principios y creencias y, por tanto, de convicciones articulamos nuestra propia y particular escala de valores basándonos, exclusivamente, en un proceso intelectual y racional de análisis y reflexión, que, además, lo podemos ir modificando en el tiempo acomodándolo a nuestro progreso intelectual y de conocimientos, y al progreso y cambios de la sociedad. Es verdad que tal proceso también puede ser condicionado por nuestra propia conveniencia; esto ocurre con frecuencia y se evidencia en aquéllos a los que se considera “amorales”. Pero debe quedar claro que también tenemos nuestros valores, que, junto a nuestras tendencias y preferencias, determinan nuestro comportamiento. En nuestro caso, no partimos de un código preestablecido, somos nosotros, individualmente, los que establecemos nuestro propio código.

Es obvio, que los que estamos en esta circunstancia corremos el gran riesgo de que el código que nos asignemos no sea adecuado, es decir, que sea perverso, interesado, antisocial o, incluso, criminal, etc. En estos casos, el ser humano, sin el freno que suponen los principios y las creencias comúnmente aceptados y movido exclusivamente por su propio interés, pasión, codicia, etc., probablemente resulte dañino para los que le rodean. Esto puede ocurrir (también los que tienen principios y creencias a menudo se olvidan de ellos y atentan contra la sociedad); no obstante, no tiene por qué ser así, ¡faltaría más!.

Los sin principios y descreídos podemos funcionar en la sociedad de forma positiva si somos capaces de asignarnos un código ético de conducta (nuestros valores y nuestras tendencias y preferencias) que sintonicen con los requerimientos básicos de la convivencia y el progreso. Desde luego, si es así, es casi seguro que tal código sea más beneficioso socialmente que el que determina el estándar de los principios y creencias, ya que estará desprovisto de las rigideces e intolerancias de éstos y se podrá acomodar más fácilmente a las realidades sociales y a los requerimientos de cada momento. También asumimos mejor el ordenamiento jurídico, es decir las normas y leyes civiles (siempre que sean democráticas), porque son las únicas que aceptamos (no objetamos por cuestiones morales). Además, somos menos proclives a tener férreas convicciones. Esto, que se podría consideran un defecto, a mí me parece una virtud, pues, si se presenta el caso, nos permite modificar nuestros posicionamientos sin traumatismos ideológicos, y, ya se sabe, rectificar es de sabios.
Aunque soy un descreído, creo firmemente que el ser humano, en general y si se pone a ello, tiene capacidades y conocimientos suficientes para autorregular su escala de valores, sin necesidad de constreñirla a los principios y creencias que le quieran imponer. También creo que la carencia de principios y creencias permite al ser humano ser más libre. Por eso yo prefiero vivir sin principios, sin creencias y, en consecuencia, sin férreas convicciones.


12 oct 2009

Los alpinistas y los del "Gürtel"

El caso "Gürtel" está de actualidad en España. Por si alguno de otras latitudes o longitudes lee esto conviene que sepa que con ese nombre se conoce a la trama de corrupción política que recientemente se ha destapado y que tiene en entredicho, por decirlo suavemente, a unos cuantos cargos importantes del Partido Popular. Es tema recurrente y destacado en todos los medios de comunicación españoles, por lo que no es de extrañar que me haya pasado lo que relato a continuación.

Ayer vi en la tele un reportaje sobre unos aguerridos alpinistas (o montañeros) en su ascensión a una cumbre importante; creo que era del Himalaya, de unos 7.000 metros. Sorprendentemente, mientras veía las imágenes caí en la cuenta de que, mentalmente, estaba relacionando lo que veía con el caso "Gürtel". ¡Qué raro!, me dije. ¿Cómo he podido tener tal absurda asociación de ideas?, me pregunté. Así que no tuve más remedio que pararme a pensar en la razón de tan extraña asociación mental.

Lo primero que hice fue tranquilizarme; hasta cierto punto, no debía considerar muy extraño y ni mucho menos patológico que el "Gürtel" le venga a uno a la mente -incluso cuando está viendo un documental de la 2- en estos días en que los medios no paran de hablar de este caso. No debía, por tanto, preocuparme por mi estabilidad síquica y anímica: le podía pasar a cualquiera. Pero no me despreocupé del todo, seguí pensando en ello.

Estaba viendo unos esforzados hombres, jóvenes, poniendo en juego sus vidas (la ascensión, a través del hielo y la nieve, no estaba exenta de riesgos reales); en pos de un objetivo que, como mucho, sólo les podría reportar la satisfacción personal de haberlo alcanzado con éxito; equipados con ropas de abrigo, crampones y piolets; con la mochila, a rebosar, siempre a la espalda; pernoctando al socaire en endebles tiendas de campaña, allá donde la helada ladera diese un respiro y permitiera el cobijo; caminando, cuando el tiempo lo permitía, siempre hacia arriba, paso a paso, a ritmo aparentemente cansino pero constante y firme, abriendo senda en la nieve; escalando paredes heladas con la simple ayuda de sus crampones y piolets, y con la elemental protección de la cuerda afianzada por otro compañero; rostros curtidos por el sol y por la refulgencia del blanco entorno, dando tiempo a la aclimatación en cada cota; controlando la fatiga, con constancia y sin desmayo; superando las adversidades climatológicas, etc. En fin, unos tíos que jugándosela, esforzándose y sufriendo sólo pretendían vencer a la naturaleza por el simple y grandioso placer de hacerlo; ellos solos, a pecho descubierto, contra la montaña. Loable.

Y, a la vez, pensaba en los del "Gürtel". Instalados en el poder o siendo amigos de los que lo están, con sensación, por ello, de plena seguridad y de tener las espaldas cubiertas; bien equipados con sus trajes de calidad, sus relojes de oro, con buenos pisos o chalés; con sus cochazos, con sus viajes, con sus comidas en caros restaurantes, con sus fiestas y sus putas a gogo; intrigando, maquinando, seduciendo y comprando voluntades; obteniendo dinero de forma tan fácil como ilícita; luciendo morenada mediterránea o caribeña, aclimatados perfectamente a su estatus de privilegiados; viviendo deprisa y a todo trapo, sin fatigas y sin penurias, etc. En fin, unos tipos que casi sin dar ni golpe vivían de puta madre a cuenta de todos los "pringaos" ciudadanos (como seguro que ellos nos consideran). Ellos solos, bien respaldados y con las cartas marcadas, contra todos los demás. Deleznable.

Desde luego, difícilmente se puede explicar uno cómo pude asociar dos comportamientos o estilos de vida tan diametralmente opuestos. Me lo voy a tener que mirar, pero aseguro que fue así.

Puestos a encontrar alguna analogía que justificase la asociación, diría que se puede encontrar entre ambos un punto en común: la claridad de sus objetivos y su dedicación a conseguirlos; en eso se parecen. Pero, pensando más en todo esto, he caído en la cuenta de que no es en esta micra de similitud lo que ha hecho que relacionase mentalmente a ambos grupos. No, lo que me ha llevado a la conexión es la sensación de que unos y otros representan, afortunadamente, grupos minoritarios en nuestra sociedad. Sí, he dicho bien: afortunadamente.

Afortunadamente hay, en términos relativos, pocos esforzados alpinistas que se dedican, en batalla noble con la naturaleza, a superar los retos que ésta ofrece, ¡menos mal!; si hubiera muchos, la naturaleza, irremediablemente, perdería la batalla. El ser humano, de una forma u otra, ganaría, y los retos actuales que hoy, afortunadamente, presenta la naturaleza quedarían superados, y, así, el ser humano perdería el bello aliciente que supone vencerla de vez en cuando. Además, si se masificara el alpinismo dejaría de tener su mística y perdería la condición de referente, como lo es ahora, para las gestas y hazañas humanas en la gran pelea entre los dos elementos básicos de la creación: el ser humano y la naturaleza. ¡Que siga la pugna!

Afortunadamente, también hay pocos casos como el "Gürtel" y, por tanto, pocas personas, en términos relativos, que se dedican a lo que los protagonistas de este caso se han venido dedicando mientras les ha durado el chollo. Afortunadamente, la inmensa mayoría hace las cosas que tiene que hacer dentro de las normas que nos hemos dado, es decir, dentro de la ley, y afortunadamente, la gran mayoría vive con dignidad el rol que las circunstancias y sus condiciones personales le permiten. Afortunadamente, el número de chorizos tipo "Gürtel", aunque es elevado, es muy minoritario en nuestra sociedad. Con ellos, con estos bandidos de guante blanco, tolerancia cero; ¡ni agua!

Así pues, me ha quedado claro que la asociación de ideas me llegó por la satisfacción que me produjo caer en la cuenta de que, afortunadamente, los alpinistas y los hijoputas son minoritarios en nuestra sociedad ¡Congratulémonos!


3 oct 2009

AMENÁBAR. MAR ADENTRO

Ayer, por la tele, vi por segunda vez la gran obra de Alejandro Amenábar, Mar adentro. Me emocionó igual que la primera vez. En aquella ocasión, hace ya 5 años, fui al cine con el interés de ver cómo Amenábar había conseguido hacer una buena película, a juzgar por los triunfos ya obtenidos en Venecia, de una historia aparentemente tan distinta a las que habían servido de argumento a sus películas anteriores y, especialmente, porque, al contrario que en éstas, de antemano ya se conocía la trama y, sobre todo, el final.

Ya había visto las tres anteriores películas de este joven realizador, en las que los argumentos resultaban muy originales, con el denominador común de que contenían buenas dosis de intriga y suspense; las tres tenían un desenlace inesperado:

Tesis, la primera, me resultó entretenida, por la intriga de su argumento y lo incierto de su desenlace. Hasta el final no se sabía quién era el malo. Me pareció una película interesante y bien hecha.

La segunda, Abre los ojos, me llamo muchísimo la atención y me dio a entender que en Amenábar había un cineasta de primera y un maestro de la intriga y del suspense. Estuve toda la película sin pestañear tratando de seguir la complicada trama. Me sorprendió que un director tan joven y con tan poca experiencia fuera capaz de hacer una película de misterio tan lograda. Ya me pareció entonces que este Amenábar era un fenómeno.

La tercera, Los otros, fue reconocida por toda la crítica como un peliculón. A mí también me lo pareció, con un guión muy original, cargado de suspense e intriga, y con un desenlace final realmente inesperado. Además tuvo el talento de conseguir de Nicole Kidman un trabajo memorable. Tras esta peli ya no sólo pensé que Amenábar era un fenómeno sino que era todo un genio y, en eso del suspense y la intriga, el mejor de los de ahora... y de los de antes (incluido Hitchcook).

