13 jul 2010

CAMPEONES, CAMPEONES... OÉ, OÉ, OÉ...

España campeona del mundo de fútbol. Esta hazaña tiene, como se suele decir, muchas lecturas; voy a hacer algunas.

Lo primero, lo estrictamente futbolístico. Nuestro equipo se lo ha merecido; han jugado muy requetebién y han ganado sus partidos en buena lid. Los dos últimos han sido memorables. Contra Alemania, especialmente en el segundo tiempo, España jugó como hacía mucho tiempo que no veía jugar al fútbol: rapidez, creatividad, talento, preciosismo y, para remate, el «puyolazo»; me pareció espectacular. Y todo ello frente a un equipo poderoso, al que unos días antes habíamos visto arrollar, a base de fuerza y buen juego, a una de las selecciones que todos los futboleros considerábamos como firme candidata a llevarse el título: Argentina. Posiblemente, el segundo tiempo de España contra Alemania ha sido lo mejor que se ha visto en el pasado mundial.

La final fue dificilísima; un gran partido de fútbol. No hay duda de que Holanda tiene muy buen equipo y que desarrolló un gran juego. Yo creo que lo que se ha dicho sobre su agresividad es una exageración; exceptuando la patada de kárate a Xabi Alonso, lo demás fue fútbol, algo rudo algunas veces, pero, a fin de cuentas, fútbol... y del bueno. Si al fútbol le quitamos eso, la rudeza, dejaría de ser lo que es. Así que no hay que exagerar; no seamos tiquismiquis, que esto es de hombres. Por eso, al tener enfrente un equipo fuerte y rudo, no exento de buen juego (el de Roben ha sido de lo mejor que se ha visto), la victoria de nuestra selección tuvo especial mérito. Aunque todos estuvieron de 10, si hay que destacar a alguno, mencionaré a Iker Casillas, eficaz al máximo, y al sublime Andrés Iniesta. De éste hablaré más; ahora sólo diré que su «iniestazo» fue magistral, para enmarcar.




Resumiendo, España, con todo merecimiento, consiguió el campeonato siendo, sin lugar a dudas, la mejor selección.

La segunda lectura tiene que ver con la personalidad y características del grupo humano que forma la selección, incluyendo, por supuesto, al entrenador. Empezando por éste, hay que decir que su comportamiento, en todo momento, ha sido un ejemplo de serenidad, prudencia y sensatez, y, a juzgar por los resultados, en lo estrictamente técnico, irreprochable. Por tanto, también un 10 para Del Bosque. Para hablar de los futbolistas no hay más remedio que fijarse en Iniesta. Creo que las cualidades de este exepcional jugador simbolizan o representan las del conjunto del grupo: clase (ahora lo llaman calidad), humildad, inteligencia, fuerza y, si hace falta, contundencia. La verdad, este joven, tímido y prudente, con su escaso 1,70 de altura y con poco más de 65 kilos de peso, que, por la extrema palidez de su tez, tiene aspecto enfermizo, con una imagen pública diametralmente opuesta a la del prototipo de estrella mediática futbolera, como, por ejemplo, Ronaldo o Beckham, es un caso digno de análisis. Es fuerte (no se le puede desplazar fácilmente), de excepcional talento (siempre elige la mejor opción), de imprevisible y desconcertante regate (es muy difícil quitarle la pelota) y, aunque no es goleador, si hay que resolver, ahí está Andresazo para meter el golito de la victoria (aparte del que ha dado a España el título, seguro que los culés no olvidarán su gol ante el Chelsea en la semifinal de la Champions que luego ganaron). Y todo sin decir una palabra más alta que otra, o sin tener un mal gesto en el campo (salvo uno que tuvo en la reciente final, que no me gustó) o fuera de él (al menos, no se lo hemos visto). No me extraña que en su pueblo, Fuentealbilla (Albacete), lo adoren con sano orgullo; no es para menos. Además, este futbolista, sin tener, aparentemente, dotes de líder, creo que de alguna forma lo ha sido y se ha convertido en el referente de comportamiento para los demás, dentro y fuera del campo. Viendo, sus compañeros, cómo es Andrés y sabiendo que es un fenómeno, ¿a ver quién es el guapo del equipo que se hace el chulito o actúa como gallito? Posiblemente, esto que comento ha podido influir más de lo que parece en que en el grupo, por lo que trasciende, reine la armonía, haya buen rollito y entre ellos se lleven estupendamente.

En tercer lugar, hay que hablar del efecto que ha producido este triunfo en la sociedad española. Lo del recibimiento en Madrid ha sido apoteósico e histórico: la mayor concentración humana que se ha dado en la historia de España; todos de rojo y casi todos con la bandera (portándola o pintada en el cuerpo); sin que ninguna organización política, deportiva o de cualquier otro tipo instara a la concentración; ni sin que los medios de comunicación hubieran animado o hubiesen divulgado consignas para que se celebrara. Es decir, ¡ha sido una reacción espontánea! Esto se dice fácil, pero si pensamos en ello caeremos en la cuenta de que ha sido un fenómeno sociológico de la máxima relevancia, posiblemente irrepetible. Lógicamente la mayoría eran ciudadanos de Madrid, pero había también no pocos de otros diversos puntos de España; se vieron muchísimos en los que se evidenciaba que eran procedentes de otros países (probablemente emigrantes); aunque la mayoría eran jóvenes, había muchísimos mayores y gran cantidad de niños. O sea, había de todo, y todos mostrando su alegría y felicidad por lo conseguido, y, lo más importante, en clave positiva: todos a favor de lo mismo y ¡en contra de nada!

La cuarta lectura es la que tiene un análisis más complejo. Me refiero a cómo se ha recibido el triunfo de España en los territorios con marcadas influencias nacionalistas periféricas. Aquí me tengo que referir a lo que conozco: Euskadi. Es obvio que en esta Comunidad no ha habido las muestras de júbilo, ni la exhibición de banderas, ni las muestras de fervor patriótico que hubo en Madrid y en otros lugares de España. En Euskadi ha podido haber algo de esto, pero nada comparable, ni de lejos, con lo de otros sitios. Y lo entiendo; yo, como vasco corriente, no me veo agitando la bandera de España o con sus colores pintados en mis mejillas cantando lo de «Yo soy español, español, español...», ¡ni de coña! Seguro que habrá habido vascos que han hecho esas cosas, pero es una minoría muy minoritaria. La mayoría tenemos un impedimento síquico-intelectual para hacerlo, se podría decir que forma parte de nuestro ADN. Y conste que no me considero, en absoluto, antiespañol ni nada parecido. Pero así son las cosas, y no me voy a poner ahora a analizar el porqué de esto; ni tengo ganas ni creo que sería capaz.

