5 abr 2018

LA MOTO

En alguna ocasión anterior ya he mencionado que soy motero; es decir, que en mis desplazamientos utilizo, casi exclusivamente, la moto. Así que ya es hora de que dedique un post a hablar de mi querida máquina y de las sensaciones que me proporciona.

Lo primero, un poco de historia. La primera moto la tuve en Bilbao a los 20 años. Era una Montesa 150 de carretera bastante usada; la vendí cuando fui a la mili. La tuve durante poco tiempo y no recuerdo graves contratiempos, salvo que me quedé sin gasolina (creo que tenía estropeado el marcador) en un paraje aislado.

Ya licenciado, me llamaron mucho la atención las motos de trial y pronto me compré una Montesa (Cota) de 250 c.c., a estrenar; era como las de competición. Con aquella moto disfruté y padecí. Disfruté, porque, con un grupo de trialeros, los sábados o domingos por la mañana salíamos por los montes de los alrededores de Bilbao. Yo era el más inexperto y me costaba seguir a los demás, pero a trancas y barrancas llegaba a los destinos. Me gustaba subir al Pagasarri (entonces se permitía) y darme garbeos por sus estribaciones; no era demasiado complicado aunque algún tramo me costaba, pero disfrutaba mucho por aquellas escarpadas rutas. Y padecí porque el trial tiene sus riesgos, sobre todo cuando no se es un experimentado piloto y, además, se es algo inconsciente y temerario (como era yo). Me di golpes de todo tipo y sufrí diversas «averías» en mi cuerpo, de las que recuerdo una fractura de rótula y otra de maleolo, y, lo que más dolía, los continuos golpes en mis tibias, por no haber hecho caso a los que me aconsejaron que con este tipo de motos y cuando se va por rutas complicadas es necesario llevar botas protectoras (cubriendo la pierna casi hasta la rodilla) para amortiguar los innumerables impactos de esa parte de las piernas con los estribos metálicos en los que se apoyan los pies. Hay que tener en cuenta que normalmente se va erguido sobre tales estribos, y las contingencias obligan, sobre todo a los inexpertos, a utilizar los pies, con frecuencia e improvisadamente, para evitar caídas o para mantener el equilibrio de la moto. Todavía tengo las marcas en mis espinillas de aquellos dolorosos golpes. 
Montesa de trial. Dibujo de mi hermana Itziar

Tras unos cinco o seis años, renové la máquina. Estrené un nuevo modelo de Montesa, también de 250 c.c.: la Cota 247. Para entonces ya me había comprado las botas protectoras. Por otro lado, algo había aprendido, así que participé en alguna competición de bajo nivel, aunque no puedo presumir de buenas calificaciones. Pero seguía disfrutando mucho; padeciendo, menos. Recuerdo una subida al Ganekogorta (creo que me costó) e, incluso, con un grupo de una docena de trialeros, subí al Gorbea (el monte más alto de Bizkaia). Ya no me caía tanto y mis espinillas sufrían menos. Por citar una «avería», recuerdo que saliendo por las empinadas escaleras de piedra del interior de un búnker (reliquia del famoso "cinturón de hierro" que tuvo su protagonismo en la guerra civil), situado en el monte del Vivero (cercano a Bilbao) me golpeé la cabeza y me hice una brecha de consideración (entonces no llevábamos casco). Esta moto fue la última que tuve mientras viví en Bilbao.

Cuando vine a Madrid tardé en comprarme moto. Tenía hijos pequeños; trabajaba en una zona cómoda (de tráfico) y siempre dispuse de aparcamiento donde trabajaba. Pero a raíz de que a final de los ochenta en el trabajo me hiciera cargo de una unidad operativa que ocupaba un edificio en el centro de Madrid (en la Plaza de Vázquez de Mella; sin parking) empecé a sufrir diariamente las dificultades del intenso tráfico del centro y, además, a ciertas horas me resultaba imposible aparcar en el parking público que tenía cerca (se saturaba enseguida). Así que no tuve más remedio que comprarme moto. ¡Qué gran decisión!
La XL200. Tiene más de 30 años. Una joyita

La compré en Bilbao, en la misma tienda de Honda donde había comprado los dos Montesas de trial de las que ya he hablado. En plan experimental, me hice con una moto barata: de segunda mano (5.000 Km., prácticamente nueva), una Honda 200 XL, que me servía para la ciudad y para darme garbeos por los montes de El Pardo (tenía, tiene, ruedas de tacos). Pero, pronto me di cuenta de que necesitaba una máquina más potente. Así que mandé la XL 200 a Bilbao (aún la uso por allí) y, más o menos en 1990, me compre mi primer «pepino»: Honda CBR 600 nueva. Curiosamente, me la robaron una noche. La había dejado aparcada junto al portal de la casa de un amigo; tras denunciar el robo, a las dos horas recibí el aviso de la policía de que la habían localizado y la recuperé. ¡Menos mal! Tras unos 7 años, la cambié por otra versión más moderna del mismo modelo, y, tras otros 6 años, en 2003 compré la que tengo actualmente: Honda CBR 600 AF (¡excelente máquina!), que es, por tanto, la tercera que he estrenado de este modelo.  Me deprime pensar que será la última.