Aunque no me considero cinéfilo, ni siquiera medianamente entendido en cine, el cine me parece que es el arte por excelencia, en el que el verdadero artista es el director, no los actores o actrices protagonistas. Aunque se dice que la clave de una buena película está en la historia que se cuenta, para mí el arte está en cómo la cuenta el director. Por eso, de la suma del binomio historia-director dependerá el resultado final. Pero creo que en este binomio los dos términos no tienen el mismo peso o influencia, porque, en mi opinión, de una historia simple un director bueno puede sacar una gran película (una obra de arte), mientras que un mal director posiblemente haría un bodrio con una gran historia.

O sea, opino que, al margen de la historia que se cuenta, con honrosas excepciones y dejando de lado el cine de efectos especiales, los que participan en la realización de cualquier película, incluidos los actores y actrices, son meros instrumentos que maneja el director para componer o dar vida a su obra (de arte, si sale bien).

Pues esta peli, en la que Amenábar, además de director, es coguionista y compositor de la música, me ha parecido paradigma de ese tipo de películas en las que el binomio antes referido está totalmente descompensado: una historia que no da mucho de sí pero un director como la copa de un pino. Porque la historia, por archisabida (en su día la tele ya nos mostró en real a Ramón Sampedro en su lucha por que la justicia le autorizara a poner fin a su vida) no ofrece ningún atractivo especial, salvo el mensaje que transmite en relación con el derecho a la eutanasia. Además, de los protagonistas hay que decir que Bardem, cuyo trabajo fue galardonado en Venecia con el premio al mejor actor, en casi todas las secuencias en las que interviene se le ve inmóvil en la cama y cubierto hasta la barbilla, por lo que su actuación está muy condicionada y limitada por el papel, y que la protagonista femenina, Belén Rueda, era una debutante en largometrajes (sí se le había visto en la tele), si bien parecía una consumada actriz.

Así, a priori, el cuadro que se le presentaba a Amenábar parecía que no ofrecía muchas posibilidades para conseguir una buena película: una historia sin suspense y con final conocido por todos, con unos protagonistas limitados, el uno por su papel y la otra por su bisoñez. En cambio, el resultado, según casi todos los especialistas, ha sido una excelente película. De ahí el mérito de Amenábar y el que a mí me haya parecido una extraordinaria OBRA DE ARTE.

¿Y cómo lo ha conseguido? A mi entender, porque la peli, al margen de su mensaje ético, es una exaltación de las virtudes humanas, es decir, de la bondad; todos los personajes “son buenos”. Y su bondad es percibida y sentida con nitidez por el espectador por “lo que piensan o sienten”, más que por lo que dicen o por lo que hacen. Porque Amenábar consigue que el espectador se introduzca en los personajes y, siempre en positivo, sienta y se conmueva con ellos. Y todo a base de expresivos primeros planos de los protagonistas, mejor dicho, de Amenábar, con los que éste hace partícipe al espectador de los sentimientos más hondos de los personajes. Creo que Amenábar extrae de los dos protagonistas lo mejor de que son capaces.

Por eso y dejando al margen la cuestión de la eutanasia, que no me interesa en este momento ni, incluso, me interesó mientras veía la película, esta obra conmueve y emociona. Y eso, indudablemente, es la esencia del arte. Aclaro que si no hablo del problema que plantea la película, la eutanasia, es simplemente porque yo, sobre eso, tengo las ideas muy claras (antes y después de ver la peli): ante situaciones límite, como la que vivió Ramón Sampedro, las personas deberíamos tener derecho a poner fin a nuestra existencia, y, por tanto, debería permitirse y regularse la eutanasia para poder ser llevada a efecto con dignidad.

La música juega un papel importante en la película, precisamente para conseguir la emotividad que indudablemente persigue Amenábar. Con la obvia excepción del “Nessun dorma” de “Turandot”, que sirve de fondo musical para una bellísima secuencia en la que la cámara hace el viaje imaginario del protagonista desde su lecho hasta el mar, y la dudosa de una canción que se escucha al principio (podría estar cantada por Luz Casal), la música es de Amenábar. A mí me pareció muy buena.

En resumidas cuentas, creo que con esta película Amenábar se consagró como un genial y extraordinario realizador, y me parece que en España no se le ha dado importancia que creo que tiene a este joven y genial artista, que, aunque nacido en Chile, creo que, por ascendencia, cultura y vivencias, se le puede considerar español (desconozco si tiene la nacionalidad española), por lo que, a la vista de su obra, tendríamos que tenerlo ya en el pedestal de los ilustres nacionales. En cambio, no sé si por su sencillez y naturalidad o por su apariencia de un corriente chaval de barrio, aquí parece que no se le considera como se debería.

Supongo que a estas alturas resulta ocioso decir que siento gran admiración por Alejandro Amenábar. Ya he dicho que me parece un genio y, actualmente, el creador más importante de nuestro país. Creo que por lo que ya ha hecho con sus treinta y tantos años ya merece un lugar de honor en la historia de la cinematografía española y no dudo de que, por lo que seguro que hará, está llamado a ocupar un lugar destacado en la historia mundial del cine y del arte en general.

Estoy ansioso por ver su última película, Ágora, que se estrena la semana que viene en España. Parece que en su presentación en Cannes (fuera de concurso) no tuvo una crítica muy favorable. Estoy seguro de que me gustará.

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COMENTARIO ULTERIOR (8-01-2010). He visto «Ágora. No me ha gustado. Posiblemente fui al cine esperando otra cosa, y de ahí mi decepción.


OTRO COMENTARIO ULTERIOR (11-12-2019): He visto «Mientras dure la guerra», de la que había escuchado buenas críticas. Tampoco me ha gustado. ¡Alejandro…!

20 ago 2009

GOLES SON AMORES...

En España, cada día, la prensa escrita y los medios audiovisuales dedican buen número de páginas y de horas, respectivamente, al fútbol, especialmente al profesional, es decir, al espectáculo futbolístico; por tanto, no parece un tema apropiado para un lugar como éste, en el que me he impuesto tratar de ser algo original. No obstante, como soy muy futbolero, acepto el reto de intentar decir algo nuevo sobre el llamado deporte rey.

Lo que quiero es aportar elementos de juicio muy sencillos, como se verá, para esa minoría que aún no se ha sumado a la corriente general de ciudadanos que se consideran que saben de fútbol (lo que, en la mayoría de los casos, no es verdad), para que con tales elementos puedan participar en mejores condiciones que los demás cuando, por propio interés o por verse condicionados por las circunstancias, se vean en la necesidad o conveniencia de opinar de fútbol. Acaba de dar comienzo la liga española, que se presenta apasionante, por lo que es seguro que dará mucho de qué hablar, y hay que tener en cuenta que en determinados ambientes o círculos, incluso en los que están teóricamente más distantes del mundo del fútbol, una demostración de que “también” se entiende de fútbol puede ser un eficaz recurso para ganar o consolidar prestigio o, al menos, para quedar bien. Por tanto, si se presenta la ocasión hay que estar preparado. Aquello de “Yo de fútbol no tengo ni idea” o “Es que a mí el fútbol no me interesa” son expresiones ñoñas que, si bien antes servían como demostrativas de altura o exquisitez intelectual, ya no se llevan; ahora prima ser “también”, lo repito, entendido en fútbol, para lo cual recomiendo tener muy en cuenta lo que sigue.

Lo primero que conviene saber es que dentro del variado espectro del mundo del fútbol (futbolistas, entrenadores, árbitros, directivos, etc.), el colectivo que ofrece más posibilidades de lucirse al opinar es el de los futbolistas. Al enjuiciar las aptitudes de éstos es cuando realmente se puede hacer demostración de conocimientos sobre el tema. Opinar sobre los entrenadores, árbitros y directivos es como más burdo, menos fino; queda para los forofos y, además, la opinión sobre estos colectivos no está exenta de riesgos, por lo que recomiendo evitarla. Por eso, si surge la discusión convendría desviarla con un contundente “No sé por qué os preocupan estos personajillos, lo importante en el fútbol son los futbolistas; éstos son realmente el fútbol. Los … (aquí el nombre del colectivo sobre el que se habla) son actores secundarios; no les concedamos tanta importancia”. No es necesario aprenderse la frase de memoria; con otra parecida que incluya las palabras destacadas en negrita, dicha, eso sí, con evidente aplomo, se puede conseguir el mismo efecto: acabar con la discusión y, a la vez, dejar constancia de que “se entiende “ de fútbol.

Pero opinar sobre los futbolistas resulta más complejo. Por eso ni entre los partidarios del equipo al que pertenecen se ponen de acuerdo. Aquí es donde realmente se pueden lucir los “que entienden” de fútbol. Exceptuando a los 3 ó 4 futbolistas sobre los que hay unanimidad en considerarlos como “cracks” o “monstruos” (es importante utilizar estos términos al referirse a ellos, porque es síntoma de que “se entiende”), opinar sobre los demás tiene cierta dificultad, debido a que entran en juego los subjetivismos y, ya se sabe, “sobre gustos no hay nada escrito” y “para gustos están los colores”. También es terreno propicio para el lucimiento de pretendidos especialistas, que, haciendo uso de una retórica sobre aparentes cuestiones técnicas que suenan a teorías sobre los fundamentos de la biofísica, pretenden impresionar a quienes les escuchan para llevarles al convencimiento de que su opinión es la de un gran entendido y, en consecuencia, la que debe prevalecer. Pero, como veremos, esta retórica, si quisiéramos, se podría fácilmente rebatir. Tras leer este artículo, cualquiera, aunque nunca haya visto, ni en la tele, un partido de fútbol, contará con un eficaz recurso para formar criterio, que le permitirá emitir un juicio atinado e incontrovertible sobre cualquier futbolista y echar por tierra, si se quiere, la verborrea vacua y sin fundamento de estos charlatanes que, hablando de fútbol, se exhiben en las tertulias de oficinas, bares y terrazas, especialmente los lunes, y en otros ambientes en frecuentes ocasiones.

Vayamos, por tanto, a la metodología para tener una opinión acertada sobre los futbolistas. La primera regla es saber identificar a los “cracks” o “monstruos”. Para ello no hay más que estar al tanto de la sección deportiva de los noticieros de la TV o de la radio, u ojear la primera plana de los periódicos, especialmente de los deportivos (que se puede hacer de reojo cuando se pase por delante de cualquier quiosco) y ver qué nombre aparece junto a una cifra que se encuentre entre los 60 y 100 millones de euros. Si además aparece la foto de un joven guaperas, ya no hay duda. Es cuestión de retener el nombre y, en cuanto se mencione en cualquier conversación, adelantarse y ser el primero en decir “Es un crack o “Es un monstruo”, a poder ser con gesto grave, como de pleno convencimiento. Con sólo eso, todos los presentes interiorizarán que el que lo haya dicho “se nota que sabe” de fútbol.