Lo que sí tengo que decir es que me ha gustado lo que he visto en Madrid; que me habría gustado que los vascos pudiésemos haber participado de esta fiesta; que es una pena que no podamos compartir con el resto de España la satisfacción por la victoria de la Roja (al fin y al cabo en ella hay —y ha habido siempre— jugadores vascos); que me molesta que tenga que pensar si utilizo o no posesivos en primera persona cuando me refiero a la Selección; también que los vascos nos reprimamos a la hora de ensalzar el juego de Xabi Alonso y que no seamos capaces de mostrar nuestro júbilo si mete un gol, cuando juega de rojo; que me da pena que las nuevas generaciones de vascos tengan el mismo impedimento (o más acusado) que el que he mencionado (cuando las cosas han cambiado tanto con respecto a la época de mi juventud); que me parece innoble que haya tantos vascos (y algunos no vascos) empeñados en que esto ocurra; que es triste que a los jóvenes vascos también se les esté inoculando el ADN que llevo yo, y que lamento que esto no tenga pinta de que cambie. Pero lo que más me duele es que por escribir esto algún capullo me tache de facha españolazo.

Volviendo a la repercusión en la ciudadanía de Euskadi y dejando aparte a los que se atreven a mostrar en público su condición de español y a dar muestras de fervor patriótico (por ejemplo, el puñado de bilbaínos que mostró su alegría en la Plaza Moyúa en la noche de la final, que, en este caso y por este motivo, gozan de mis respetos), la inmensa mayoría, como he dicho, se ha abstenido de muestras ostentosas y públicas de júbilo por el triunfo. De esta gran mayoría, una parte importante probablemente se ha alegrado, digamos, de puertas adentro; otra buena parte no sólo no se ha alegrado, sino que el triunfo le ha contrariado; también una parte importante ha quedado muy desconcertada porque no ha acertado a discernir si por estas cosas se tenía que haber alegrado o no (?). Abundando en esta simplona disección sociológica y añadiéndole el elemento político, me atrevería a clasificar las sensaciones experimentadas en Euskadi en los cuatro siguientes grupos de ciudadanos:

—Los no nacionalistas que, naturalmente, no ocultan su simpatía por lo español y, sin significarse ostensiblemente y, por supuesto, sin signos externos que evidencien tal simpatía, se han alegrado del triunfo de la selección y lo han celebrado en su casa o en sus ámbitos restringidos. Son vascos que se sienten españoles, pero que aún no se atreven a salir del armario; obviamente, pertenecen al segmento social cercano al PSOE y PP. Sus sentimientos son fácilmente comprensibles.
—Los que, por su recia ideología nacionalista, a lo largo de los años han ido interiorizando y acumulando cierta aversión a España y a lo español; a éstos les ha contrariado el triunfo. Como los conozco, los entiendo, aunque no comparto sus sentimientos y su reacción. Son los del PNV «de toda la vida».
—Los de tendencias o simpatías nacionalistas exentos de radicalismo y, por tanto, carentes de la aversión de los anteriores. Probablemente muchos de éstos puedan sentir cierta simpatía por la selección (aunque sólo sea porque en ella juegan dos del Athletic y un donostiarra) y se alegren internamente de su victoria, pero no lo exteriorizan (ni en privado) por aquello del «qué dirán»; es comprensible pero, a mi modo de ver, censurable. La mayoría de los de este grupo simpatiza con el PNV, pero estoy seguro de que muchos de ellos se muestran ante los demás como partidarios de la izquierda abertzale.
—Por último, están los impresentables salvajes; los que ante este tipo de acontecimientos sólo aciertan a balbucear «putaespaña», refiriéndose, en una gran mayoría de los casos, a la tierra de sus padres o abuelos. De éstos es ocioso pretender encontrar una lógica o sentido a su comportamiento; algunos puede que simpaticen con la izquierda abertzale.
Estoy seguro de que, tarde o temprano, la Selección Vasca de Fútbol participará, como una más, en las competiciones oficiales internacionales. Si llegado ese día aún estoy por aquí, seré hincha de la Vasca como el que más, y si juega bien y consigue triunfos me alegraré y lo celebraré, como me he alegrado por lo de la Roja (aunque, por lo ya explicado, no lo he celebrado demasiado). Pero mientras esa posibilidad no tome cuerpo, no estaría mal que los vascos considerásemos a la Roja como nuestra, y, por tanto, ante triunfos como el reciente, nos despojásemos de eluctables impedimentos síquico-intelectuales, nos deshinibiésemos de condicionantes sociopolíticos y nos atreviéramos al «exceso» de, aunque sólo fuera a media voz, entonar aquello de ¡campeones, campeones... oé, oé, oé...! (Me parece que va a ser que no).