Con mi actual CBR600 en una de mis escapaditas


Mientras tuve las CBR 600 compré una Honda 1100 Paneuropea a medias con Juan, un vecino y amigo muy motero que tenía una Honda 750. La compramos en 2002 y la mantuvimos unos cuantos años (no puedo precisar). Era una moto estupenda para viajar (tenía grandes maletas) por su gran estabilidad y potencia. Con mi mujer ya hice algún viaje largo; también alguno solo. Era un capricho, porque los dos propietarios, como he dicho, teníamos otras buenas motos. La vendimos porque a Juan le destinaron en su trabajo al extranjero y no era cosa de que yo me quedara soportando todo el gasto de la moto que teníamos a medias, y además no la usaba demasiado (para lo cotidiano, yo prefería el «pepino»).

Haciendo el recuento, he tenido 8 motos: desde la primera de 150 c.c. hasta la actual de 600 c.c., pasando por la Paneuropea 1100. No he hecho muchos viajes largos: a Bilbao he ido unas pocas veces; estuve en las carreras de Jerez y Valencia y hace un par de años, con un grupo de amigos moteros estuvimos unos días por Andalucía. En la actualidad, con este grupo, los sábados (si hace buen tiempo) nos damos una vuelta de unos 300 o 400 kilómetros. También, todos los veranos me hago una escapada a Segovia para contemplar el magnífico espectáculo del acueducto (de esto ya hablé aquí). Pero, la verdad, confieso que pilotar durante largas distancias no me entusiasma. Ahora no se puede correr y tener que circular a velocidades moderadas durante mucho tiempo casi me aburre. En cambio me divierte mucho circular por el centro de Madrid, que cada vez está más complicado para los coches; por eso se disfruta mucho en moto. Porque mi moto, CBR 600, aunque es una máquina deportiva de gran potencia, es muy ágil y cómoda (de hecho, compito frecuentemente por la Gran Vía y calle Princesa —y suelo ganarles— con los pizzeros motoristas). Con esta última ya he tenido alguna «avería»; la más gorda, una fractura de peroné, en cuya reparación parece que el cirujano me colocó un soporte metálico del que me acuerdo cada vez que entro o salgo de El Corte Inglés (pitan los detectores que hay en las puertas).

Aunque desde hace más de 50 años las vengo utilizando asiduamente, confieso que no entiendo nada de motos; me refiero a la mecánica y a conocer sus tripas. Realmente, no tengo ni idea. Nunca me ha interesado; para eso están los expertos mecánicos. Solo me he preocupado de llevarlas bien, de que no me echaran demasiadas multas y de que no me las robasen... y de correr. Correr me gusta. Circular rápido en moto es una sensación muy agradable. El hecho de que el acelerador se accione con la mano y que se perciba con nitidez las vibraciones y el sonido del motor agranda las sensaciones. Cuando se apuran las velocidades y se superan las 10.000 r.p.m., el estridente rugido del motor resulta casi orgásmico. Curvear inclinando la moto también me pone; pero tiene su riesgo. Como ya he tenido unas cuantas caídas y a veces hay factores que pueden influir para que ocurra eso, como es el estado de los neumáticos y, sobre todo, la situación del pavimento, procuro ser prudente y no hacer el tonto. Las caídas en moto, además de producir lesiones corporales, te cuestan una pasta por los destrozos y averías que pueden ocasionar en la máquina. Así que hay que andar con ojo. Aun así, creo que viene bien, de vez en cuando (de mucho en mucho), tener algún contratiempo de este tipo siempre que no produzca importantes lesiones ni averías, porque ayuda a tomar consciencia del peligro que se corre y a no confiarse mientras se conduce, que es lo que, desgraciadamente, a todos nos pasa. Se suele decir que hay dos tipos de moteros: los que se han caído y los que se caerán. Es lo malo de las motos: las caídas son, a la larga, inevitables, por eso decía que de vez en cuando (de mucho en mucho) conviene tener un susto para así recomponer y reactivar todos los mecanismos de alerta en la conducción. El peligro de accidente es proporcional al estado de confianza del conductor.

Pero a lo negativo del peligro de la moto, máxime, como es mi caso, si se utiliza principalmente en una ciudad con un tráfico tan intenso y complicado como es el de Madrid y se tiene el gusto por la velocidad del que ya he hablado, se superponen las sensaciones positivas que provienen del simple hecho de utilizar la moto. Poder calcular con precisión lo que se va a tardar en el desplazamiento previsto; poder superar con facilidad los numerosos atascos; poder aparcar con plena facilidad justo donde quieres, son algunos de los «poderes» impagables que, en Madrid, solo proporciona la moto.


Yo la utilizo casi todos los días; es decir, casi todos los días siento el placer de subirme en mi máquina. Porque, a mi «tierna» edad (en verano cumpliré 73), cuando las emociones y sensaciones fuertes están ya en el archivo de la memoria, la moto es de las pocas cosas que aún me hacen sentirme joven y «en forma». Suelo decir que la moto me da vidilla, y es la pura verdad. El simple hecho de subirme en la moto y accionar el botón de arranque me proporciona una muy agradable sensación. Puede que a otros moteros más jóvenes esto les parezca una simpleza rutinaria, pero a mí, a estas alturas de la vida, me resulta casi sublime.

Por eso y aunque uno sea consciente del peligro, me gustaría seguir siendo motero durante aún mucho tiempo. Pienso bastante en esto, y cada vez que lo hago termino mi reflexión cuando, inevitablemente, el subconsciente me dice: «Julito, no le des vueltas; te retirará un hostión. Procura que no te lleve al cementerio o te deje en una silla de ruedas, porque a tu edad…». Sí, sí, puede que tengas razón, le contesto… Pero no le hago ni puto caso.