Para el resto de futbolistas el método es también muy sencillo. Hay que dejar hablar a los demás; si en la conversación hay varias personas –y, sobre todo, si son de los que se consideran “entendidos”- es muy posible que haya controversia, es decir, que el futbolista en cuestión a unos les parezca bueno o muy bueno y a otros no tanto o malo. Hay que dejar que los intervinientes agoten sus argumentos, y cuando parezca que la conversación decae, seguramente sin haber llegado a ningún acuerdo, o sea, cada uno manteniendo su postura de partida, hay que hacer la pregunta clave: ¿Por cierto, no recuerdo bien cuántos goles metió en la pasada liga? (al preguntar hay que expresar interés; ladear la cabeza y levantar una ceja ayuda). Seguro que alguno lo sabe y responderá la pregunta. La cifra que se dé en la respuesta es la clave del método.

Si la cifra sobrepasa el 14, no hay que dudarlo, un “A mí siempre me ha parecido buenííísssimo (enfatizando en esta última palabra) es lo apropiado. Si alguno de los interlocutores muestra reticencias y saca a relucir algún pero, hay que mantener lo dicho con seguridad, para lo que se puede apostillar, en un tono entre conmiserativo y doctoral, con un muy efectista “Convéncete, Fulanito (aquí el nombre del interlocutor), los que la meten son los realmente buenos”. Si se percibe alguna maliciosa sonrisa o alguien dice alguna sinsorguez en referencia al doble sentido de la frase, lo mejor es no hacer ni caso, son ganas de introducir un elemento perturbador en la conversación para tratar de echar por tierra la exhibición de conocimientos futbolísticos en proceso. En todo caso, si alguien trata de rebatir la opinión inicial con argumentos técnicos vagos e incomprensibles se pueden atajar haciendo uso de un infalible No, si tú serás como algunos madridistas despistados que elevaron al melenitas Redondo a los altares balompédicos después de estar 6 años en ¡el Madrid! y haber marcado sólo 2 goles”. Advierto de que este último recurso es mejor no emplearlo si en la conversación participan seguidores del Madrid, la cosa se puede liar, por lo que, en este caso, se puede utilizar una frase con el mismo sentido pero sin mencionar al futbolista (Redondo) ni al equipo; en cambio la frase, como está, resultará muy eficaz si no hay madridistas. De cualquier modo, los interlocutores quedarán impresionados y, desde luego, convencidos de la sapiencia futbolística del actuante.

Si la cifra está entre 9 y 14, lo correcto es decir “Este es un figura ¡joder! tiene mucha clase, no sé cómo no te gusta”, dirigiéndose al que sostenga que el futbolista enjuiciado no es bueno o que muestre más dudas sobre su calidad; la intensidad de la interjección dependerá de la cifra: cuanto más se acerque al 14 mayor intensidad. El interpelado acusará el golpe y tratará de defenderse balbuceando sus sinrazones. Si se le quiere machacar se le interrumpe con un tajante “Creéis que sabéis y lo único que hacéis es repetir lo que dicen los ignorantes periodistas deportivos. Hay que tener criterio propio, tío” (la utilización del plural en la primera parte es conveniente, dispersa la agresividad). Si no se quiere hacer sangre se puede zanjar la discusión con un conciliante “Mira, Fulanito, esto es opinable, así que respeto tu opinión, pero, hazme caso, meter (aquí el número de goles) sólo está al alcance de las figuras”. El interlocutor se aferrará al salvavidas dialéctico y se dará por satisfecho; incluso es muy probable que pretenda hacer uso de la última palabra diciendo algo así como “No, si tienes razón, pero es que…”, completando con alguna tontería o dejando inconclusa la frase. Sea como sea, lo mejor es aprovechar para cambiar de conversación; el objetivo ya se habrá conseguido: dejar evidente constancia de que “se entiende” de fútbol.

Si la cifra está entre 5 y 8, lo mejor es decir en tono comedido, pero firme: “Pues a mí me gusta mucho, que queréis que os diga; no es un fenómeno, pero es imprescindible”. Esto no vale para delanteros centro; hay que tener cuidado. Por tanto, si hay duda conviene asegurarse de que el futbolista del que se habla no juegue en tal posición. Para ello, previamente, hay que hacer la siguiente indagación: ¿Últimamente está jugando algo retrasado, no? Inmediatamente, el interlocutor más enteradillo dará la oportuna explicación, que es muy posible que resulte incomprensible para el profano al que ahora me dirijo, por lo que hay que estar atento a si pronuncia las expresiones “en punta” o “delantero” refiriéndose al cuestionado. Si son dichas, lo mejor, por prudencia, es no intervenir. Si no se escuchan las citadas expresiones o si la respuesta contiene algo así como “retrasado” o ”por detrás”, entonces sí, se puede hacer uso de la regla mencionada.

Cuando la cifra está comprendida entre 1 y 4, la opinión hay que darla precedida de un chasquido de la lengua y acompañarla con un gesto de preocupación contenida (un rítmico balanceo vertical de la cabeza aporta credibilidad): “Yo esperaba mucho más de este chico. Tiene buenas cualidades pero podía aportar más. Me ha defraudado un poco”. Si alguno de los interlocutores hace alguna alusión a que juega de defensa hay que reaccionar con rapidez diciendo algo parecido a “No, si ya te digo que me gusta, pero es que es de los que hay que exigirle más”. Si, por el contrario, la alusión es a que juega de delantero también hay que replicar rápidamente “Que sí, que sí, ya te digo que me ha defraudado”. A partir de aquí conviene seguir la corriente al que lleve la voz cantante. Todos ya se habrán percatado del acertado criterio del opinante que siga estas recomendaciones.

Por último, si la cifra es cero (pueden responder también “ninguno”) hay que poner cara de asquito y espetar un “¡Bah, no tienes ni puta idea!” (dependiendo del ambiente en que se esté se puede sustituir el adjetivo por “zorra” o, incluso, suprimirlo). Eso sí, hay que decir la frase mirando fijamente al que sostenga que es bueno o que le gusta el futbolista sobre el que se discute. En este caso hay que tener cuidado con que no se esté hablando de un portero; esto se deduce fácilmente si la respuesta ha sido “Pues ninguno, ¡mira éste!” o similar, dicha con un tonillo de suficiencia o cachondeo. Si éste es el caso, significa que se ha metido la pata; pero no hay que amilanarse, nadie se dará cuenta si, en lugar de opinar sobre el futbolista en cuestión, se dice con aire distraído y con la mirada en la lejanía, “Para guardametas (no utilizar “porteros”), los de antes… Iribar, Arconada, Zubi, Buyo… ¡aquéllos cancerberos eran un lujo!” Los interlocutores quedarán algo sorprendidos y confusos, lo que hay que aprovechar para cambiar de conversación o, mejor, para largarse si la situación lo permite.

Siguiendo estas pautas, como decía al principio, cualquiera puede pasar por entendido de fútbol, y su criterio, así expresado, se ajustará muchísimo más a la realidad que el de los que digan lo contrario. De esto no hay que tener la más mínima duda. Obviamente, como cualquier otra, la regla que se desprende de cuanto antecede puede tener su excepción, pero eso no la invalida. Por tanto, espero que nadie se tome a broma todo lo que he dicho; de verdad, no lo es.

Porque estoy convencido de que para enjuiciar o valorar con acierto a un jugador de fútbol sólo hay un dato objetivo en que basarse: el número de goles que mete. Lo demás es cuestión de gustos y ganas de hablar. Algún día desarrollaré más en serio los fundamentos técnicos en que me baso para afirmar esto, aunque supongo que, a estas alturas del artículo, el lector no tendrá la más mínima duda de que quien lo ha escrito es “un entendido”.

Ahora, deformando un poco el viejo refrán, sólo añadiré “GOLES SON AMORES, Y NO BUENAS RAZONES”

8 ago 2009

UNA HIPÓTESIS Y TRES PREGUNTAS

LA HIPÓTESIS

Imaginemos que, por fin, ETA renuncia a su actividad y se autodisuelve sin ninguna condición ni contrapartida política . Los efectos directos de este hipotético acontecimiento son fáciles de imaginar. El principal sería que todos los que actualmente se sienten más directamente amenazados podrían suprimir sus actuales medidas de seguridad (incluidos los escoltas) y pasarían a hacer una vida normal. Obviamente experimentarían un gran alivio. También sería un gran alivio para el conjunto de los ciudadanos, que verían cómo desaparecía uno de los problemas que más les ha angustiado en las últimas décadas y que ha sido el causante de acontecimientos muy dolorosos en la vida nacional. Sin entrar en otros efectos secundarios o indirectos (que hay muchos), se puede asegurar que la inmensa mayoría de la ciudadanía española -y especialmente la vasca- recibiría la noticia con gran satisfacción.

Obviamente, la desaparición de la banda llevaría consigo las lógicas negociaciones y presiones (opuestas) sobre qué hacer con sus miembros (presos o no) y cómo realizar la entrega de las armas. Pero sobre esto no me detengo porque no tiene importancia para lo que quiero comentar.

Sobre lo que sí quiero detenerme es sobre las consecuencias políticas y, más en concreto, en cómo afectaría o impactaría sobre lo que ha sido, según los terroristas, el principal objetivo de la actividad de ETA: la independencia o secesión del País Vasco o, dicho utilizando la terminología más actual de la banda y de sus próximos, de la construcción nacional de Euskal Herria. Porque con el fin de ETA está claro que no se pondría fin a ese objetivo, sino que tal reivindicación se mantendría, como en la actualidad, por todas las fuerzas políticas nacionalistas vascas. No olvidemos que el nacionalismo vasco es mucho más antiguo que ETA y el segmento social nacionalista también es mucho más extenso que el que en la actualidad se muestra afín a la banda terrorista. O sea, está claro que las reivindicaciones nacionalistas ni nacieron con ETA, ni han sido exclusividad de ETA ni acabarán con el fin de ETA.

Por tanto, lo que ahora me interesa en el ejercicio de futurología política en el que me dispongo a entrar es tratar de despejar las siguientes incógnitas: ¿cómo evolucionará el ambiente político de la sociedad vasca sin ETA? y ¿cómo evolucionará la reivindicación partidista nacionalista sin ETA? Éstas son las cuestiones a analizar en el supuesto de que se hiciese realidad la hipótesis presentada.

Evolución del ambiente político en la sociedad vasca.
Ciñéndonos a la Comunidad Autónoma Vasca, hay que constatar dos aspectos clave de la realidad sociopolítica actual :

-Por un lado, actualmente, aunque leve, ya hay una mayoría que, según los resultados electorales que se vienen dando en los últimos años, apoya con su voto (o absteniéndose) a los diferentes partidos nacionalistas (incluyendo al mundo Batasuna). Esto también se ha evidenciado en las elecciones autonómicas de 2009, aunque de ellas haya resultado un gobierno no nacionalista.