30 jun 2010

EL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL


Soy de los que creen que se puede decir —aunque sin sacar mucho pecho— que en España rige el estado de derecho. Por otro lado, estoy de acuerdo con el axioma de que en el estado de derecho el imperio de la ley debe estar por encima de todo. Por tanto, entiendo que los poderes del estado deben prestar la máxima atención a las leyes: el poder ejecutivo, vigilando que se cumplen; el legislativo, actualizándolas y adecuándolas a la cambiante realidad social, y el judicial, administrando justicia basándose exclusivamente en las fuentes de derecho, entre las que la principal es la ley. 
No sé si el Tribunal Constitucional (TC), como órgano independiente del estado, está dentro del poder judicial; es igual. Lo importante es que, a la vista de lo que últimamente estamos sabiendo sobre él, creo que flaco favor hace al concepto «estado de derecho» y más ampliamente a la democracia. Desde luego, ha hecho mucho más daño que los graves casos de corrupción política que han ocurrido. Lo del TC es muchísimo peor, porque este órgano es el corazón del sistema; el TC debería ser la representación orgánica de la garantía de que se legisla adecuadamente, es decir, la garantía de que a los ciudadanos se nos imponen normas —leyes— correctas.
Pero parece que no es el caso. Por sus últimas actuaciones se podría decir que lo del TC es de puta pena. Hay que decirlo así, alto y claro: ¡de puta pena! No es para menos. ¡Qué pandilla!
Acaban de fallar sobre uno de los recursos de inconstitucionalidad que se había presentado ¡¡¡hace más de cuatro años!!! contra el nuevo Estatuto de Cataluña. ¿¡Qué habrán hecho durante esos cuatro años los miembros de este desprestigiado y denostado (con toda la razón del mundo) tribunal!? Trabajar, no sé, pero seguro que han cobrado su nómina (que no será moco de pavo).
¡Qué desvergüenza! ¡La que han liado! Después de cuatro años de vigencia, ¿a ver quién es el guapo que echa marcha atrás en las medidas legales y administrativas que hayan podido tomarse al amparo de las normas que ahora dicen estos incompetentes que no son constitucionales? Sí, sí, incompetentes, cuando no otras cosas peores si es que la demora ha sido motivada por presiones políticas; entonces habría que hablar posiblemente de delitos, porque si un magistrado cede a presiones de terceros y por eso condiciona su veredicto (y un retraso excesivo encaja en esto) podríamos hablar de prevaricación. ¿¡Cómo se puede tolerar que el tribunal más alto de España tenga entre sus manos durante cuatro años un asunto de la relevancia política del Estatut ¡? Ya digo, ¡qué desvergüenza! No hay justificación que valga para este desaguisado.
¿¡Tan difícil habrá sido eso del Estatut!? Puede que para mí y para los ciudadanos corrientes que nos dedicamos a otras cosas lo pudiera ser, pero ¿¡para los, supuestamente, más expertos juristas (¿) del país también!? ¡Que no jodan...! Reitero: ¡son de puta pena! Perdón por los tacos; pero es que lo que ha pasado es para estar cabreado. Yo, como se habrá percatado el avezado lector, lo estoy... ¡y mucho! Y no por el contenido del fallo, la verdad no me preocupa lo más mínimo, pero sí por el hecho de haber tardado ¡cuatro años! en pronunciarse. En cambio, no veo que a los opinólogos de la Villa y Corte les haya preocupado demasiado la razón de mi cabreo; he escuchado algunas tibias críticas pero sin excesiva acritud. Seguramente es que habrá otras causas en las que podrán dar rienda suelta a su acidez. Como mucho se han enfrascado en discusiones sobre si el fallo está o no bien, y sobre los posibles efectos de su aplicación. Pero lo de la tardanza parece que no les ha molestado excesivamente. También éstos son, como decía mi madre, «de lo que no hay».
Volviendo al TC, ahora puede liar otra. Acaba de entrar en vigor la nueva «Ley de Interrupción del Embarazo» o como se denomine (algunos dicen «Ley del aborto»), que, parece ser, fue recurrida ante el TC. Ya hay algunas comunidades autónomas que, amparándose en que tal recurso no ha sido aún resuelto, están poniendo trabas a la aplicación de la nueva ley. Y, claro, los que la promulgaron están cabreados, y hablan poco menos que de «rebelión» de los que quieren retrasar la aplicación. Es decir, ya tenemos otro follón político a la vista, por el que unos y otros están a la greña y, por tanto, todo el santo día lanzándose acusaciones y dardos dialécticos; y así también los de las tertulias de los medios, que, como es habitual, se posicionan incondicionalmente a favor de «sus colores». O sea, ¡ya tenemos nueva bronca!, a la vez que los del TC tienen el recurso en el cajón mientras preparan sus vacaciones estivales, que, supongo, ansiarán para relajarse de la «tensión sufrida» durante los cuatro años que tuvieron en el mismo cajón lo del Estatut. ¡Pobrecitos!
Posiblemente alguno de los envarados miembros del TC digan que todo esto nos pasa porque Felipe González tuvo la ocurrencia de cargarse el «recurso previo de inconstitucionalidad» que estuvo vigente en los primeros años de nuestra era democrática. «Ahora, joderos», pensarán estos circunspectos. ¡Y bien que nos jodemos!, porque, por culpa de los del TC, además del efecto político de su demora, los ciudadanos tenemos que aguantar estúpidas y antipáticas broncas políticas que, a la postre, causan la indeseable (aunque algunos políticos parece que sí la desean) desafección de la ciudadanía por las cosas de la política o, más bien, de los políticos. Pero a ellos parece que la cosa no les causa mayor tribulación. Hoy he visto en la tele (por esos me he animado a escribir estos exabruptos) cómo la portavoz del TC —me caía bien la señora— con toda tranquilidad comentaba lo de la Ley de interrupción del embrazo diciendo, simplemente, que «hay que considerar que como la ley ha entrado en vigor hay que ponerla en práctica», y se ha quedado más ancha que larga.
Pues a pesar de lo que piense o diga la mencionada señora y sus colegas, más allá de sus justificaciones o excusas, para mí está claro que los retrasos en las actuaciones y sentencias del TC no son otra cosa que la evidencia de la incompetencia y negligencia de sus miembros. Los ciudadanos no lo deberíamos permitir. Y ya que el daño que han causado es irreversible, como poco deberíamos exigirles que devuelvan a las arcas del estado la retribución recibida en los cuatro últimos años, así como los gastos que hayan podido pagar (comidas, viajes, etc.) con su «visa» oficial. Y, desde luego, que dimitan ya. Estos incompetentes no deberían estar ni un día más en los sillones del TC. Todos y todas ¡a la puta calle! 

¡No caerá esa breva...!


15 may 2010

FELIPE GONZÁLEZ, ¡QUÉ ACTORAZO!

Felipe González Márquez de nuevo en candelero. Según dice la prensa, preside un grupo de expertos o de sabios llamado «Grupo de reflexión», formado en el seno de la Unión Europea, que, al parecer, ha eleborado un documento en el que se dice a los gobiernos de la UE cómo hay que hacer las cosas para salir de la crisis y para no caer en el futuro en otra como la que padecemos ahora. Y por esa vuelta a la actualidad le entrevistó en la tele hace unos días Iñaki Gabilondo. Fue un espectáculo. Yo creo que la entrevista duró unos 45 minutos, de los que el entrevistado ocupó, más o menos, 43. ¡Qué locuacidad! ¡Qué fuerza expresiva! ¡Qué pico!... ¡Qué cara!

Tengo que reconocer que le tengo manía a este tipo. Mientras gobernó en España, apoyado por una amplia mayoría parlamentaria, se produjeron, posiblemente, las más vergonzosas, ignominiosas, irritantes, asquerosas... prácticas corruptas entre los gestores públicos durante nuestra democracia (no sé si lo del Gürtel lo superará), de lo cual él, como presidente del gobierno, fue el principal responsable, por no decir culpable. Esto por un lado, porque, por otro, durante su mandato se llevaron a cabo criminales y chapuceras acciones de «guerra sucia» contra el terrorismo de ETA que, aparte del daño causado en las víctimas que lo sufrieron (alguna no tenía nada que ver con la banda), su mayor efecto fue la debilitación del concepto «estado de derecho» en nuestro país y, consiguientemente (como antes le gustaba decir), fortaleció moralmente a los propios terroristas y encorajinó y radicalizó, aún más, al colectivo social que lo apoyaba. No digo que el gobierno que presidió este sujeto no hiciera alguna cosa bien, ¡sólo faltaba eso!, pero, por muchas cosas buenas que se le pudieran atribuir como jefe de gobierno, no podrían compensar sus graves pecados políticos. ¡Ni de lejos!

