Tras la
mili, en 1968, con 23 años, el cuerpo me pedía «guerra» o, como se dice ahora,
«martxa». Los 10 años siguientes, fueron años muy «martxosos». De eso hablaré
en esta cuarta entrega.
Dejando al
margen mi actividad en el banco, de lo que hablaré largo y tendido en las
siguientes entregas, a la vuelta de la mili cambiaron algunas cosas de mi vida
privada. Por un lado, con mis padres y mi hermana Itziar (Bego ya se había
casado) fuimos a vivir a la calle Pérez Galdós y, por otro, también amplié mi círculo de
amigos. No es que conociera a nuevas personas, no, simplemente que empecé a
relacionarme con gente a la que ya conocía de la escuela y del barrio de San
Francisco que eran 4 o 5 años mayores. Ya se sabe que cuatro años es una gran
diferencia a la edad de 10 o 12, pero no es tanta cuando se tiene 23 o
24 (y menos, aun, a medida que se van cumpliendo años).
Así que,
aunque Sergio y yo continuamos siendo «pareja estable», un tiempo después
de licenciarnos (no recuerdo cuánto), ambos nos incorporamos al grupo de estos
mayores, que, como he dicho, ya no lo eran tanto (en relación con nosotros).
Ellos habían tenido alguna baja en su cuadrilla debido a los noviazgos e,
incluso, a los matrimonios (andaban ya por los 27 o 28), así que tampoco les
vino mal recibir «savia nueva». Por otro lado, no recuerdo bien las razones por
las que nuestra cuadrilla de antes de la mili (la de los cantores), al término
de esta, perdió consistencia y se diluyó. Supongo que el rumbo profesional de
cada uno, las novias y otros factores influirían para que esto sucediera. La
verdad, he tratado de recordar qué pasó y no lo he conseguido. Fuera como
fuese, el hecho es que fuimos acogidos en lo que quedaba de la cuadrilla de «mayores»;
eso sí, en calidad de «agregados», si bien tal calificación no suponía
formalmente ninguna restricción de tipo «operativo».
En la nueva
cuadrilla destacaba por su liderazgo y por otras muchas cosas más Antonio
Urtiaga, con el que acabé formando tándem. Antonio era un tipo extraordinario;
no he conocido otro como él. Así que, como ya falleció hace unos 10-12 años
(relativamente joven, sobre los 60 años, no recuerdo con precisión),
quisiera que estas líneas sirvieran, además de como recuerdo a su enorme figura
—Antonio fue grande—, como homenaje y agradecimiento por ser como fue y por los
ratos buenos que nos hizo pasar a todos los que le tuvimos cerca.
Hasta que se
casó, Antonio vivió en la calle de San Francisco, por eso fue a la misma escuela
que yo, aunque no coincidimos por razón de la edad y, además, porque creo
que él no acabó en ella el periodo escolar al matricularse antes de los 14
años en la antigua Escuela de Artes y Oficios de Bilbao. Además de ser muy
inteligente, Antonio era extremadamente listo. Tenía algo así como un sexto
sentido para percatarse, en cualquier situación, de lo que los demás no
atisbábamos, cualidad que le proporcionaba mayor perspectiva ante cualquier
situación o circunstancia. También tenía mucho olfato para enjuiciar a las
personas, o sea, enseguida las catalogaba y acertaba casi siempre; no era fácil
engañarle. En su relación con los demás, era de trato muy agradable y, si no
estaba «mosqueado» (tenía su genio), resultaba simpatiquísimo. Pero en lo que
más destacaba era en sus frecuentes (realmente,
continuas) demostraciones de su agudo —y a la vez lacerante— sentido del
humor, para las que siempre estaba dispuesto. Por eso, siempre encontraba el
lado cómico o gracioso en cualquier circunstancia; sus ocurrencias y
comentarios jocosos, al ser, él, de muy rápidos reflejos, siempre resultaban
oportunos e hilarantes. Todo ello, unido a su franca y amplia sonrisa y a su
risa contagiosa, suponía un eficaz antídoto contra el aburrimiento cuando él
estaba presente. En esto, no he conocido otro igual. Por otro lado, aunque
Antonio no era un tipo guapo —más bien, físicamente, era un chico
corriente—, era muy resultón con las mujeres, a las que, podría
decirse, conquistaba divirtiéndolas, lo que le proporcionó merecida fama
de ligón.