-Por otro, con el paréntesis del actual mandato de Patxi López, que, en mi opinión, no revalidaría en las siguientes elecciones  en caso de que se produjera la hipótesis de la autodisolución de ETA, es evidente que el nacionalismo gobernante ha manejado -y, si se diera la hipótesis comentada, es muy probable que volvería a manejar- los resortes de la educación de la inmensa mayoría de las nuevas generaciones, y, además, ha controlado –y, por lo dicho, volvería a controlar– buena parte de los medios de comunicación más influyentes en Euskadi. (Y es previsible que en un futuro sin ETA las cosas se mantendrían así durante muchos años).

A estas dos realidades que, por sí mismas, ya son elementos de ventaja para el desarrollo de la hegemonía nacionalista, habría que añadir que la hipotética desaparición de ETA despojaría al nacionalismo de la perversión que, para un sector social, representa la coincidencia con ETA en sus objetivos políticos. Por tanto, en este hipotético escenario y con este nuevo ambiente hay muchas probabilidades de que la gran mayoría de las nuevas generaciones de votantes que, gradualmente, se vayan incorporando al censo electoral simpaticen y opten por las diversas opciones políticas del nacionalismo. A la vez y por ley de vida, irá desapareciendo del censo electoral el sector más viejo de la población, en el que, aplicando las cuotas actuales, digamos que el voto se reparte al 50 por ciento entre nacionalistas y no nacionalistas. O sea, es muy probable que las nuevas entradas al censo sean de mayoría nacionalista y las salidas equilibradas.

Quiere esto decir que el nacionalismo, además de partir con ventaja, tiene muchas posibilidades de, sin la presencia de ETA, seguir creciendo en la sociedad vasca. No hay que olvidar que ser nacionalista, además de ser gratis, supone estar a favor de corriente, y, además, de una corriente que, actualmente y casi con seguridad en un futuro próximo, tiene prestigio. En Euskadi resulta mucho más cómodo y está mejor visto ser nacionalista que no serlo, por lo que, para muchos, aunque no estén muy convencidos, lo de ser o mostrarse nacionalista es una aplicación práctica de la moraleja del viejo refrán “¿Dónde va Vicente...?”

También, las tensiones que seguro habrá en relación con el proceso de excarcelación de los presos, que podría rondar los 10 años, puede que favorezca la causa nacionalista, por una lógica reacción social solidaria con los presos vascos, a los que los voceros interesados mostrarían a los ciudadanos de Euskadi, si no como mártires, sí como “rehenes de la cicatería estatal y de la intransigencia del españolismo reaccionario”.

Por tanto, reitero que sin ETA es previsible que en los próximos años el ambiente político-social sea, por sí mismo, favorable para un incremento de la diferencia de la mayoría nacionalista en Euskadi con relación a las fuerzas políticas no nacionalistas.

Evolución de la reivindicación partidista nacionalista
Es lógico que el nacionalismo moderado, que hasta 2009 ha ostentado el poder en la CAV, pretenda recuperarlo y mantenerse en él. Y para esto va a tener dos frentes políticos: por un lado, los dos partidos de ámbito estatal, PSOE y PP, y, por otro, los partidos nacionalistas más radicales, o sea, el actual mundo de Batasuna (que en la situación hipotética sin ETA serán legales y actuarán en política como las demás fuerzas).

Frente a los primeros, la estrategia política del nacionalismo moderado no podrá variar mucho de la actual, porque la ideología que lo sustenta es la que es y no puede variar, y, además, hasta ahora (con el paréntesis de las elecciones de 2009) le ha dado excelentes resultados. Además, como antes decía, al estar despojados de la perversión que supone su coincidencia en los fines con el terrorismo actual, el nacionalismo verá reforzada su legitimidad en la confrontación con el PSOE y PP, que ya no podrán argumentar en su contra lo de la “ambigüedad" ni imputarle lo de la "equidistancia". Por tanto, es comprensible y plausible que, en los próximos años, los actuales partidos nacionalistas moderados mantengan su estrategia reivindicativa de los postulados nacionalistas que, a la postre, tienen su objetivo natural en la soberanía.

Frente a los segundos, mundo de Batasuna, sin ETA el nacionalismo moderado lo va a tener más difícil, ya que al tener objetivos coincidentes en lo fundamental (el soberanismo) y no poder distinguirse en los medios para alcanzarlos (no existe ETA y, por tanto, no hay apoyo al terrorismo) podría perder los votos de los sectores más izquierdistas en lo social y más radicales en lo nacionalista. Para contrarrestar este riesgo no es probable que el nacionalismo moderado se escore a la izquierda, porque podría perder su importante flanco derecho, pero si es muy probable que acentúe su política reivindicativa soberanista para, al menos, no perder al citado sector más radical nacionalista. Y no hay que olvidar que, al acentuar estas reivindicaciones, el nacionalismo moderado no estaría haciendo nada extraño, sino únicamente intensificar su acción política en la línea que le marcan sus fundamentos y su razón de ser.

En cuanto al nacionalismo radical, me parece que la desaparición de ETA no puede suponerle, políticamente, ningún perjuicio. Sus objetivos políticos se mantendrán intactos, soberanía y socialismo (o al revés), por lo que, además de poder participar con normalidad en política, como poco podrá mantener su actual parroquia y es muy probable que la aumente con la incorporación de quienes, aun simpatizando con su ideología, ahora repudian su apoyo a la violencia. De lo que no hay duda, es de que mantendrán o, incluso, intensificarán sus reivindicaciones soberanistas, en las que, seguro, incluirán el argumento de la desaparición de ETA como positivo para su causa.

Por tanto, como conclusión de este apartado podría decirse que, sin ETA, se intensificarán las reivindicaciones nacionalistas de los partidos de esta ideología, tanto por parte del nacionalismo moderado como por la del radical.

Euskadi, sin ETA, a 12 años vista.
Resumiendo lo dicho hasta ahora, tenemos que, por un lado, el ambiente social, por sí mismo, muestra una disposición favorable para un crecimiento vegetativo del apoyo ciudadano a los partidos nacionalistas, y, por otro, que éstos con mucha probabilidad intensificarán su acción política reivindicativa cuyo objetivo final no es otro que el soberanismo o, lo que es igual, la independencia. Y todo ello, en la hipótesis de que ETA desaparezca.

Según lo anterior y siempre partiendo de la hipótesis ya repetida del fin de ETA, se puede vaticinar que en unos 12 años, en una evolución normal de los acontecimientos, en Euskadi el conjunto del nacionalismo vasco incremente sensiblemente su ventaja, en términos electorales, con respecto a la suma del PSOE y PP (incluso si en este bloque incluyéramos a la filial vasca del PCE). Resulta difícil y arriesgado cuantificar esta ventaja pero, como el dato resulta capital para lo que ahora me ocupa, no tengo más remedio que hacer un pronóstico. Creo que no sería aventurado vaticinar que, en el escenario descrito y sin que haya por medio convulsiones socio-políticas que alteren el normal discurrir de los acontecimientos, en 12 años el voto nacionalista podría estar en torno al 65-70 por ciento (en las elecciones de 2009, computando la abstención seguidora de las consignas de Batasuna, fue de más del 52 por ciento).

Es decir, creo posible que, en 12 años, una inmensa mayoría de ciudadanos de la CAV sea afín a los postulados nacionalistas y que, por tanto, esté dispuesta a apoyar con su voto cualquier propuesta de mucha mayor autonomía (como antesala de una ulterior escisión) o de pase gradual a un estadio de independencia o soberanismo. Si una propuesta de este tipo llegara al Parlamento español respaldada por el 65-70 por ciento de la población vasca no habría democracia que la detuviera.

La sociedad española, sin ETA, a 12 años vista
Si en los últimos 30 años hemos cambiado mucho (para bien) en todos los órdenes, es muy probable que la sociedad española continúe mejorando en los próximos 12 (sobre todo si se cumple la hipótesis que nos ocupa). Además, es posible que al escenario político-social se incorporen los siguientes elementos: estabilización de la cuota de población emigrante, una nueva generación en el poder político y económico, nuevas preocupaciones, mayor proyección hacia el exterior, mayor injerencia del exterior (especialmente por la pertenencia a la UE), surgirán nuevos problemas de índole doméstica e internacional, etc. En suma, a la gran mayoría de los ciudadanos españoles de la década de 2021-2030, que es posible que disfruten de mayor cota de bienestar social, lo de “la ETA”, si se cumple la hipótesis, les quedará ya como algo bastante lejano y percibirán la reivindicación nacionalista con distinto talante que el que se puede percibir hoy en día, cuando la presencia de ETA crispa, tensa y favorece la intransigencia. O sea, es previsible que en la ciudadanía española, sin ETA y una vez que finalice el proceso de excarcelaciones, lo del “problema vasco” se vea con otros ojos. Si hoy, con ETA, es casi seguro que la gran mayoría de ciudadanos españoles no consentiría que se abriera un proceso de escisión vasca, dentro de 12 años, en la hipótesis que mantenemos, la cosa podría variar sustancialmente.

En consecuencia, los políticos, en el gobierno y en la oposición, también tendrían que acomodar su visión cuando tuvieran que analizar la cuestión vasca. Desde luego, en ese hipotético escenario, una propuesta del tipo del Plan Ibarretxe, que hace unos años fue rechazada de plano, es casi seguro que se aprobaría, porque llegaría a Las Cortes respaldada por un 65-70 por ciento de la población vasca, y, como antes apuntaba, eso pesa mucho.

Por tanto, el paso del tiempo en un escenario de ausencia de la banda terrorista es muy probable que influya en la sociedad española impregnándola de mayor permisividad, tolerancia e, incluso, indiferencia en su percepción de la cuestión vasca. Dicho en otras palabras, es muy probable que lo de «si se quieren marchar que se marchen, y nos dejen en paz» puede ser un sentimiento que se haga mayoritario en España, en ausencia de los disgustos que da ETA.

Conclusiones
En la hipótesis de la desaparición incondicionada de ETA y en un horizonte de 12 años el escenario relacionado con la cuestión vasca sería el siguiente:

-En Euskadi, una mayoría nacionalista del orden del 65 ó 70 por ciento del censo.
-Los partidos nacionalistas mantendrán con mayor vigor sus reivindicaciones soberanistas.
-La sociedad española será más tolerante e indiferente con la cuestión vasca.

En consecuencia, será difícil evitar que se abra el melón de un proceso de secesión o de acceso gradual a estadios de soberanismo o independencia, siempre por los cauces democráticos.