Después del gobierno de este menda, el PSOE no ha vuelto a utilizar el eslogan que, antes de las tropelías que se cometieron durante su mandato, este partido exhibía y proclamaba con orgullo: «PSOE, 100 años de honradez». El tío se lo cargó para siempre. Y se cargó el partido; y fue el culpable de que la izquierda se viera obligada, por la fuerza de los votos, a ceder el poder a la derecha de Aznar. Todo esto, para mí, imperdonable.

Afortunadamente y como de tonto no tiene ni un pelo, tras dejar el poder y abandonar la dirección del partido, el sujeto optó por desaparecer de la vida pública y, por tanto, de los medios de comunicación, ¡menos mal! Pero, a la vuelta de algunos años, cuando, supongo, él consideró que la sociedad ya se había olvidado de las tropelías y del expolio, o que el recuerdo de su gobernanza (como le gusta decir ahora) empezó a difuminarse, en parte gracias a las delirantes actuaciones de su sucesor en el gobierno, Aznar (especialmente en los dos años finales de su mandato), el tipejo empezó a asomar el morro de nuevo en los medios.

Y así, poco a poco, por uno u otro motivo, el fulero este ha vuelto a la palestra. Ahora como presidente del «Grupo de reflexión o Consejo de Expertos» de la Unión Europea, ¡échale! En la entrevista que he mencionado, en la que este piante no calló, lo único que le entendí es que parece que está disgustado por ¡la falta de control! que se ejerce sobre las entidades financieras; también me pareció entender que de su verbo fluido, afectado y señorial salían consejos o sugerencias sobre la necesidad de ¡regular y vigilar! no sé qué aspectos de la actividad económica. Y lo dijo sin ruborizarse, con su desparpajo natural y habitual. Desde luego, estoy de acuerdo con que a los bancos y cajas hay que apretarles y, desde luego, impedir la «alegría» con la que actúan sus gestores de inversiones, ¡si lo sabré yo!, pero que éste hable de «control», de «regular» y de «vigilar» es para llorar. ¡Qué desvergüenza!

Parecerá incorrecto que hable con esta imprecisión sobre lo que dijo el interfecto, pero, en mi descargo, tengo que decir que entenderle no está al alcance de cualquiera. Mira que puse atención a lo que decía (sólo descuidada cada vez que, como no tenía a nadie cerca, le lanzaba, en pugna con la acción catódica, imprecaciones e improperios en voz alta al entrevistado), pues no había manera de seguirle; yo no seré muy listo, pero tonto-tonto tampoco, así que lo que creo es que el pollo, aunque habla mucho, dice poco o nada, y, además, de forma muy rara y rebuscada. Se conoce que, habituado a su círculo de expertos, habla en unas claves intelectuales a las que sólo alcanzan unos pocos, los expertos. Será eso.


Ahora bien, debo reconocer que le vi pletórico como comediante o actor: pronunciando frases redondas, repletas de palabras bien dichas y perfectamente enlazadas que coordina a la perfección con gesticulación elegante, sobria y convincente; pausas controladas, expresivos movimientos de cabeza y de ojos, gestos enfáticos, manos acompasantes, asintiendo y negando con convicción, en fin... Como gobernante, una calamidad, pero ¡qué tablas! ¡Qué actorazo se ha perdido el arte dramático español! Desde luego, si se hubiera dedicado a vender crecepelos se habría forrado... también.


30 abr 2010

SECTARISMO


Sectarismo es un termino que se viene utilizando mucho últimamente cuando se habla de política; sobre todo se utiliza el adjetivo sectario, que se aplica a los que, pase lo que pase, siempre están a favor de los suyos y en contra de los adversarios. Ya digo, pase lo que pase y hagan lo que hagan los unos o los otros; el sectario siempre con sus colores. Es un incondicional; da gusto su fidelidad...

Ya pueden, los suyos, cometer las mayores tropelías, los más abultados errores, las faltas e, incluso, delitos más evidentes, que el sectario siempre se mantendrá fiel a sus colores y los defenderá, si no con argumentos y razones, sí con vehemencia y persistencia; ¡ni una concesión al que ataque a los suyos! Como mucho, cuando se ve muy acorralado y no encuentra palabras para defenderse dialécticamente de las acusaciones de los otros a los suyos, siempre tiene a mano el recurso del «y tú más».

Estas actitudes ultras podría ser comprensibles, por ejemplo, en los seguidores más radicales y descerebrados de los equipos de fútbol. El fútbol, además de ser un gran espectáculo, es el espacio social apropiado para dar rienda suelta a las innobles, estúpidas y dañinas actitudes de los sectarios. Éstos, aunque vean que un defensa de su equipo le hace al delantero centro contrario una llave propia de la lucha grecorromana o le arrea con alevosía una patada al estilo capoeira (pero impactándole a la altura del esternón), difícilmente admitirán la falta: «se ha tirado» o «ni le ha tocado», será lo que balbucearán; los más brutos aprovecharán para hacerse notar con un «...le tenía que haber matado, a ese hijoputa...» sin el menor pudor... ¡angelitos! En el fútbol se les tolera, al fin y al cabo, aunque son nocivos, son, por decirlo de alguna manera, de consecuencias limitadas. Pero en otros ámbitos sus efectos son más preocupantes.

Me refiero, en concreto, a la pléyade de comentaristas y miembros de tertulias que proliferan en la radio y en la televisión, y que diariamente se ocupan desde estos medios de comunicación de influir —¡y vaya si influyen!— en lo que denominamos «opinión pública» exponiendo sus propias opiniones (?) sobre la actualidad política. A una gran mayoría de ellos les viene como anillo al dedo lo de «sectarios». Cada cual tiene sus colores y siempre está del lado de éstos, como antes decía, pase lo que pase y hagan lo que hagan. Objetividad, ecuanimidad e imparcialidad son actitudes desconocidas por ellos en su quehacer como opinantes, ¡ni se lo plantean! Ellos se ponen su camiseta al sentarse frente al micrófono o a la cámara y, ¡hala!, a defender con ardor sus colores y, si pueden, a dar caña a los que visten otra camiseta, especialmente si es la de su principal oponente; esa es su tarea y para eso les pagan. A mí me parece bochornoso.