Antonio
«sabía estar», que se decía mucho entonces; es decir, valía para cualquier
ambiente y en todos sabía y trataba de quedar bien. Pero, por las
circunstancias de la vida, en el ambiente que más se movió fue en el que en
aquellos tiempos había en el barrio de San Francisco, donde teníamos nuestro
cuartel general en el Bar Canal de la calle Dos de mayo, propiedad del ya
exboxeador Benito Canal, también de la cuadrilla de «mayores». Por hablar más
de Antonio y, de paso, contar algunas de mis vivencias de aquellos años, me
referiré, como comentario ilustrativo, a uno de los rasgos de la personalidad
de Antonio que tenía que ver con el ambiente de lo que, sin connotaciones
delictivas, podríamos denominar la «golfería».
Nuestro grupo de amigos de aquellos años posteriores a la mili lo formábamos gente corriente del barrio de San Francisco o de sus aledaños (aunque yo ya no vivía por allí, me seguía considerando de aquel barrio), que, con las diferencias de edad a que antes me he referido, nos conocíamos desde niños, y que trabajábamos con normalidad cada uno en lo suyo. O sea, gente normal. Pero compartíamos aquel espacio con «profesionales» de la marginalidad del sórdido mundo de la Palanka de Bilbao (que formaba parte del barrio de San Francisco), donde, como es sabido, «trabajaban» la mayoría de las prostitutas y proxenetas de Bilbao. Por eso, conocíamos a muchos de los «barbós» (así se denominaban los «chulos» en nuestro argot) de entonces. De estos, algunos, no pocos, se acercaban a nosotros, mostrando, lógicamente, un comportamiento amistoso y correcto, a lo que nosotros correspondíamos de forma similar. He dicho que «se acercaban» y así era, porque, para ellos, generalmente llegados de fuera del País Vasco, el hecho de relacionarse con nosotros (para ellos, los «legales» del barrio) les proporcionaba la sensación de estar integrados en la sociedad «normal» de Bilbao. Y aquí enlazo con lo que decía antes sobre nuestra relación con la «golfería». Cuando nos relacionábamos con los «barbós», a Antonio le gustaba demostrarles que, siendo él «legal», les superaba en golfería (insisto, no delictiva). Y trataba de demostrárselo siempre que podía. Sobre todo, aprovechaba el terreno neutral que representaban las cafeterías de ambiente nocturno, que, sin ser lugares de «mujeres de la vida», tenían las barras atendidas por chicas que, simplemente, además de servir las copas, entretenían a los noctámbulos de Bilbao. En ese ambiente, Antonio era el puto amo. Caía muy bien a las chicas de las barras y con más de una llegó a hacer más que risas; y eso, a los «barbós» que algunas veces lo acompañaban (nos acompañaban) les deslumbraba... y Antonio disfrutaba con ello. Que conste que esto que he contado se refiere a los tiempos en que aún no salía con la novia con la que luego se casó.
Como curiosidad, diré que Antonio era de los que, entre nosotros, más utilizaba el argot del hampa (por denominarlo de alguna forma) de Bilbao. Precisamente, uno de los verbos que usábamos mucho era «molar», ahora muy corriente entre la gente joven, si bien nosotros lo utilizábamos como defectivo solo en tercera persona y en presente (p.e.: «mola mucho», «no mola»); ahora se conjuga algo más y como transitivo (p.e: «la peli me moló»). El argot que utilizábamos tomaba sus términos del «romaní» o «caló», y nos servía, a veces, para hablar entre nosotros sin que se «quedasen los julas» (sin que se enterasen los ajenos a la cuadrilla). Cosas de aquel barrio.