LAS 3 PREGUNTAS

Dicho todo lo anterior y si considerásemos verosímil la evolución contemplada en la hipótesis, viendo lo que pasa en nuestros días nos tenemos que plantear las siguientes cuestiones:

-¿No se da cuenta ETA de que sus objetivos políticos están al alcance, en un plazo no demasiado largo (12 años), sólo con desaparecer y esperar a que la manzana madure y caiga del árbol?
-¿No se da cuenta ETA de que continuando con su actividad terrorista precisamente es como no los va a conseguir porque, por muchas barbaridades que haga, nunca va a doblegar a un estado de derecho fuerte y, además, legitimado para combatirla?
-¿Se habrán dado cuenta los más fervientes defensores de la unidad de España que esta unidad, sin ETA, corre serios riesgos?

Para saber las respuestas habría que preguntarles a unos y a otros.

18 jul 2009

FORO CERVANTES. Ágora de nuestra lengua

Soy de los que piensan que el cine es el arte por antonomasia; por eso admiro y envidio (sanamente) a los que tienen la suerte de dedicarse a esa actividad. A veces, ante determinadas experiencias, me imagino cómo las llevaría al cine si tuviera la oportunidad. Así es como he visto lo que podría ser un corto alegórico a la actividad del interesantísimo “Foro Cervantes” en el que, con cierta frecuencia, participo y que desde aquí recomiendo. Al no haber podido presentar el texto en el foro, por apartarse de sus normas internas, lo hago aquí. A sus miembros, que sabrán interpretar el significado de las alegorías, va dedicado lo que sigue.

Amanece el día, con una iluminación tenue y difusa, en el centro de un plano medio despunta el sol tras el perfil del contraluz de colinas lejanas. A medida que el plano se va abriendo y adquiere plena iluminación se van distinguiendo, desde una toma superior y oblicua, los resplandecientes edificios de una ciudad de la Grecia antigua. Se escucha el trinar de los pajarillos y más lejano un suave murmullo humano. El enfoque abandona el horizonte a medida que la luz se hace más intensa (el día avanza) y va descendiendo hacia las edificaciones. Se escuchan múltiples conversaciones en tono amable, sin estridencias (voces de mujer, de hombre y alguna de niño). El plano se va acercando y muestra la plaza cuadrangular rodeada de bellos y clásicos edificios griegos. Sigue avanzando. Se van distinguiendo parejas o grupos de personas, ataviadas al uso de la Grecia clásica, en animada conversación; gesticulan poco. El trinar de los pajarillos va apagándose a medida que aumenta el volumen del murmullo humano. La cámara toma escenas cercanas de los grupos y pasa de unos a otros tomando primeros planos de los que hablan y de los que apaciblemente escuchan. Simultáneamente, se escucha lo que dicen en el momento de ser enfocados: "...el complemento circunstancial de lugar...", "...podríamos sustantivarlo si...", "...pues, por aquí, a eso se le dice...", "...bonita palabra, si señor...", "...vos sabés que ese adjetivo...", "...pues en el corde aparecen...". La secuencia dura unos dos minutos. Se observa cómo todos los que conversan llevan impolutas túnicas blancas, el cabello arreglado y, algunos, lucen coronas de laurel casi imperceptibles; éstos son los que más intervienen en las conversaciones. Algunas de las personas (tres o cuatro) llevan bajo el brazo voluminosos libros cerrados de los que, entre sus hojas, sobresalen tiras de papel de diversos colores. La cámara se detiene en una de estas personas, que, además de llevar también uno bajo el brazo, tiene a su lado una especie de carrito azul, a modo de biblioteca ambulante, repleto de tomos. Con frecuencia, ayudada por otras de su grupo, esta persona toma uno de los libros y busca en él. Cuando parece que encuentra lo que busca lo comenta con los demás de su grupo. "...aparece 2.523 veces en...", se le escucha que informa a los demás. Éstos, con expresión grave, se vuelven hacia los de otros grupos y parece que hacen seguir la información. Los que la reciben asienten, con un gesto sereno de aprobación. Cada vez hay mas personas; algunas se van de la plaza, pero son más los que se incorporan. También se ven algunos niños que corretean jugando entre ellos; de vez en cuando, al escuchar algo que parece que les interesa se detienen y, con interés, aguzan el oído, tras lo que, al poco tiempo, siguen con sus juegos. En un lado de la plaza, algo apartadas del resto, conversan dos personas. Gesticulan más que las demás, como si discutieran. La cámara les toma un primer plano. Sólo se acierta a escuchar que uno dice "...el prescriptivismo prescriptivo..." mientras que el otro se rasca la cabeza. Han pasado cuatro o cinco minutos. De pronto, se nota un leve movimiento y un gesto de interés en todos los presentes (la cámara los repasa), amainan las conversaciones y se ve cómo casi todos dirigen su mirada hacia un mismo lugar de la plaza. Se abre el plano tomando toda la plaza a medida que decrece el volumen de los murmullos. Simultáneamente se percibe que el destino de la mirada de los congregados es una persona que camina, con paso pausado pero firme, dirigiéndose hacia el centro de la plaza. Aunque el plano es largo, se percibe que es una mujer que saluda afablemente -y es correspondida- a cuantos se encuentra a su paso. El plano sigue abierto (casi toda la plaza) y muestra como se le va abriendo camino a medida que se acerca al centro de la plaza. Tras su paso los grupos cierran el surco humano abierto volviendo a su posición. El murmullo es muy leve. Por primera vez, se escucha música. La primavera, de Vivaldi; sus sones se escuchan tenues al principio y poco a poco el volumen aumenta. La mujer ha llegado al centro de la plaza. La gente se va acercando y la rodea. Comienza a hablar, los demás callan. La música no deja escuchar con claridad lo que dice; sólo se percibe, entrecortadamente, algunas palabras sueltas: "... artículo en posición prenuclear...", "...el sujeto de la subordinada..." “...sería un arcaísmo...” “...la expresión correcta es...". El plano sigue abierto y la toma es lejana. No obstante, se nota que la túnica es algo más lujosa que las de los demás y que la corona de laurel es de mayores proporciones que las otras que se han visto. En todas las escenas la mujer aparece de espaldas, por lo que no se le ve el rostro. Se percibe que algunos, con semblante afable, la interpelan y que ella contesta, tras lo que el plano se acerca y muestra rostros sonrientes e interesados que se alternan con gestos ostensibles de aprobación. Sigue sin poder escucharse bien lo que dicen porque la música tapa las palabras. Tras minuto y medio de secuencia, en la que se alternan el plano general y los más cercanos de las personas, la mujer inicia el retorno haciendo el trayecto inverso al de su llegada. Con un plano abierto, se repiten las escenas de salutación y asentimiento al paso de la persona. El surco se va abriendo por delante de sus pasos y se va cerrando por detrás. Todos vuelven a lo del principio. El murmullo va creciendo y la música se va apagando. Súbitamente, se escucha un estruendo seco; cesa la música y los murmullos, por tres segundos se oscurece levemente la escena, pasados los cuales se nota que sobre el centro de la plaza se proyecta un cono de luz proveniente del cénit. Se escucha "in crescendo" un ruido atronador. En un plano general se ve como las caras se vuelven hacia el centro, hacia la luz. La cámara, en planos más cortos, muestra rostros sobresaltados o preocupados. Se empieza a escuchar la sección coral "Fortuna imperatrix mundi" de la obra "Carmina Burana". Progresivamente se va elevando el volumen de la música, a la vez que decrece el estruendo. Planos cortos muestran rostros interesados que dirigen la mirada hacia el cénit a la vez que se protegen con el antebrazo o con las manos de la luz refulgente que se proyecta sobre sus rostros. Cesa definitivamente el estruendo a la vez que la música llega a su máximo volumen. Durante unos segundos, a contraluz, se dibuja la silueta de una cabeza humana claramente masculina, rodeada de un halo luminoso consecuencia del resplandor que provoca la luz cenital sobre la nuca de la cabeza. Alternando un plano general cenital con los más cortos de las personas, y acompasando los cambios de plano con el ritmo de la música, continúa escuchándose Carmina Burana, hasta que finaliza ésta. En total, medio minuto. Con su último son, que coincide con un plano general, termina el documento. Sobre el inanimado plano general de la plaza, desde el mero centro, surge, con letras góticas rojas, el título que se va ampliando y ocupando el centro horizontal de la escena:

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OTRAS ENTRADAS DEL BLOG

19 jun 2009

DEMOCRACIA DIRECTA-Referéndums por internet


Inicio este blog con el documento que sigue. Es algo extenso, pero creo que merece la pena dedicar algunos minutos a su lectura. Con la cantidad de "opinólogos" que frecuentan las tribunas públicas que ofrecen los medios de comunicación españoles, me resulta extrañísimo que nadie haya tratado sobre el asunto que planteo. Creo que alguien tenía que abrir este melón; me pongo a ello.

Introducción. ¿Qué es la democracia directa?

Para empezar debo decir que el título de este trabajo, DEMOCRACIA DIRECTA, responde a la denominación que se da al sistema democrático que permite a los ciudadanos tener una participación directa en las decisiones políticas de gobierno. La "democracia directa", aunque no es antagónica, sí tiene diferencias sustanciales con la denominada «democracia representativa», que es la que tenemos en España y en la mayoría, por no decir todos, de los países democráticos. 

Por precisar la diferencia entre ambos sistemas, diré que en la democracia representativa –en la nuestra– los ciudadanos eligen a sus representantes políticos y son éstos los que luego toman las decisiones (y, por supuesto, gobiernan). En cambio, en la DEMOCRACIA DIRECTA son los ciudadanos los que, vía referéndum, directamente participan en la toma de ALGUNAS decisiones y, por tanto, en el gobierno (o autogobierno, en cierto modo). Salvo en Suiza, donde desde hace más de 120 años los ciudadanos han tenido oportunidad de participar en más de 240 referéndums, y, parcial o tímidamente, en algún país del continente americano, como es el caso de EE.UU. (donde convive con la democracia representativa) o Uruguay (en el que es más teoría que realidad), es verdad que, actualmente, la DEMOCRACIA DIRECTA es prácticamente inexistente en el mundo. Por tanto, hablar de esto puede sonar a algo innecesario o utópico, pero, como luego veremos, puede que no lo sea tanto.

Por completar esta introducción al tema, debo aclarar que lo que me trae aquí hoy no tiene que ver nada con el caso concreto de la consulta o referéndum de Ibarretxe. De lo que voy a hablar es de algo de muchísimo más alcance, porque es aplicable, no sólo a la ciudadanía española, sino a la democracia en general. No obstante, la aplicación de lo que diga tendrá como referente a nuestro entorno sociopolítico.