Porque las personas a las que me refiero son, generalmente, de un nivel intelectual y cultural más que aceptable: periodistas, docentes, escritores, etc.; algunos, incluso, se considerarán que pertenecen a esa élite que denominamos «la intelectualidad». O sea, aparentemente no son tan cerriles y obtusos como los brutos sectarios futboleros, aunque, a la postre, no se diferencian mucho de ellos. Y eso es lo que me resulta incomprensible: que personas que en teoría tienen condiciones para analizar y opinar con objetividad las cosas que pasan, aportando sentido común y razonabilidad a la sociedad para facilitar a ésta su propio juicio, criterio u opinión, lo único que hacen es portarse como vulgares y despreciables «hooligans». A mí me dan asco, María Antonia.


30 mar 2010

MAYOR OREJA Y ETA (éstos sí que coinciden).

No me gusta comentar aquí los temas de actualidad. Primero, porque de eso se ocupan los cientos de periodistas y comentaristas que cada día escriben en los periódicos, hablan por las radios y participan en las tertulias de la tele; hay a porrillo. En segundo lugar, porque el comentario sobre la actualidad pierde rápidamente vigencia en cuanto el asunto pierde eso, actualidad; y, claro, si esto lo leyeran muchas personas todos los días pues me podría animar, pero no es el caso, porque esto sólo lo leen algunos despistados que de Pascuas a Ramos entran en este blog, y no está bien que se encuentren con comentarios que han quedado trasnochados.

Pero a pesar de eso y de que en lo que estoy pensando es de rabiosa actualidad, me voy a animar, por una razón fundamental: porque creo que de este asunto se va a hablar durante muuuuuucho tiempo; así que, aunque es algo de la actualidad, me temo que «su actualidad» se va a prolongar de tal manera que los que lean esto dentro de varios años creerán que lo he escrito el día anterior. Por otra parte, esto va de la parte oscura de la actualidad vasca y a mí, como vasco, es un tema que, naturalmente, me interesa y preocupa muchísimo.

Voy a decir algo sobre las recientes manifestaciones de Jaime Mayor Oreja acusando al Gobierno poco menos que de connivencia con ETA. Muchos han reprochado y criticado al ex ministro por estas declaraciones, pero también ha habido voces y plumas que le han defendido o han considerado que tiene todo el derecho a decir lo que piensa. Pero nadie, que yo sepa, ha hecho un diagnóstico acertado sobre lo que le ha movido a decir lo que ha dicho.

Aparentemente, lo que ha hecho Mayor Oreja es «denunciar» contactos entre el gobierno y ETA, y alertar a la sociedad de algo que él considera intrínsecamente malo y repudiable: iniciar una negociación con ETA. Es decir, él se muestra totalmente contrario ante cualquier proceso de contactos con ETA —siempre lo ha estado, hasta cuando el gobierno al que pertenecía hizo un amago— argumentando que eso es un error y es contraproducente en sí mismo. A ETA ni agua; sólo combatirla y tratar de derrotarla con medidas policiales, legislativas y judiciales. Esa es su firme postura y así se manifiesta. Vale; para mí está en su derecho, aunque algunas cosas que ha dicho me parecen un evidente exceso. Pero él ve algo más. Al principio de este párrafo he empleado el adverbio «aparentemente» porque creo que en realidad lo que persigue Mayor Oreja no es lo que parece; no, creo que el verdadero móvil de Mayor Oreja ha sido otro de mayor alcance.

No tengo la menor duda de que Mayor Oreja es un hombre inteligente y con las ideas muy claras. Precisamente por ello, creo que sabe muy bien que el día que desaparezca ETA y, por tanto, la normalidad democrática se instale en Euskadi, ese día se habrá abierto la puerta para un irremediable proceso de secesión, por vías democráticas, que, tarde o temprano, culminará con la independencia del País Vasco (que podría arrastrar —si no se anticipa— a lo mismo a Cataluña). Del mismo modo, creo que sabe que, aunque suene a paradoja, mientras ETA esté activa tal proceso es imposible; la puerta está cerrada. Si el lector tiene curiosidad por ver los argumentos en que me baso para decir lo anterior le invito a que lea mi artículo de Agosto de 2009, en este mismo blog, que titulé «Una hipótesis y tres preguntas».

Por eso, creo que Mayor Oreja, al que sólo pensar en la posibilidad de la independencia de Euskadi le produce urticaria, sabe que tiene que impedir por todos los medios que se abra la puerta, por lo que, en cuanto intuye que alguien acerca su mano al picaporte, hace saltar las alarmas para que el osado reciba una descarga eléctrica que le deje fulminado y sin ganas de proseguir. Es decir, más que abortar cualquier tipo de contacto —de negociación, dice él y los que le secundan— con ETA o con los afines a la banda, la intención real del ex ministro es abortar «los preliminares» del proceso de secesión del País Vasco, que, reitero, se iniciaría el día que ETA desapareciera.

Por tanto, creo que las manifestaciones de Mayor Oreja no han tenido otra intención que la de contribuir a que se mantenga la «garantía» de la integridad territorial de España, que, como he dicho, no es otra que la permanencia de la actividad de ETA, por lo que, como en esta ocasión, siempre estará en contra de cualquier acercamiento, contacto y, sobre todo, negociación del Gobierno con la banda o con sus afines que permita abrigar esperanzas de que se pueda poner fin a la lacra del terrorismo. Naturalmente, esto no lo puede reconocer públicamente Mayor Oreja; tampoco los que, dándose cuenta también de cuál es el verdadero motivo del comportamiento de este político y de acuerdo con él, desde los medios de comunicación le jalean, disculpan, justifican y amplifican cuanto dice.

Razonando de forma parecida a como él lo ha hecho cuando ha acusado al Gobierno de coincidir en no sé qué planteamientos con ETA, yo opino que es él el que realmente coincide con ETA, pues ambos, Mayor Oreja y los que como él piensan y actúan, por un lado, y ETA y los que la jalean, por otro, son los principales obstáculos que impiden el inicio del proceso de independencia de Euskadi; lo del ex ministro es lógico y comprensible, la ceguera e irracionalidad de ETA y sus afines me parece sencillamente demencial. Y no es que a mí me preocupe que tal proceso no se inicie; la verdad, me la suda. Lo que sí me importa y preocupa es que en mi pueblo haya tantos salvajes y que, además, sean idiotas.
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COMENTARIO ULTERIOR (28-11-2019): ETA abandonó las armas en 2011; pero creo que mis vaticinios no se van a cumplir. En mi opinión, en esto tiene mucho que ver las iniciativas secesionistas en Catalunya a partir de 2012, que concluyeron con la efímera declaración de independencia del 27-10-2017, y la consiguiente contundente reacción del Gobierno de España, apoyado por todos los partidos políticos españoles de ámbito nacional, aplicando el artículo 155 de la Constitución, lo que permitió al gobierno central hacerse cargo del control y gestión de la Comunidad autónoma de Cataluña. Tras esto, vino el procesamiento y condena de varios políticos independentistas catalanes (una decena siguen aún en la cárcel y el expresidente de Cataluña se halla huido en el extranjero). Es obvio que los catalanes se excedieron al saltarse la ley, y eso provocó en la opinión pública española una generalizada reacción en contra del independentismo periférico. A la vista de lo sucedido en Catalunya, los independentistas/nacionalistas vascos habrán considerado, digo yo, que, aunque ETA haya desaparecido, «el horno no estaba para bollos».