Nuestro grupo de amigos de aquellos años posteriores a la mili lo formábamos gente corriente del barrio de San Francisco o de sus aledaños (aunque yo ya no vivía por allí, me seguía considerando de aquel barrio), que, con las diferencias de edad a que antes me he referido, nos conocíamos desde niños, y que trabajábamos con normalidad cada uno en lo suyo. O sea, gente normal. Pero compartíamos aquel espacio con «profesionales» de la marginalidad del sórdido mundo de la Palanka de Bilbao (que formaba parte del barrio de San Francisco), donde, como es sabido, «trabajaban» la mayoría de las prostitutas y proxenetas de Bilbao. Por eso, conocíamos a muchos de los «barbós» (así se denominaban los «chulos» en nuestro argot) de entonces. De estos, algunos, no pocos, se acercaban a nosotros, mostrando, lógicamente, un comportamiento amistoso y correcto, a lo que nosotros correspondíamos de forma similar. He dicho que «se acercaban» y así era, porque, para ellos, generalmente llegados de fuera del País Vasco, el hecho de relacionarse con nosotros (para ellos, los «legales» del barrio) les proporcionaba la sensación de estar integrados en la sociedad «normal» de Bilbao. Y aquí enlazo con lo que decía antes sobre nuestra relación con la «golfería». Cuando nos relacionábamos con los «barbós», a Antonio le gustaba demostrarles que, siendo él «legal», les superaba en golfería (insisto, no delictiva). Y trataba de demostrárselo siempre que podía. Sobre todo, aprovechaba el terreno neutral que representaban las cafeterías de ambiente nocturno, que, sin ser lugares de «mujeres de la vida», tenían las barras atendidas por chicas que, simplemente, además de servir las copas, entretenían a los noctámbulos de Bilbao. En ese ambiente, Antonio era el puto amo. Caía muy bien a las chicas de las barras y con más de una llegó a hacer más que risas; y eso, a los «barbós» que algunas veces lo acompañaban (nos acompañaban) les deslumbraba... y Antonio disfrutaba con ello. Que conste que esto que he contado se refiere a los tiempos en que aún no salía con la novia con la que luego se casó.
Como curiosidad, diré que Antonio era de los que, entre nosotros, más utilizaba el argot del hampa (por denominarlo de alguna forma) de Bilbao. Precisamente, uno de los verbos que usábamos mucho era «molar», ahora muy corriente entre la gente joven, si bien nosotros lo utilizábamos como defectivo solo en tercera persona y en presente (p.e.: «mola mucho», «no mola»); ahora se conjuga algo más y como transitivo (p.e: «la peli me moló»). El argot que utilizábamos tomaba sus términos del «romaní» o «caló», y nos servía, a veces, para hablar entre nosotros sin que se «quedasen los julas» (sin que se enterasen los ajenos a la cuadrilla). Cosas de aquel barrio.
Es verdad
que la noche le atraía mucho a Antonio; yo diría que en la década de los
setenta sería de los que más trasnochaba de Bilbao. Tenía un trabajo que se lo
permitía. Por eso, a los que entrábamos a trabajar a las ocho de la mañana nos
resultaba difícil seguirle el ritmo, aun así lo intentábamos, porque las noches
de cubatas con Antonio eran muy divertidas. Pero no solo eran las noches, por
las tardes con frecuencia salíamos por las zonas de ambiente (normal, de gente
joven) del centro de Bilbao. Preferentemente, nos movíamos por la zona de Pozas
(calle de Licenciado de Poza y aledaños) y por la de la zona de la Plaza de
Arrikibar (La Boheme, fue nuestro punto de encuentro). Como ya he adelantado, a
medida de que el resto de los miembros de la cuadrilla, por
diversas razones (noviazgos, matrimonios, traslados, etc.), fue «desertando» acabamos formando tándem; con él pasé unos años estupendos. Eso sí, el sueldo
se nos iba en los bares y en las cenas, pero no nos privábamos de casi nada.
Fue una época en la que mi vida extralaboral fue algo desordenada, si
bien yo cumplía en mi trabajo como el que más; pero arrastraba mucho sueño, por
eso las siestas eran diarias y de pijama... no había más remedio.