1. La situación actual. Democracia representativa.

La Democracia es el sistema de gobierno menos malo. En esta aceptada y expresiva definición está implícita la también generalizada aceptación de que el sistema democrático es imperfecto. Sin entrar en el análisis de las causas de esta imperfección, que, dicho de pasada, tiene mucho que ver con las debilidades propias de la condición humana, ahora nos vamos a centrar en uno de sus efectos más evidentes. Me refiero al permanente riesgo de que quienes reciben democráticamente el encargo de gobernar incumplan los compromisos electorales o que, como hemos podido observar, en la actualidad y en nuestro reciente pasado democrático, se desvíen de tales compromisos o tomen iniciativas que no respondan o sintonicen con demandas sociales o, incluso, contradigan a éstas. 

Como es sabido, para estos casos, el sistema democrático dispone de resortes o mecanismos para tratar de corregir la acción gubernamental o para protestar por ella:
  • Por un lado, por la oposición política a través de la acción parlamentaria y otras vías políticas de protesta.
  • Por otro lado, por los medios de comunicación, que ofrecen sus tribunas a las opiniones discrepantes.
  • Por último, por la propia ciudadanía que, a través de lo que se denomina la opinión pública, puede mostrar su disconformidad por diferentes medios, llegando incluso a la protesta contundente en forma de huelgas o manifestaciones en la calle.
Pero es muy frecuente que los gobernantes, apoyándose en la mal entendida legalidad de su mayoría, desoigan las protestas y mantengan contra viento y marea sus incumplimientos, desviaciones o iniciativas reprobadas. Naturalmente, para estos casos, la Democracia ofrece a los ciudadanos el recurso de, al término del periodo legislativo y a través del voto, cambiar de gobierno. Pero, en cualquier caso, hay que admitir que estos mecanismos correctores no suelen ser muy eficaces: unos, los primeros, porque casi siempre resultan inútiles, y el otro, el del cambio de gobierno, porque para su aplicación hay que esperar hasta las próximas elecciones. 

Así que nos encontramos con que nos hemos acostumbrado y resignado a convivir con la imperfección comentada del sistema democrático, y que, por lo que parece, todos asumimos que no tiene remedio. Es decir, los ciudadanos admitimos que lo correcto es delegar en nuestros representantes, y tenemos interiorizada cierta resignación a que éstos actúen durante cada periodo legislativo como ellos consideren adecuado, tomado las decisiones e iniciativas que estimen oportunas, especialmente si ocupan el gobierno. En otras palabras, consentimos que hagan lo que quieran. 

Llegados a este punto conviene recordar que alguien dijo “la política es algo demasiado importante como para dejarla exclusivamente en manos de los políticos”. A mí me parece una frase muy acertada, que su enunciado sintetiza y explica perfectamente la clave del problema de la imperfección de la democracia representativa, según los esquemas actuales, y que nos da la pista para que podamos corregirla. Porque en la delegación que hemos hecho los ciudadanos en los políticos para que sean ellos los que exclusivamente se ocupen de la política y, en consecuencia, tengan la exclusividad de regular y establecer las pautas de comportamiento de los ciudadanos —que en eso, a la postre, consiste gobernar— está el meollo de la cuestión. Esto, posiblemente, hasta ahora haya tenido que ser así, pero, como luego veremos, puede que en el futuro inmediato pueda cambiar. Desde luego, a mí me parece que debería cambiar. 

2. La clave del problema: La omnipotencia de los gobiernos democráticos

Para ilustrar este apartado me voy a servir de la “Ley del tabaco” de 2006, que, por su impacto directo en la cotidianidad de una gran parte de la ciudadanía (fumadores y no fumadores), resultó muy polémica y controvertida, habiendo sido objeto de un intenso debate social, ocupando buena parte del tiempo de innumerables tertulias (públicas y privadas) durante bastantes semanas. También nos servirían otros ejemplos de mayor actualidad: por ejemplo, la ley de matrimonios entre homosexuales, la de memoria histórica, y cualquier otra iniciativa legislativa o medida gubernamental controvertida que no hubiera sido anunciada de forma clara en el programa electoral (incluso lo de la guerra de Irak). Pero voy a utilizar la Ley del Tabaco porque tiene menos carga política que las otras y nos sirve perfectamente para lo que quiero comentar. 

Recordemos brevemente lo que pasó cuando se promulgó la «Ley del Tabaco». A unos les pareció muy bien, a otros muy mal, algunos consideraron que se había hecho precipitadamente, los empresarios preguntaban quién corría con el coste de las escapaditas para fumar en la calle, los quiosqueros se consideraron perjudicados porque les privaron de una línea de negocio, los de los bares y restaurantes protestaban porque la ley les obligaba a costosos desembolsos para la adecuación estructural (zona de fumadores) de sus establecimientos, en cambio los comercializadores de métodos para dejar de fumar se frotaban las manos, se discutió sobre a quién le competía la represión de las infracciones, había quien protestaba porque consideraba que la ley tenía que haber ido acompañada de medidas terapéuticas antiestrés para los afectados, incluso hubo quien vaticinó que esta ley podía arruinar a los fabricantes de ceniceros, etc. 

En fin, se oyó de todo y desde muy variados puntos de vista, pero parece que nadie –y esto es lo importante de la cuestión–, absolutamente nadie, reparó en que la ley no estaba en el programa electoral del PSOE y nadie, nadie en absoluto, se atrevió a poner en tela de juicio la legitimidad de esta ley. 

O sea, la sociedad asumió entonces y sigue asumiendo ahora que el Gobierno está legitimado para imponer, sin avisar o anunciarlas en los programas electorales, las leyes que considere oportuno por mucho que sean criticadas o resulten polémicas y controvertidas. En otras palabras, se acepta sin ninguna objeción que en nuestro sistema político de democracia representativa los gobiernos, amparados por las mayorías parlamentarias que los sostienen, están legitimados para la adopción de las medidas de gobierno e iniciativas legislativas que consideren oportuno sin el consentimiento expreso de la mayoría de los ciudadanos, con la única excepción de las contadas materias que en la Constitución se señalan como intocables salvo aprobación en referéndum. Y sobre esto debemos focalizar la atención. Insisto en que el contenido de la «Ley del Tabaco» es lo de menos. 

Se trata, por tanto, de reflexionar y hacer un análisis sobre si, en términos democráticos, es o no legítimo (no digo legal) que los gobiernos adopten iniciativas legislativas –y, por extensión, medidas o decisiones de gobierno de gran trascendencia– sin el consentimiento expreso (aprobación en referéndum) o tácito (por estar el programa electoral) de la ciudadanía. 

Porque, como he dicho, la ley a la que me he referido no estaba anunciada en el programa electoral de los partidos que votaron afirmativamente en su trámite parlamentario. Es decir, no nos habían anunciado que iban a legislar sobre el asunto y, mucho menos, en el sentido que lo hicieron. Y si no lo hicieron hay que suponer que sería porque el problema de los malos humos, que no sobrevino en la pasada legislatura (cuando se legisló), no debía de tener demasiada enjundia antes de las elecciones generales ni había una demanda social para que fuera abordado por el gobierno con urgencia. Al menos así parece que lo interpretaron los diferentes partidos pues ninguno lo incluyó en su programa. O no lo quisieron incluir porque puede que pensaran que no era «muy comercial». Fuera por lo que fuese, el caso es que antes de las elecciones del 2004 ya se fumaba en los espacios públicos y nadie avisó de que se iba a restringir. 

Ante esto hay que preguntarse ¿vale que el gobierno proponga al Parlamento una ley sobre un asunto estructural (no coyuntural ni urgente) sin contar previamente con el consentimiento de la mayoría social? Aunque aceptemos que el móvil gubernamental no fuera otro que un benemérito deseo de aportar algo bueno o, mejor dicho, de evitar algo malo a la sociedad ¿se puede considerar democráticamente legítima la iniciativa? 

Imaginemos que, por encuestas o por estudios sociológicos, se llegara a conocer que la mayoría de la ciudadanía hubiera, entonces, preferido poder hacer lo que se le impidió (o sea, fumar) o que se llegara a saber que estaba en contra de lo legislado ¿habría sido democrática la medida? Si a la mayoría social no le hubiera importado seguir deteriorándose los pulmones, seguir expuesta al riesgo de cáncer de laringe o de pulmón, o seguir respirando malos humos en las oficinas, bares y restaurantes, todo con tal, simplemente, de vivir en una sociedad más permisiva ¿estaría legitimado un gobierno para impedírselo? Las cuestiones planteadas nos llevan a otra pregunta clave: ¿En una sociedad democrática, quién debe decidir lo que es conveniente o bueno o lo que es inconveniente o malo para ella: los gobiernos o los propios ciudadanos? 

Alguien podría argumentar que el gobierno tiene derecho a proteger a las minorías. Eso suena bien, pero hay que admitir que lo realmente democrático es hacer caso a las mayorías. En todo caso, se debe proteger o hacer caso a las minorías siempre que la mayoría consienta. Porque si no, no sería democrático. 

En cuanto a lo que es bueno o malo, conveniente o inconveniente, para la sociedad, reparemos en lo siguiente. El divorcio, el aborto, la eutanasia, la pena de muerte, por citar cuestiones muy controvertidas, ¿representan valores buenos o malos por sí mismos o su valoración tiene que ver con el sentir circunstancial o coyuntural de la mayoría del colectivo social sobre el que se proyectan tales cuestiones? La pena de muerte está vigente en algunos estados de EEUU y nadie se atreverá a cuestionar que el código penal de esos estados es democrático. Entonces ¿sería democrático que los gobernantes de esos estados abolieran la pena de muerte sin tener la autorización expresa de la mayoría de los ciudadanos? ¿Hubiese estado legitimado el gobierno de Adolfo Suárez para permitir el divorcio o el de Felipe González para regular el aborto si no lo hubieran anunciado en su programa electoral? ¿Y la eutanasia? ¿A quién le corresponde decidir si se autoriza o no? Porque a unos les parece muy mal y otros consideran que es un derecho de las personas. ¿Tendremos que esperar a que salga un gobernante iluminado para que tome la decisión por su propia cuenta y sin preguntarnos?¿O no sería lo correcto que el partido que lo propugnase lo anunciara con claridad en su programa electoral o lo sometiera a referéndum? 

En los estados aconfesionales, como es el nuestro, la convivencia social se debe ajustar, preferentemente, a la regulación civil, es decir, a la ley, y, secundariamente y mientras no entre en colisión con ésta, cada ciudadano puede acomodar su comportamiento a sus propios valores o normas de conducta, inspirados en su educación, religión o en sus propias creencias. Pero nadie (incluidos los gobernantes), por sí mismo, tiene derecho a imponer a los demás su propio subjetivismo para establecer lo que debe ser considerado como bueno o como malo para todos.