28 mar 2010

LA RELIGIÓN ES LA HOSTIA

Aunque no soy creyente, creo que tengo derecho a opinar sobre la religión o, mejor dicho, a decir cómo veo yo lo de la religión. Como es la que más conozco y creo que es la que, todavía, tiene más adeptos e influencia por estas latitudes, me voy a referir a la que promueve la iglesia Católica, e decir, al cristianismo.

Como otras religiones, la Católica se apoya en tres pilares: las creencias, las normas y los ritos. De los tres, el más importante, el fundamental, es el primero, que entre los católicos se conoce como «fe», de la que la Iglesia enseña que es una de las tres virtudes teologales (fe, esperanza y caridad) y que «tener fe» es «creer en lo que no vimos porque ‘Dios lo ha revelado’ y la Santa Madre Iglesia nos lo enseña». Esto de la fe, para mí, es el paradigma de las creencias (aunque no sé si sería más correcto hablar de imposiciónes): hay que creer porque sí o porque lo digo yo... y punto. Y, prácticamente, ése es el principal fundamento (¿) de la religión Católica. Las normas de conducta, es decir, los «Mandamientos», son para el día a día, y hay que admitir que son pura lógica y no tienen nada de especial, salvo el que obliga a «amar a Dios sobre todas las cosas», que me parece algo raro, y el que impone «no fornicar», que es bastante drástico. El tercer pilar, que es el más visible, son los adornos y el folclore, es decir, los ritos; en las religiones tienen mucha importancia la liturgia y las celebraciones.

Además, hay que decir que la iglesia Católica, como otras religiones e iglesias, difunde e impone la imagen y «personalidad» de su particular Dios, o sea, del «Dios católico», diciéndonos cómo es, cómo piensa, cómo son sus gustos, cómo reacciona ante los actos humanos, lo que le gusta, lo que le molesta, etc. Y todo basándose en «revelaciones» bastantes sospechosas y nunca demostradas, y en «testimonios» poco fiables, que han sido recogidos en la Biblia, en unos casos por autores anónimos o de los que se sabe muy poco (Antiguo Testamento) y en otros por los evangelistas (Nuevo Testamento), de los que tampoco se puede decir que ofrecen muchas garantías. Resumiendo lo dicho hasta aquí, parece obvio que la religión Católica se basa en débiles fundamentos.

Si esto que digo es o ha sido así, es decir, si los fundamentos son tan endebles, cabe preguntarse cómo es posible que la religión Católica (como otras), ha tenido tan importantísimo desarrollo y ha sido asumida y seguida por tantas personas y durante tantos años. Para mí, la respuesta es clara: el ser humano, especialmente si sus condiciones de vida no son nada favorables, como lo fueron en las épocas de mayor desarrollo y esplendor del catolicismo, necesita creer en lo que ofrece y asegura la religión; principalmente por dos motivos. Primero, porque es la única fórmula que permite al ser humano sentirse en igualdad de condiciones con sus semejantes (todos somos hijos de Dios) y, segundo y probablemente más importante, porque ve en el Dios justiciero la única esperanza de una vida mejor (el cielo, en la vida eterna) para los humildes y buenos, y, a la vez, el castigo (el fuego eterno, en el infierno) para cuantos le hacen penosa la vida terrenal, es decir, para los poderosos, aprovechados y explotadores, los malos.

Así, la religión ha ofrecido al creyente una especie de realidad virtual que es justo lo contrario o el contrapunto de su cruda realidad. En ésta ha encontrado sometimiento, dificultades y penuria, y la realidad virtual le ofrece lo que ansía: igualdad de oportunidades, y en la eternidad el premio o castigo a los actos y comportamientos en vida. Indudablemente esta realidad virtual que ofrece la religión es atractiva, sobre todo para los más humildes o para los que peor les va, y, además, es lo que se enseña, es gratis y nadie puede demostrar lo contrario; por eso tantos se apuntaron a ella. Así pues, el ser humano ha abrazado con fervor lo que ha considerado que es la opción más favorable para sus intereses particulares, que no es otra que la religión reparadora o compensadora de sus penurias terrenales. Es lógico y comprensible.

Pero, afortunadamente, las cosas han cambiado y probablemente seguirán cambiando. Aunque aún hay mucho camino por recorrer, no hay duda de que hemos evolucionado, especialmente en los países del llamado primer mundo, donde las personas, en general, encuentran oportunidades para su desarrollo cultural e intelectual, y, también, para cubrir con cierta holgura sus necesidades vitales materiales; además, están protegidas por las leyes, el estado del bienestar les proporciona oportunidades para el disfrute, y las relaciones humanas se basan, en general, en el respeto y en la libertad... En fin, en estos países se dan las condiciones para que la mayor parte de las personas no tengan que soportar las penurias de otras épocas e, incluso, puedan alcanzar unos mínimos de confortabilidad durante su vida. Ya no hay tantas desigualdades ni hay que esperar a morirse para alcanzar la felicidad. La religión, por tanto, ya no es el único salvavidas y las creencias ya no son el motor en que se fundamenta la existencia de las personas. O sea, la realidad virtual que ofrece la religión ya no es diametralmente opuesta a la cruda realidad (ahora menos cruda).

En otras palabras, podríamos decir que el producto que vende la religión, la fe, ya no resulta tan atractivo. Si a esto añadimos que en los países a los que me refiero, los del primer mundo, las personas están cada vez más formadas y tienen más acceso al conocimiento, lo que les lleva a formar su criterio con más rigor y precisión y, en consecuencia, cada vez son más reticentes y reacios ante el dogma y la imposición ideológica, lo de la fe cada vez cuela menos. Los que la venden y ven cómo la cifra de ventas se va reduciendo inexorablemente se justifican y a la vez nos lo reprochan espetándonos aquello de que padecemos una «crisis de valores». Pero no, al contrario, en todo caso la crisis era real cuando el ser humano, aferrándose con desesperación al tablón de salvamento que le proporcionaba la fe, abrazaba sin reflexión las creencias religiosas. No sé si a aquella realidad se le podía llamar crisis de valores, pero sí de conocimientos y de cultura, o sea, crisis intelectual, afortunadamente y en buena medida felizmente superada.