Al hilo de estos recuerdos, toca digresión. Por lo que
ya conté en la primera entrega sobre la naturalidad con que, de niños, veíamos
a las «mujeres de la vida» desfilar, por la calle en que jugábamos, camino de
sus quehaceres profesionales, así como por mi relación, después, con
«barbós» y personas del hampa de Bilbao (de estas últimas no he hablado ni voy
a hablar para no añadir truculencia a estos recuerdos), podría decirse que
tuve, durante mucho tiempo, una cercana relación con el mundo sórdido de la
marginalidad y delincuencia bilbaína, en el que, además, estaba muy presente la
droga en sus diferentes modalidades. Como contrapunto, por un lado, yo estaba
empleado en una empresa, el banco, de las más serias y en lo moral más
conservadoras de la época, y, por otro, fui un afanoso estudiante siempre que
tuve oportunidad, a la vez que practicaba todo el deporte que podía. Es decir,
en los tiempos de los que hablo, tenía la sensación de que mi vida transcurría
entre dos mundos muy diferentes (realmente, opuestos), que, por simplificar,
representaban lo «reprobable» y lo «correcto», respectivamente. Por
eso, sentía como si cada uno de mis pies se apoyara en una base o soporte de
consistencia muy diferente al del otro. Lógicamente, aquella situación me
producía cierta inestabilidad, por lo que me tenía que esforzar en mantener el
equilibrio. Y creo que lo mantuve dignamente. En el trabajo y en los estudios
(lo «correcto»), creo que siempre hice lo que debía y así lo ha demostrado mi
trayectoria profesional; en el ámbito privado (lo «reprobable») siempre tuve
claro cuáles eran los límites y nunca los traspasé (otros de los que estuvieron
cerca, desafortunadamente, sí). Confieso que todo esto me resultaba paradójico
y, en cierto modo, me divertía.
Dejando lo
de la vida desordenada, diré que, tras comprarme una moto de trial, Antonio me
emuló y se compró una similar, Bultaco 2.5. Nos dimos algunos buenos garbeos
por el monte, aunque él tenía menos afición que yo. En una ocasión que dimos
una vuelta por las estribaciones del Pagasarri se dio un trompazo que, sin ser
nada grave, parece que le asustó porque enseguida vendió la moto. Luego se
compró una Sanglas 400 de carretera, que no recuerdo qué fue de ella.
Curiosamente, cuando murió tenía comprada (o apalabrada) una scooter nueva que
no llegó a retirar.
A medida que
escribo me vienen los recuerdos. Con Antonio frecuenté el «Holiday»,
discoteca muy de moda en aquellos tiempos, donde, entre otros
cantantes, vimos a Juan Pardo y a Los Mitos, grupo que entonces pegaba
fuerte. También solíamos ir a una pequeña discoteca de Deusto llamada «La
jaula» a la que acudíamos con atuendo a tono con el singular ambiente que allí
había, que podría ser similar, creo, a lo que ahora se denomina lo
«grunge»; allí vimos a «Los Canarios», con Pedro Ruy Blas (que sustituía a Tedy
Bautista). Posteriormente, con Pedro pasamos un agradable día de playa en
Plentzia, porque era amigo de una de nuestras amigas que había salido con uno
de los componentes de la banda. Años después le vi en Madrid en la adaptación
musical de Los miserables.
Podría contar muchas cosas sobre Antonio, sobre todo
de las que compartimos, pero creo que no hace falta. Con lo que he dicho creo
que ha quedado claro que lo aprecié mucho y que, sobre todo, lo admiré. Sirvan
estas líneas como pequeño testimonio de su paso por este mundo y
especialmente por nuestras vidas; desde luego, fue de los que dejan huella. Su
muerte fue una tragedia; no solo para su mujer y sus dos hijas, también para
todos los que le conocimos y gozamos de su amistad. Lo sentí muchísimo y luego
le he echado mucho de menos. Cuando estoy en Bilbao con los amigos de entonces,
con mucha frecuencia surge su nombre en nuestras conversaciones; todos nos
acordamos —y nos acordaremos mientras vivamos— de él. Como ya he dicho, fue un
tipo, sencillamente, extraordinario.
En Sopelana. De pie, de izquierda a derecha, Adolfo, Iñaki Hepe, Jesús
(el pirata), Basilio y menda. Agachados Antonio Urtiaga y Sergio.