Porque no hay duda de que estos conceptos, lo bueno y lo malo, lo conveniente y lo inconveniente, son muy relativos y sujetos a muchos condicionantes circunstanciales y temporales. A todos se nos ocurrirían muchos ejemplos de lo que para unos es bueno para otros es lo contrario, o de lo que hace años se repudiaba y perseguía por malo ahora está bien visto o se tolera. Por lo tanto, para establecer qué es lo bueno y lo malo para el conjunto de un determinado grupo social no hay otra fórmula que la más elemental mecánica democrática: lo que diga la mayoría en cada momento. Pero, ¡ojo!, lo tiene que decir de forma expresa e inequívoca, no vale que alguien, aunque sea el gobierno más democrático del mundo, pretenda erigirse en intérprete de su silencio o de su sentir, como ocurrió con lo del tabaco. 

Porque lo que en realidad significó la dichosa «Ley del Tabaco» es que el gobierno, arrogándose el rol de omnipotente corrector de las desviaciones e incorrecciones de los ciudadanos, desde su pedestal de sabio conocedor de lo que nos conviene o no, nos quiso «salvar» de algo que él consideraba malo en sí mismo: fumar cerca de los demás. Ya se habla de que dentro de poco nos «salvará» del alcohol. Más adelante puede que, por la misma regla de tres, nos «salve» del problema energético, permitiendo la construcción de nuevas centrales nucleares. Si esto prolifera, puede que algún gobernante pretenda «salvarnos» de la postergación de determinadas señas de identidad obligándonos a llevar boina o barretina, o pretenda «salvarnos» a los hombres de tentaciones lascivas obligando a las mujeres a alargar la falda por debajo de la rodilla.

Y si asumimos como legítima la legislación para «salvarnos» del tabaco habrá que asumir que también sería legítimo que un gobierno democrático, basándose en su omnipotencia consentida, legisle para «salvarnos» de los otros «problemas» citados, sin el beneplácito previo y expreso de la ciudadanía. Supongo que, dicho así, a cualquiera todo esto le parecerá, sencillamente, una aberración que no debería tener posibilidades en un sistema democrático. Pero el problema es que las tiene (recordemos lo de Irak). 

Basándonos en todo lo anterior podemos formular la tesis: en democracia, la sociedad se debería regular basándose, exclusivamente, en la opinión mayoritaria de sus ciudadanos expresada en las urnas, en las que o se eligen a los políticos para que desarrollen su programa electoral o se responde a las consultas o preguntas (referéndums) que los gobiernos planteen a los ciudadanos. En consecuencia, hay que entender –al menos es mi opinión– que ningún gobierno esta legitimado para tomar iniciativas legislativas sin contar con la evidencia de la conformidad previa de la mayoría ciudadana, salvo que las circunstancias le obliguen por razones de urgencia o coyuntura.

Esto nos obliga a reflexionar sobre cuál debe ser el papel de los gobiernos democráticos. De acuerdo con la tesis expuesta, los gobiernos, principalmente, deberían ser gestores del desarrollo e implementación de las medidas anunciadas en el programa electoral de los partidos que le apoyen. Esa es su fundamental misión. También, lógicamente, la de dirigir y gestionar el día a día de la Administración del Estado, de la Comunidad o del Ayuntamiento, según el caso, dando respuesta operativa a todas las circunstancias e imprevistos que se presenten. Pero en modo alguno los gobiernos deberían inventarse soluciones para problemas de tipo estructural que no requieran, necesariamente, urgencias legislativas. Como mucho, ante este tipo de problemas, los gobiernos tienen derecho a abrir el debate social y hacer pedagogía para informar y concienciar a la ciudadanía, para luego, si lo consideran oportuno, incluir su propuesta de solución en el programa de las siguientes elecciones. Entonces sí, si ganan en éstas, tendrán legitimidad para adoptar la solución propuesta. 

Indudablemente, la tesis expuesta se contradice con la legalidad vigente, ya que ahora no hay ningún impedimento constitucional ni del resto del ordenamiento jurídico para que, siguiendo con el caso que nos ha servido de ejemplo, se restrinja fumar por ley sin que tal medida haya sido aprobada previamente por la ciudadanía. Dicho sea de paso, tampoco, como antes apuntaba, para que se involucre a la nación –y, por tanto, a sus ciudadanos– en una guerra/invasión ilegítima y criminal, como, en mi opinión, fue el caso de Irak, aunque se evidenciara la manifiesta oposición de amplios sectores sociales. En consecuencia, para que la tesis tomara cuerpo deberían desarrollarse los oportunos resortes legales, bien a través de la correspondiente modificación constitucional o por la puesta en vigor de un Reglamento o Estatuto del Gobierno, para que los gobernantes quedaran obligados a que todas sus decisiones o iniciativas legislativas de cierta relevancia o impacto social tuvieran el consentimiento expreso o tácito previo de la mayoría de los ciudadanos (bien por referéndum o por haber sido anunciado en el programa electoral). Así se evitaría la perniciosa omnipotencia actual que permite a los gobernantes hacer, como decía al principio, poco menos que lo que les da la gana. 

Por tanto, creo que en una sociedad moderna como es la española, con un grado de madurez aceptable, cada vez más culta e informada, en la que cabe esperar de los ciudadanos, si se les da la oportunidad, un mayor compromiso con la acción de gobierno, los usos democráticos requieren de una profunda revisión, con una tendencia clara: quitar capacidad de maniobra a los políticos, en la medida en que se da mayor protagonismo a la ciudadanía. Así se conseguiría que la Democracia Representativa se acercara a la Democracia Directa. Como viene bien para la ocasión, conviene repetir lo de «la política es algo tan importante que no debería dejarse exclusivamente en manos de los políticos». 

3. La solución 

Creo que si a los ciudadanos se les da la oportunidad de opinar sobre las propuestas políticas que les plantee el gobierno (o la oposición) no la desaprovecharían, es decir, opinarían (con su voto), sobre todo si supieran que la opinión iba a servir para tomar la decisión. Así, seguro que la mayoría de los ciudadanos hubiéramos manifestado nuestra opinión sobre si debíamos o no involucrarnos en la guerra de Irak, o sobre si estábamos de acuerdo con llamar matrimonio a las uniones entre homosexuales, o con determinadas cuestiones controvertidas de la ley de memoria histórica, o, por qué no, sobre si el gobierno debía mantener contactos con ETA para explorar las posibilidades de terminar con el terrorismo, ...y así sobre cualquier cuestión o controversia política que cumpliera las dos siguientes condiciones: 

Uno, que no estuviera en el programa electoral del partido gobernante.
Dos, que fuera causa de gran controversia política y social. 

Es obvio que las decisiones ya anunciadas en los programas electorales ya cuentan con el consentimiento tácito de la mayoría de los ciudadanos. Por tanto, nos vamos a centrar en las iniciativas de gobierno (normalmente proyectos de ley) que, sin haber sido anunciadas en los programas electorales, se consideren necesarias a lo largo de la legislatura y que, como decía, sean objeto de controversia política y social. Para estos casos solo debería haber una fórmula: la consulta popular o referéndum. 

No hay duda de que el referéndum es la fórmula más democrática para la acción de gobierno, porque supone la participación directa de todos y cada uno de los ciudadanos en la toma de una determinada decisión política. En cambio, es la menos utilizada. En la reciente historia democrática de nuestro país, excluyendo los referéndums de la época constituyente (para la Constitución y algunos Estatutos), que yo recuerde sólo hemos sido consultados en referéndum para decidir sobre la entrada en la OTAN y sobre la Constitución Europea. Y, en cierto modo, esto, hasta ahora, ha tenido cierta lógica, porque sólo por el coste y por la movida que supone la convocatoria y realización de referéndums, se entiende que los gobiernos sean reacios a utilizar esta fórmula de consulta. 

Y así también lo hemos entendido los ciudadanos. Porque es verdad que el referéndum requiere de unos plazos que a veces son incompatibles con la premura con que los gobiernos se ven obligados a decidir sobre las contingencias políticas que surgen de improviso. Por tanto, hay que asumir que, según los procedimientos actuales para la realización de los referéndums, esta fórmula no puede ser considerada como una herramienta de gobierno ágil y útil. 

Pero podríamos cambiar de opinión si, aprovechando las posibilidades de las nuevas tecnologías, se consiguiese poner en práctica procedimientos de consulta más ágiles que el tradicional de depositar la papeleta en la urna. Es indudable que vivimos en una época en la que, por los avances tecnológicos, hemos llegado a considerar simples rutinas domésticas a lo que hasta hace pocos años nos parecían utopías siderales. En cambio, la mecánica democrática no ha cambiado nada. Exceptuando la tarea de recuento de los votos y la de divulgación de los resultados en las noches de las jornadas electorales, las posibilidades de las modernas tecnologías no están siendo aprovechadas por la Democracia. Puede que ya vaya siendo hora. 

Porque si hubiera un procedimiento fiable que permitiera a los ciudadanos, desde sus propias casas, votar en los referéndums de una forma segura, cómoda y sencilla, no parece que sería descabellado preguntar a la ciudadanía con más frecuencia, consiguiendo con ello que los gobiernos pudieran conocer con rapidez y precisión la opinión de los ciudadanos sobre las cuestiones en debate, lo que les obligaría a decidir en consonancia con ella. Es indudable que, si esto fuera posible, cobrarían sentido real algunas de las rimbombantes frases que se utilizan para ensalzar los valores democráticos, como es el caso de «la Democracia es el gobierno del pueblo para el pueblo», y también se acercaría a la realidad el principio constitucional que hace referencia a la «soberanía del pueblo». En otras palabras, la Democracia sería mucho más directa. 

Pues todo esto se podría conseguir gracias a internet. Porque no tiene que resultar excesivamente complicado habilitar un procedimiento de consulta en el que esta red sustituya a la urna y un simple clic a la papeleta. Internet ofrece enormes posibilidades para transmitir información de forma segura y confidencial. Así ya lo han entendido algunas instancias públicas, como, por ejemplo, la Agencia Tributaria y la Seguridad Social, que ya utilizan internet para canalizar eficazmente información entre la Administración y los ciudadanos (indudablemente mucho más compleja que un simple adverbio). 

Bien es verdad que en un referéndum la dificultad tecnológica no estaría en conseguir la transmisión por la red de grandes volúmenes de información, sino en la enorme cantidad y dispersión de los comunicantes y en la simultaneidad. Es decir, sólo habría que transmitir el sí o el no, pero serían muchos los que lo harían casi a la vez. Aunque, obviamente, esto podría entrañar alguna dificultad técnica no parece que sea insalvable. Sin entrar ahora en más consideraciones técnicas, conviene hacer mención a la utilidad y fiabilidad de las «certificaciones digitales» que ya se utilizan para garantizar la autenticidad de las comunicaciones y la identidad del ciudadano en los contactos por internet con la Administración. 

Por tanto, no es aventurado asegurar que, técnicamente, es factible un procedimiento estándar de referéndums vía internet que resulte fiable, ágil, cómodo, seguro y confidencial. 