Y supongo que esto lo saben los que se ocupan de mantener viva la llama de la fe, es decir, los profesionales de la religión (el clero con el Papa al frente). Por eso, sabedores de que lo de las creencias cada vez tiene menos adeptos, se preocupan mucho por mantener la presencia de la religión fomentando los aspectos más superficiales de ésta, es decir, lo que antes he denominado como los adornos y el folclore, o, dicho más finamente, los ritos. De ahí que la Iglesia se preocupe mucho de evidenciar su presencia en la sociedad con actos vistosos y multitudinarios. Así, las misas dominicales, las procesiones de Semana Santa, las navidades, los viajes y las visitas del Papa, los grandes actos ecuménicos, las manifestaciones en la calle, el incienso y la parafernalia ritual, etc., son ingredientes que consideran necesarios, no sólo para hacerse presentes y reafirmar su posición e influencia en la sociedad, sino, principalmente, para promocionar su producto en crisis: la fe. Por eso, la Iglesia, en todos estos actos, da especial relevancia a lo que podría considerarse como la expresión máxima de la fe católica, que no es otra cosa que la comunión: nada menos que recibir en el estómago del que comulga —aunque sea simbólicamente— el «cuerpo» de Dios; ¡casi ná!

Por eso, y aunque es verdad que la religión es y se compone de otras muchas cosas, creo que haciendo una síntesis se podría decir que, actualmente, «la religión es la hostia».





14 feb 2010

LA TELEBASURA

Para empezar, debo decir que soy de los que ven la telebasura (¡y no zapeando!); esto, por lógica, me permite opinar sobre ella con más conocimiento de causa que los que no la ven. A juzgar por lo que la gente dice y aunque se contradice con los datos de los índices de audiencia de la TV, parece que hay muchos más que no la ven que los que, como yo, la ven. Es decir, según lo que confiesa cada cual, parece que la mayoría no ve la telebasura... hum, no me lo creo, en este caso estoy por creer lo de los medidores de audiencia, que, por cierto, no sé cómo son ni, la verdad, me importan.

Lo que me importa es cómo la gente se avergüenza de sus actos, en este caso, de ver la denostada telebasura. Yo creo que no hay nada malo en ello y no veo justificado el airado despotrique que mucha gente, en cuanto ve la ocasión, dedica a este entretenido género televisivo. Los que así se muestran niegan con vehemencia y con falso pudor que lo ven; en todo caso, pueden admitir que han visto algo de ese género —casualmente, por supuesto— mientras zapeaban. Y digo yo: pues si no ven la telebasura, ¿por qué la enjuician tan mal?, ¿qué sabrán ellos de lo que se emite en tales programas? Está claro que la mayoría de los que así se manifiestan miente, cual bellaco acusado de quedarse con las vueltas. Lo que les pasa es que, absurdamente, sienten vergüenza de confesar que son consumidores de un producto televisivo reprobado socialmente; yo ya he dicho que no, en esto, no tengo vergüenza.

Estoy de acuerdo con que lo que se ve y se oye (a veces no se escucha a causa del griterío de los que los protagonizan) en este tipo de programas no resulta edificante; con que no son nada instructivos; con que no muestran conductas ejemplares que puedan servir de patrones o referencias sociales; con que los personajes más habituales resultan zafios y desvergonzados; con que los llamados periodistas del corazón, que en este género han encontrado un filón económico que para mí lo quisiera, son, generalmente, más que periodistas, una caterva de cotillas y cotillos sin escrúpulos... en fin, estoy de acuerdo con que a este tipo de programas lo de «basura» le viene que «ni pintao». O sea, no puedo discrepar del generalizado reproche social hacia la telebasura, me sumo a él... pero, para mí, eso no justifica que la repudie, es decir, que no la vea.

Porque a mí estos programas me entretienen y, no pocas veces, me resultan interesantes, y como, con frecuencia, a modo de folletines seriales, cuentan por capítulos las historias, problemas, rencillas, etc. de los protagonistas, me llegan hasta a intrigar, lo que hace que me preocupe de conocer, en el capítulo siguiente o en el final, el desenlace, o sea, cómo acaba la bronca. Y digo bronca porque ésta es el principal aditamento de un «buen» programa de telebasura; la bronca es la salsa de este género televisivo y el principal reclamo o aliciente para captar al espectador, al que no le importan (no me importan) las fundadas sospechas de que en buena parte de las broncas la actitud de los protagonistas frente a las cámaras es impostada, que además mienten y fingen con descaro, y que el móvil de su presencia en estos programas no es otro que ¡la pasta! (Que, según dicen, con frecuencia es «pasta gansa»). Dicho lo anterior, el lector se preguntará cómo sabiendo todo esto veo la telebasura. Trataré de razonarlo.

Es obvio que la clave del éxito de la telebasura está en que muestra la realidad (a algunos de estos programas los denominan «reality shows»). No es ficción; son personajes reales con sus propias historias y problemas; no hay más guión que el desparpajo, la caradura, la imaginación y las ocurrencias de los protagonistas, y, aunque mientan, finjan y oculten, son sus historias personales, con sus grandezas y miserias (de éstas, mucho; de aquéllas, casi nada). Por tanto, aunque haya sobreactuación de los protagonistas, son historias de la vida misma. Es verdad que son, por lo general, historias vulgares, porque también son vulgares los personajes, pero lo importante, insisto, es que son reales.

Si comparamos la telebasura con la ficción, en la que también, generalmente, se cuentan historias de personas, y haciendo abstracción de lo que en las novelas, en el teatro o en el cine resulta instructivo e ilustrativo por la información que aporta el creador sobre el escenario y contexto histórico y sociocultural en que sitúa la trama, la problemática personal de los personajes de la telebasura, en esencia, no difiere de la de los personajes de ficción, si bien, en el entendido de que en la telebasura las historias, normalmente, giran en torno a los aspectos más negativos del comportamiento humano: el desamor, la codicia, el egoísmo, la traición, la venganza, etc. O sea, en la telebasura se cuentan historias de «malos», no hay «chico (ni chica) bueno». Ahora bien, son historias reales y, además, contadas e interpretadas por los propios personajes, que también son reales; en eso, a mi entender, la telebasura gana a la novela (la ficción nunca supera a la realidad). Comparando la telebasura con las pelis de «malos», la telebasura queda aún mucho mejor, porque por muy buenos actores que sean Anthony Hopkins, Jack Nicholson, Jordi Mollà o el mismísimo Javier Bardem, por citar algunos que bordan los personajes «muy malos», siempre resultarán menos convincentes y, desde luego, menos cercanos que los personajes de la bronca telebasurera.