Como en la foto anterior no salieron algunos que también estaban aquel día en Sopelana, pongo la siguiente:
Esta incluye también a Boni y Ángel Agüero (de pie, segundo y tercero por la izquierda) y a Pichuco (agachado, primero por la izquierda)
De los
tiempos de que he hablado hay otros amigos que faltan. Recuerdo con mucho
cariño a Jesús Rabanal, el pirata, que se fue de croupier al Casino de Marbella
(ciudad en la que murió) y a Bonifacio Sanz, Boni. Con ambos me lo pasé muy
bien, tanto en las noches locas de cubatas, como cuando estábamos juntos por
cualquier motivo. También murieron muy jóvenes Adolfo Santamaría, Pichuco
(murió en Mallorca) y los hermanos Txetxu y Luismi San Román (con este último
tuve más relación por razón de edad). La última baja ha sido Pablito
Lasfuentes.
Refiriéndome
a los que estuvieron muy cerca en aquella época y aún están por ahí, tengo que
tener un recuerdo para Tomás Laiseca (dicho con todo el cariño, una «víctima»
de la extraordinaria y contagiante personalidad de Antonio), al que no he visto
hace mucho tiempo, con el que también me reí mucho (aunque, en casi
todo, era justo lo opuesto a Antonio) y del que también se podrían decir
muchísimas cosas (la mayoría relacionadas con situaciones chuscas); Iñaki Hepe,
actualmente viviendo con Araceli, su mujer, en un lugar muy bonito cerca de Mar
del Plata, en Argentina, al que visité hace unos años; Basilio, al que veo de
vez en cuando; Ramontxu San Román, con el que suelo echar la partida y me tomo
unos potes cuando voy a Bilbao; Pepe «Lemoco», al que animé a ingresar en el
banco (y lo consiguió); Roberto Mazorriaga, al que veo alguna vez
cuando voy a Bilbao; Peter, que aunque es mayor que yo, por lo que no tuve
mucha relación de joven, sí la he tenido en los últimos años; Santi, «el
aldeano», experto «burlanga» (jugador de naipes), al que no he visto hace mucho
(no está muy bien)..., y no sé si me dejo alguno (si es así, que me perdone). Y, cómo no, un recuerdo especial para los dos famosos boxeadores de la cuadrilla:
Benito Canal, campeón de España de los pesos pesados, que ahora vive en su
pueblo de Ourense (¡las partidas al chinchón que habremos jugado en su bar!);
también, con cariño, tengo que mencionar a José María Madrazo, tres veces
campeón de España en los pesos superwélter y medio, con el que suelo estar cada
vez que voy a Bilbao, si bien últimamente le he visto algo malito. Aún conservo
en mi retina su imagen victoriosa en el último combate que él hizo en Las
Ventas, de Madrid, que tuve la suerte de presenciar; el que tuvo con Luis
Folledo en Bilbao (con el título de los medios en juego), que también
presencié, mejor olvidarlo.
En cuanto a
los recuerdos de mis relaciones con chicas en aquella época (década de los
setenta) y sin entrar en detalles, debo decir que tuve unas cuantas, unas más
intensas que otras; la mayoría con chicas que, en diversas situaciones, conocí
en Bilbao. Pero hubo otras relaciones, algo más exóticas, que se fraguaron en
mis frecuentes viajes a otras lugares de España. Entre estas, como ellas están
más lejos, no me importa citar a una exuberante inglesa que conocí en unas
vacaciones en Sant Feliu de Gíxols, que después vino a Bilbao y me causó
algún serio trastorno. Otra fue con una mexicana que luego me invitó (y
,naturalmente, acepté) a pasar unas vacaciones en su país. También conocí
en Las Palmas de G.C. una guapísima y escultural chica que, semanas después,
sin previo aviso se me presentó una mañana en el banco, en Bilbao; me dio algún
quebradero de cabeza. Realmente, en este capítulo, fueron años en los que
estuve bastante ocupado. Dejando al margen mi relación con la que en 1980 me
casé, Nati, en todas las demás relaciones, por una o por otra razón, creo que
no me comporté bien, por eso no me siento nada satisfecho; al contrario, creo
que en lo sentimental fui un poco desastre. En cierta ocasión, una de las
bilbaínas con la que mantuve una relación en los setenta me dijo con cierto
pesar «Unos nacen para querer; otros (refiriéndose a mí) para ser queridos»; no
sé si tenía razón, pero me dejó preocupado. En realidad, creo que tenía un
comportamiento muy «primario»; como me lo recordaba con bastante frecuencia
otra de las chicas con las que salí, que era muy inteligente, por lo que
supongo que tendría razón.