El verdadero problema está en que, en la actualidad, no todos los ciudadanos disponen de acceso a internet en sus hogares. Naturalmente, un referéndum en el que la posibilidad de participar no alcanzara a todo el censo no tendría plena legitimidad democrática y, por tanto, su resultado no podría ser considerado como vinculante y obligatorio para el gobierno. Pero sí podría tener el valor de una amplísima encuesta que permitiría conocer con bastante precisión la opinión ciudadana sobre la cuestión consultada. 

A este respecto, cabe el siguiente cálculo: según datos del INE (informe de 2009), el 51 por ciento de los hogares españoles (7,5 millones de viviendas familiares) cuentan con conexión a Internet, lo cual, por una deducción simple, podría significar que tal porcentaje del censo electoral, que ronda los 30 millones, estaría en condiciones de poder responder a las consultas por esta vía, lo que supondría que el sistema estaría disponible para un colectivo de más de 15 millones de personas. Si se consiguiera una participación del 50 por ciento, significaría que las consultas serían respondidas por ¡unos 7,5 millones de personas! Indudablemente, sería una muestra lo suficientemente amplia como para dar un valor poco menos que inapelable e incuestionable a los resultados. Hay que tener en cuenta que en las encuestas y sondeos habituales la muestra no suele sobrepasar la cifra de 3.000 personas. En las encuestas-barómetros del CIS la muestra es de 2.500 personas.

También se podría aducir en contra de la validez de estos referéndums que la distribución de los hogares con internet probablemente no sea homogénea entre los diversos sectores sociales, porque es posible que los hogares con internet sean mayoritarios en zonas urbanas, o en los ámbitos de mayor nivel cultural, o en los sectores más jóvenes, o en los grupos sociales económicamente más fuertes, por lo que, si así fuera, quedarían marginados los habitantes de zonas rurales, los colectivos con menor nivel cultural, los menos jóvenes, o los hogares más humildes. 

Efectivamente, esto puede ser así, aunque no es seguro. Lo que sí es seguro es que, con el tiempo, estas diferencias teóricas irán reduciéndose de forma significativa, principalmente por el empuje de los miembros más jóvenes de las familias (de todas) cada vez más identificados, familiarizados y dependientes de internet. 

Dicho todo esto, se podría concluir que el referéndum por internet sería técnicamente posible, si bien, de momento, no debería ser vinculante porque no cumple el requisito fundamental de universalidad. 


¿Deberíamos, por tanto, olvidarnos de ello? La respuesta debería ser contundente: rotundamente, no. Simplemente, habría que admitir que el referéndum por internet, en una primera etapa, debería ser considerado como una herramienta de consulta de fiabilidad casi absoluta, dejando para más adelante, a medida de que se vayan reduciendo los desequilibrios antes citados, su carácter decisorio y vinculante. 

Pero hay que empezar ya a construir el procedimiento, a utilizarlo y perfeccionarlo para ir todos (tecnología y ciudadanía) acomodándonos a la nueva fórmula de participación y preparándonos para la fase definitiva. Para esa fase definitiva y previendo que pueden pasar algunos años hasta que se consiga que, como ahora el teléfono o la televisión, prácticamente en la totalidad de los hogares haya una conexión con internet, habría que pensar que los ciudadanos que no dispusieran de este medio en su casa tuvieran la posibilidad de dirigirse a determinados centros públicos, donde se les habilitaría un procedimiento alternativo para que pudieran dar su opinión. No debería ser muy complicado. 

4. Algunas consideraciones sobre los referéndums por internet 

En primer lugar, hay que decir que el referéndum por internet, igual que sucede con los tradicionales referéndums, sería una fórmula opcional para el gobierno y que el hecho de que sea más ágil (y mucho más barato) que éstos no significa que debería ser utilizado, necesariamente, cada vez que el gobierno tuviese que tomar una decisión. Pero sí que debería ser una herramienta a utilizar con relativa frecuencia. 

Partiendo de las premisas ya citadas de que los referéndums deberían utilizarse ante las decisiones que causen gran controversia o de mucho impacto social y, además, que, tuvieran relación con cuestiones no contempladas en los programas electorales, habría que regular los casos y circunstancias en que fueran obligatorios. Obviamente hay campos de la acción de gobierno, como, por ejemplo, la política económica, la política tributaria o la política exterior, en los que la fórmula del referéndum puede que no tenga mucha aplicación, porque son áreas complejas, en las que hay que entender que la acción de gobierno se tiene que acomodar permanentemente a las circunstancias y coyuntura que se presenten, y que las medidas que el gobierno tenga que tomar ante cada una de ellas deberán estar condicionadas por su propia ideología, que para eso contó con el respaldo democrático de la mayoría de ciudadanos. 

También habría que regular otros aspectos operativos y normalizadores de los referéndums, como es el de la territorialidad (ámbito de decisión). No sería excesivamente complicado. 

5. Ventajas

Asumiendo que el referéndum por internet debería pasar por una etapa previa en la que tendría sólo el carácter de consulta, comentemos algunos aspectos a tener en cuenta para considerar las ventajas de tener operativa esta fórmula, pensando en que en un futuro los referéndums por internet puedan ser una realidad vinculante con todas sus consecuencias, entre las que la principal estaría la de conseguir un acercamiento a la Democracia Directa. 

En términos procedimentales, considero que el referéndum por internet ofrece evidentes ventajas sobre el tradicional. Entre éstas, cito las siguientes:  

  • Facilita y propicia la participación
  • Mayor fiabilidad
  • Recuento inmediato
  • Facilitaría los análisis posteriores de la sociología del voto
Por otro lado, si el referéndum por internet llegara a ser un instrumento relativamente frecuente, es obvio que la divulgación de los diversos posicionamientos de las fuerzas políticas —es decir, las campañas— tendría que adaptarse también a esa frecuencia, por lo que no podrían ser tan aparatosas y costosas como en la actualidad. La liturgia del referéndum también debería transformarse y modernizarse cuando la consulta se hiciera por internet. El anacronismo de las exageradas campañas basadas en la profusión de carteles en la vía pública, en los grandes mítines y en vulgares procedimientos propagandísticos o publicitarios, todo más propio de la promoción comercial de cualquier producto de consumo que de la divulgación de determinado posicionamiento político, tienen que pasar a la historia. El criterio de un ciudadano que se pronuncie por internet debería formarse de acuerdo con parámetros de mayor rigor intelectual. La racional y normal utilización de los medios de comunicación, TV, radio y prensa, debería ser más que suficiente para que los partidos y los agentes sociales dieran a conocer a la sociedad sus posturas y propuestas, y para que se enterasen los ciudadanos que lo desearan. Obviamente, el abandono de las tradicionales costosas campañas sería inevitable si, por ejemplo, dos o tres veces al año los políticos y los ciudadanos se enfrentasen, a nivel nacional, a un referéndum, lo cual no debería ser considerado como algo exagerado, sino como algo totalmente normal y propio de la Democracia Directa. 

Pero siendo las ventajas de tipo procedimental muy importantes, los beneficios de tipo político-social lo serían muchísimo más. Del principal ya se ha hablado al principio: reducir las posibilidades de arbitrariedad de los gobernantes a la vez que se incrementa las posibilidades de la participación ciudadana en las decisiones políticas. Pero habría más. 

Por ejemplo, para la clase política el hecho de tener la posibilidad de someter las cuestiones más espinosas de la confrontación política al arbitraje de la ciudadanía debería facilitar la distensión, ya que las decisiones gubernamentales apoyadas en el resultado de un referéndum estarían revestidas de tal legitimidad que no habría argumentos para la confrontación política entre gobierno y oposición. Porque resultarían difícilmente cuestionables las medidas de gobierno refrendadas por la opinión ciudadana mayoritaria. Del mismo modo, si una propuesta gubernamental fuera rechazada no debería considerarse como algo traumático o, como ahora, un revés político determinante que casi obligase a la convocatoria de nuevas elecciones. Simplemente, en uno y otro caso el resultado del referéndum debería considerarse como la coyuntural opinión ciudadana ante una determinada cuestión, sin que tuviese que ser considerado como un apoyo o rechazo global de la gestión del gobierno o de la oposición. Por tanto, es previsible que, si las cuestiones políticas espinosas o controvertidas se sometieran a la decisión colectiva, se rebajaría la tensión en la interacción política del gobierno y de la oposición, descargando o, mejor dicho, trasladando la responsabilidad a la propia ciudadanía. No puede haber árbitro más cualificado. 

Por otro lado, el protagonismo derivado de una mayor participación en las decisiones políticas permitiría a los ciudadanos despojarse de la desagradable sensación de resignado sometimiento a la clase política. Además, es incuestionable que una ciudadanía que se acostumbre a participar en las decisiones políticas que le afecten generará una sociedad más informada y comprometida, lo que probablemente contribuya a elevar el grado de madurez y sensatez colectiva. Para mí, esta es la ventaja más importante. 

Por último, hay que mencionar que al imposibilitar a los gobiernos a que, durante la legislatura, pongan en marcha iniciativas legislativas políticas de gran controversia (no anunciadas en los programas), se evitaría que estas iniciativas se utilicen, como muchas veces ocurre ahora, como cortinas de humo o maniobras de distracción de la opinión pública, que los gobiernos utilizan con bastante frecuencia, especialmente cuando les interesa desviar la atención del ciudadano de otras actuaciones cuestionadas o polémicas de los gobernantes. 

En cualquier caso, la utilización del referéndum/consulta por internet representará un avance importantísimo en los usos democráticos, que, seguro, comportará una NUEVA ERA DEMOCRÁTICA, en la que la Democracia Directa pase de la utopía a la realidad.
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Voy concluyendo. 

Trasladando la teoría expuesta a lo que pasó en España en la pasada legislatura, cabe preguntarse si no se hubiera eliminado gran parte de la tensión política, por no decir áspera bronca o crispación, si, disponiéndose de la herramienta de las «consultas por internet», se hubiera hecho una pregunta concisa a los ciudadanos para que éstos se pronunciasen sobre cuál debiera haber sido la postura del gobierno en su estrategia antiterrorista o en su actitud ante ETA, o también sobre lo del matrimonio entre homosexuales. Desde luego, con la respuesta de varios millones de ciudadanos se podría haber acabado el agrio debate político que padecimos durante más de dos años. También habrían sobrado las inútiles y ácidas polémicas relacionadas con la asistencia o no a las manifestaciones o con los eslóganes o los lemas de éstas, porque sobre las cuestiones en las que ya hubiera un pronunciamiento por internet de una inmensa mayoría de los ciudadanos no habría habido opción para reivindicaciones callejeras.  

Todos, especialmente los gobernantes, habrían (habríamos) estado obligados a aceptar lo que hubiera opinado la mayoría.