Por tanto, si disfrutamos leyendo o viendo las peripecias y desventuras de los «malos» de las novelas o del cine, por qué no vamos a disfrutar con la de los protas de la telebasura; a la postre, aquellos y estos son actores, si bien los de la telebasura interpretan la realidad de su propio personaje, y los de ficción... pues eso, son de mentira. Además, todo hay que decirlo, la telebasura tiene una gran ventaja: es gratis, y la ves desde tu sillón preferido y en zapatillas, que esto también cuenta. Dicho esto, me pregunto qué interés tienen los puristas antitelebasura en proclamar que no la ven, mientras que, posiblemente, no oculten o, incluso, alardeen de que leen o contemplan con placer las miserias y atrocidades de los «malos» de la ficción, que, además, suele ofrecer situaciones y detalles mucho más truculentos y escabrosos.

Digamos, pues, que ver la telebasura, con sus broncas y vulgaridades, a la postre no es más que la plácida contemplación de historias de malos, que es algo que siempre ha interesado al ser humano. A esto creo que se le llama morbo. Y si nos gusta el morbo... ¡¿por qué negarlo?!


27 ene 2010

PATRIOTAS DE PACOTILLA

Algo que he escuchado en la radio me ha hecho recordar que, no hace mucho, se publicó la noticia de que la Hacienda española reclamaba a Arantxa Sánchez Vicario la suma de 400 millones de pesetas; parece ser que el motivo de la reclamación tenía que ver con las dudas de que la residencia de la tenista, a efectos fiscales, estuviera o no en Andorra. Dicho sea de paso, sospechosamente la noticia no obtuvo excesivo relieve o eco mediático.

El caso me hizo pensar —como, supongo, a muchos de los que se enteraron— sobre la cuestión del patriotismo. Vaya por delante que este concepto no se halla entre los resortes que activan mis estímulos vitales; de patrias y patriotismos centralistas me saturé en épocas pretéritas, lo que supuso una vacuna ante más recientes o presentes influencias periféricas que, con otras banderas, pretenden que tales conceptos sean aceptados y asumidos por los ciudadanos. Yo paso, aunque creo que tengo derecho a opinar.

Supongo que el patriotismo es algo así como la mística de la pertenencia; el patriota se siente perteneciente y vinculado a ese ente que llama patria y sublima el vínculo: la patria por encima de todo (o de casi todo). El patriota ama su patria, se siente orgulloso de ella, venera sus símbolos (la bandera, el himno, etc.), si es necesario la defiende a capa y espada y, desde luego, no tolera que nadie la mancille. Pero patria no deja de ser un concepto abstracto, por lo que es posible, incluso si se es un gran patriota, que las personas tengan percepciones o sentimientos diferentes para concretar su significación o para precisar qué se encierra en tal concepto.

Dejando de lado los particularismos y tratando de encontrar una significación simple y amplia a la vez, se podría decir que la patria es el país o nación en el que uno ha nacido y al que, normalmente, pertenece legal y administrativamente. Insisto en que me olvido de las circunstancias especiales que podrían contradecir lo anterior; vamos a lo más común o habitual.

Pero, ante la precedente definición, qué es lo que al patriota le hace sentir el amor o veneración por la patria. ¿Serán cuestiones físicas, es decir, la geografía de su país (los ríos, los valles, los mares, las montañas, el clima, la vegetación, etc.)? ¿Serán sus habitantes, es decir, la forma de ser o el carácter de sus conciudadanos? ¿Será su historia y tradiciones, donde puede entrever sus raíces y los fundamentos de su personalidad? ¿Será la grandeza o la miseria propias del lugar que su país ocupa en el mundo? ¿O será todo esto y, probablemente, más cosas a la vez? Cada uno tendrá su propia respuesta y todas serán válidas; cada cual tiene derecho a establecer sus preferencias o criterios en esta cuestión.

En mi opinión, que, reitero, no es la de un patriota, la patria no es otra cosa que el conjunto de realidades sociales, económicas, culturales, institucionales y legales del estado al que, por nacimiento, pertenezco. O sea, para mí, patria y estado son términos sinónimos; por supuesto, prefiero emplear estado, por las connotaciones que tienen los términos patria y patriotismo, de lo que hablaré a continuación.

En cambio, parece que los patriotas diferencian muy bien los conceptos patria y estado. Asumiendo que toda generalización resulta injusta, he observado que en los que parecen más patriotas (o en los que presumen de ello) se produce un fenómeno curioso. Mientras que no pierden ocasión para ensalzar la patria y, así, dar muestras inequívocas de su patriotismo, no tienen ningún pudor en denostar al estado (sobre todo, si está gobernado por no afines a su propia ideología) y, desde luego, no sienten el menor escrúpulo cuando tratan de evitar el pago de los impuestos a los que las leyes del estado les obliga. Tampoco disimulan su desprecio por todos aquellos ciudadanos que no opinan como ellos, a los que, por supuesto, no consideran que pertenecen a «su patria». Es decir, tienen interiorizado que en el concepto estado entran todos, pero en el de patria sólo los que son como ellos. O sea, los patriotas han hecho una reducción del concepto amplio y abstracto de patria al mucho más reducido y concreto de «su patria» o, lo que es igual, al de la patria que a ellos les gusta o les gustaría.

Por eso consideran que «su patria», agradecida al patriota por el amor que éste le profesa, no le demandaría el pago de impuestos que el estado le exige: la patria se daría por satisfecha con sus muestras de patriotismo. Además, piensan que «mis impuestos pueden ir a beneficiar a los no patriotas, ¡lo que me faltaba!». Es como si los patriotas se consideraran con derecho a establecer su propio código en cuanto a obligaciones con el estado al que pertenecen y, por otro lado, con derecho a discriminar o a seleccionar qué ciudadanos tienen derecho a formar parte de «su patria». Los patriotas así son el paradigma del sectarismo y de la insolidaridad, por tanto, el patriotismo que fomenta tales actitudes no puede ser bueno. Sí lo sería si estimulara la solidaridad con todos los conciudadanos, el respeto a la forma de pensar de los demás, el respeto a todas las leyes del estado y, sobre todo, el pago de los impuestos que a cada cual le corresponde.

Después de leer esto, supongo que el lector se habrá percatado de que, en mi opinión, sólo se puede ser un verdadero patriota si se pagan religiosamente los impuestos. Estoy seguro de que habrá muchísimos que lo hagan así, pero que también es muy corriente que los que más alardean de su patriotismo son los más rácanos o los que más se escaquean a la hora de pagar los impuestos. Estos son otro tipo de patriotas: los patriotas de pacotilla.