Tras la mili
me compre un Seat-600 nuevo (unas 55.000 pesetas); años más tarde lo cambié por
un Seat-124 amarillo, también nuevo (tras la experiencia del 4-4 me había
prometido no volver a tener un coche de segunda mano), con el que me moví
bastante por España en mis viajes profesionales. Con este coche me fui en
unas vacaciones hasta Londres, vía París, acompañado por la mexicana que
había conocido en Madrid. No se me dio mal conducir por la izquierda.
En lo
deportivo, en aquellos años practiqué el fútbol sala (futbito, decíamos) en un
equipo que formamos en el banco al que le puse nombre: el «Lentid de Abando»,
en el que Kike Gutiérrez era el «capo». Jugábamos en el polideportivo de la
Casilla, en el de Artxanda y en algunas otras instalaciones similares.
También en Artxanda, por aquellos años, empecé a jugar al tenis, sobre todo con
Gabi Terroba, con el que años más tarde, en Madrid, continué jugando (siempre
me ganaba). También tengo que decir algo sobre mis actividades como «trialero».
Ya he dicho que tuve dos motos de trial, ambas Montesa-Cota 247. Lo del trial
tiene, tenía, sus riesgos, sobre todo si se es algo inconsciente, como lo fui
yo, que traté de aprender, como siempre he hecho, utilizando el método
autodidacta. ¡Los golpes que me di! Me caí de todas las posturas. Aparte de
hacerme un sinfín de heridas en mis espinillas, por no hacer caso a los que me
habían aconsejado que, con la moto, había que comprarse, sin dudarlo, unas
botas protectoras (que cubrían casi hasta las rodillas), me fracturé el maléolo
y la rótula en sendas caídas, y, saliendo por unas empinadas escaleras del
interior de un antiguo búnker de la guerra (del famoso
«Cinturón de hierro» de Bilbao) que aún está en el monte del Vivero, me
abrí la cabeza (entonces no usábamos casco) al golpearla contra el arco
superior (de hormigón del duro) de la estrecha salida; tras el golpe, como
pude, sangrando no poco, llegué conduciendo la moto hasta una Casa de Socorro
en Bilbao, donde todo quedó en unos cuantos puntos de sutura. Pero,
aparte de los innumerables golpes que me di, con aquellas motos disfruté mucho;
especialmente porque entonces no estaba prohibido, como lo está
ahora, subir con ellas al Pagasarri e, incluso, al Ganeko (con el
comprensible cabreo de los montañeros). Tengo un recuerdo especial de una
subida que hicimos un numeroso grupo de trialeros al Gorbea (siento no haber
encontrado la foto de todos debajo de la cruz; la hubiera puesto aquí). Me
costó, pero llegué; la bajada, deslizando la moto por las húmedas laderas (las
más altas), fue espectacular.
Aparte de
estas cosas, diré que en la época de la que hablo me compré mi primer piso en
Bilbao. Una coquetón apartamento (me lo decoró mi hermana Itziar, que se
dedicaba a esas cosas), con una parte abuhardillada, en un edificio nuevo (el
único del Casco Viejo) de la calle Somera, de Bilbao. Me independicé, aunque
casi todos los días iba a comer a casa de mis padres llevando la bolsa de la
ropa sucia. Ahora que lo pienso, ¡qué morro tenía!
Realmente,
fue una época en la que, por decirlo de alguna forma, no me dediqué demasiado a
cultivar el espíritu, si bien, me tomé algunas licencias. Recuerdo que leí con
muchísimo interés los seis tomos de la historia de «The Thibaults», de Roger
Martin du Gard, que trataba sobre una familia de la burguesía parisina en los
tiempos en que se gestó y desarrolló la primera guerra mundial. Los
protagonistas eran dos hermanos: el mayor, pragmático y realista, el pequeño,
un combativo y comprometido idealista. Yo me identifique, y mucho, con el
mayor. Recomendaría la lectura de esta obra. También recuerdo que a primeros de los setenta leí «Siddhartha», del Nobel Hermann Hesse; me entusiasmó. No sería capaz de explicar ahora el porqué, pero recuerdo que durante algún tiempo la invocación del título, ¡Siddhartha!, me servía de bálsamo mental relajante para superar con cierta tranquilidad algunas situaciones complicadas o tensas en mis inicios profesionales como organizador.
En cuanto a mis gustos musicales y aunque no sé si ya estábamos en los ochenta, me gustó mucho el disco «En Tránsito», de Joan Manuel Serrat («Esos locos bajitos», «No hago otra cosa que pensar en ti», «Uno de mi calle me ha dicho...», etc.). Pero lo que, sin duda, más me gustó, fueron las canciones del argentino Facundo Cabral; en el coche, su casete era lo que más escuchaba (aún lo sigo haciendo). Años después vi en la tele una entrevista que le hizo, creo, El loco de la colina en la que me decepcionó; estuvo en plan místico hablando de la Virgen y de no sé cuántas cosas raras más. Me dio la impresión que se había pasado de vueltas; años después murió asesinado. De entre las coplas que cantaba, me gustaba mucho, no sé por qué, la siguiente:
En cuanto a mis gustos musicales y aunque no sé si ya estábamos en los ochenta, me gustó mucho el disco «En Tránsito», de Joan Manuel Serrat («Esos locos bajitos», «No hago otra cosa que pensar en ti», «Uno de mi calle me ha dicho...», etc.). Pero lo que, sin duda, más me gustó, fueron las canciones del argentino Facundo Cabral; en el coche, su casete era lo que más escuchaba (aún lo sigo haciendo). Años después vi en la tele una entrevista que le hizo, creo, El loco de la colina en la que me decepcionó; estuvo en plan místico hablando de la Virgen y de no sé cuántas cosas raras más. Me dio la impresión que se había pasado de vueltas; años después murió asesinado. De entre las coplas que cantaba, me gustaba mucho, no sé por qué, la siguiente:
«Yo no he trabajado nunca
Pues me gusta vivir bien,
Y es que aquellos que trabajan
Es porque no tienen nada que hacer»
Antes de
acabar esta entrega tengo que decir que, aunque habrá queda claro que fue una
época movidilla, tampoco en estos años perdí mi interés por el estudio. A
primeros de los setenta me matriculé en unos cursos que se impartían en la
Facultad de Económicas, de Sarriko. Ya dije en la anterior entrega (la de la
mili) que no recordaba bien si esta matrícula tuvo que ver con la que hice en
la Escuela Social de Zaragoza. Sigo sin tenerlo claro; es igual. El caso es
que, avanzado el curso, lo dejé; no recuerdo bien las razones (aunque me lo
figuro). De los profesores de aquellos cursos recuerdo a José Antonio
Zarzalejos, que daba Derecho Político o algo así, que resultaba muy ameno. Creo
que entonces era Fiscal General de Vizcaya y unos años después fue gobernador
civil de la provincia. Como era muy simpático y debía de carecer de coche,
alguna vez, a la salida de clase, le llevé hasta el centro de Bilbao en mi
Seat-600.
También
recuerdo que opté al acceso a la universidad «para mayores de 25 años», cuya
regulación estaba muy reciente. En la prueba-entrevista que me hicieron no
me consideré bien tratado; percibí que era una especie de paripé que
hicieron porque no tenían otro remedio (por cumplir el mandato
legal), pero que, al menos al que me entrevistó a mí, lo de «meter
carrozas» en la universidad no era, en modo alguno, de su gusto. La
entrevista me resultó muy incómoda por la aspereza con que se mostró el
entrevistador. El caso es que no me llamaron; me jodió, pero visto ahora con
perspectiva creo que ellos perdieron más.
En la década
de los setenta, en lo político-social, ocurrieron cosas importantes en España.
Murió Franco (me pilló en Barcelona), se aprobó la Constitución y, en Euskadi,
el Estatuto; es decir, llegó la democracia. Por lo que ya he dicho o dejado
entrever, mis tendencias y preferencias políticas han estado cercanas a la izquierda
(el verbo ‘ser’ casi solo lo uso para hablar de Bilbao y del Athletic), pero
tengo que admitir que nunca he sido un activo luchador en lo político-social,
si bien, recuerdo que participé en alguna de las manifestaciones o
concentraciones del 1 de mayo en el Arenal bilbaíno (cuando Franco vivía y los
«grises» arreaban de lo lindo). Realmente, aunque siempre me ha interesado
mucho la política, yo, a la hora de actuar, pasaba. Es más, ni voté en las
generales del 76, ni para la Constitución, ni para el Estatuto; creo que la
primera vez que voté estábamos en las postrimerías del siglo XX. Años después
me pregunte el porqué de aquella actitud. Nunca me quedó claro si fue por una
cuestión de absurda soberbia (por resistirme a aceptar que mi voto valiese como
cualquier otro), o, simplemente, por un instintivo rechazo al sistema. Fuera
como fuese, es un tema ya superado, como creo que quedó claro en mi post DEMOCRACIA DIRECTA de este blog. Sobre lo
que pasaba entonces, recuerdo una conversación con Antonio (aunque, en
política, coincidíamos bastante, teníamos nuestras discrepancias) en la que,
hablando de la transición que estábamos viviendo, le dije que vaticinaba
que Suárez pasaría a la historia como «San Adolfo», porque me pareció que
lo que hizo tuvo mucho mérito teniendo en cuenta las dificultades que tuvo que
vencer en su decisiva contribución a que se instaurase la democracia en España.
Antonio no estaba muy de acuerdo con mi opinión; yo, ahora, sigo pensando, más
o menos, lo mismo.
En relación
con lo anterior, debo decir algo sobre un viaje turístico que, junto a mi
hermana Itziar y una amiga suya, hice, a mediados los setenta (no recuerdo con
precisión), a Bulgaria y Grecia. De Grecia tengo el recuerdo de visitar en
Atenas la Acrópolis, el mercado Plaka y los barrios típicos de la ciudad,
además de un garbeo en barco por el Egeo y de visitar algunas ruinas cerca del
monte Olimpo; todo me gustó mucho. En cambio, mi visita a Bulgaria, que me
interesó por permitirme conocer, aunque fuera muy superficialmente, un país de
más allá del Telón de Acero, o sea, en la órbita de la URSS, me resultó
decepcionante... y me jodió. Aparte de la pobreza que percibí en la capital,
Sofía, recorrimos por carretera los 300 Km. que la separan de Tesalónica (norte
de Grecia); en este viaje, a través de zonas agrarias de Bulgaria, el panorama
de los campos que contemplamos fue lamentable; por dar un dato, no avistamos ni
un tractor ni ninguna máquina agrícola, lo que me chocó al comparar tal
ausencia con los nada infrecuentes parones, por "culpa" de alguna de
estas lentas máquinas, que soportaba por aquellos tiempos en mis frecuentes
viajes por la antigua Nacional-I a Madrid, cuando atravesaba las tierras de
Castilla. Y eso que en aquella época España no es que estuviera en la cabeza de
los países desarrolladas de Europa, ni mucho menos. Pero, por lo que vi,
Bulgaria estaba mucho peor. Se me vino abajo el mito del paraíso comunista del
que algo habíamos oído y que, en cierto modo, habíamos asumido como ideal
sociopolítico. Esta decepción la volví a sentir años después, en 1994, en un
viaje de vacaciones que, con mi mujer y mis dos hijos, hice a Cuba;
repartimos nuestro tiempo entre La Habana y Varadero, y lo que percibí y
vi, especialmente en La Habana, no me gustó nada, nada, nada... y eso
que conté con el eficaz apoyo logístico de la oficina de representación del BBV en la
capital.
Resumiendo esta «década alegre», diré que, aunque tuvo
algunas sombras, en mis recuerdos aparecen muchas más luces, muchas de ellas
provenientes de la luminosidad de la personalidad de Antonio Urtiaga. De
verdad, creo que, en general, me lo pasé muy bien.
Todo lo que he contado se solapó en el tiempo
con la interesante nueva etapa de mi trayectoria profesional en el banco de lo
que hablaré en las siguientes entregas.
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