Soy de los que creen que se puede
decir —aunque sin sacar mucho pecho— que en España rige el estado de derecho.
Por otro lado, estoy de acuerdo con el axioma de que en el estado de derecho el
imperio de la ley debe estar por encima de todo. Por tanto, entiendo que los
poderes del estado deben prestar la máxima atención a las leyes: el poder
ejecutivo, vigilando que se cumplen; el legislativo, actualizándolas y
adecuándolas a la cambiante realidad social, y el judicial, administrando
justicia basándose exclusivamente en las fuentes de derecho, entre las que la
principal es la ley.
No sé si el
Tribunal Constitucional (TC), como órgano independiente del estado, está dentro del poder judicial; es igual. Lo importante es que, a la
vista de lo que últimamente estamos sabiendo sobre él, creo que flaco favor
hace al concepto «estado de derecho» y más ampliamente a la democracia. Desde
luego, ha hecho mucho más daño que los graves casos de corrupción política que han
ocurrido. Lo del TC es muchísimo peor, porque este órgano es el corazón del
sistema; el TC debería ser la representación orgánica de la garantía de que se
legisla adecuadamente, es decir, la garantía de que a los ciudadanos se nos
imponen normas —leyes— correctas.
Pero parece que no es el caso. Por sus últimas actuaciones
se podría decir que lo del TC es de puta pena. Hay que decirlo así, alto y
claro: ¡de puta pena! No es para menos. ¡Qué pandilla!
Acaban de fallar sobre uno de los
recursos de inconstitucionalidad que se había presentado ¡¡¡hace más de cuatro
años!!! contra el nuevo Estatuto de Cataluña. ¿¡Qué habrán hecho durante esos
cuatro años los miembros de este desprestigiado y denostado (con toda la razón
del mundo) tribunal!? Trabajar, no sé, pero seguro que han cobrado su nómina
(que no será moco de pavo).
¡Qué desvergüenza! ¡La que han
liado! Después de cuatro años de vigencia, ¿a ver quién es el guapo que echa
marcha atrás en las medidas legales y administrativas que hayan podido tomarse
al amparo de las normas que ahora dicen estos incompetentes que no son
constitucionales? Sí, sí, incompetentes, cuando no otras cosas peores si es que
la demora ha sido motivada por presiones políticas; entonces habría que hablar
posiblemente de delitos, porque si un magistrado cede a presiones de terceros y
por eso condiciona su veredicto (y un retraso excesivo encaja en esto)
podríamos hablar de prevaricación. ¿¡Cómo se puede tolerar que el tribunal más
alto de España tenga entre sus manos durante cuatro años un asunto de la
relevancia política del Estatut ¡? Ya digo, ¡qué desvergüenza! No hay
justificación que valga para este desaguisado.
¿¡Tan difícil habrá sido eso del Estatut!?
Puede que para mí y para los ciudadanos corrientes que nos dedicamos a otras
cosas lo pudiera ser, pero ¿¡para los, supuestamente, más expertos juristas (¿)
del país también!? ¡Que no jodan...! Reitero: ¡son de puta pena! Perdón por
los tacos; pero es que lo que ha pasado es para estar cabreado. Yo, como se
habrá percatado el avezado lector, lo estoy... ¡y mucho! Y no por el contenido
del fallo, la verdad no me preocupa lo más mínimo, pero sí por el hecho de
haber tardado ¡cuatro años! en pronunciarse. En cambio, no veo que a los
opinólogos de la Villa y Corte les haya preocupado demasiado la razón de mi
cabreo; he escuchado algunas tibias críticas pero sin excesiva acritud.
Seguramente es que habrá otras causas en las que podrán dar rienda suelta a su
acidez. Como mucho se han enfrascado en discusiones sobre si el fallo está o no
bien, y sobre los posibles efectos de su aplicación. Pero lo de la tardanza
parece que no les ha molestado excesivamente. También éstos son, como decía mi
madre, «de lo que no hay».
Volviendo al TC, ahora puede liar
otra. Acaba de entrar en vigor la nueva «Ley de Interrupción del Embarazo» o
como se denomine (algunos dicen «Ley del aborto»), que, parece ser, fue
recurrida ante el TC. Ya hay algunas comunidades autónomas que, amparándose en
que tal recurso no ha sido aún resuelto, están poniendo trabas a la aplicación
de la nueva ley. Y, claro, los que la promulgaron están cabreados, y hablan
poco menos que de «rebelión» de los que quieren retrasar la aplicación. Es
decir, ya tenemos otro follón político a la vista, por el que unos y otros
están a la greña y, por tanto, todo el santo día lanzándose acusaciones y
dardos dialécticos; y así también los de las tertulias de los medios, que, como
es habitual, se posicionan incondicionalmente a favor de «sus colores». O sea,
¡ya tenemos nueva bronca!, a la vez que los del TC tienen el recurso en el
cajón mientras preparan sus vacaciones estivales, que, supongo, ansiarán para
relajarse de la «tensión sufrida» durante los cuatro años que tuvieron en el
mismo cajón lo del Estatut. ¡Pobrecitos!
Posiblemente alguno de los
envarados miembros del TC digan que todo esto nos pasa porque Felipe
González tuvo la ocurrencia de cargarse el «recurso previo de
inconstitucionalidad» que estuvo vigente en los primeros años de nuestra era
democrática. «Ahora, joderos», pensarán estos circunspectos. ¡Y bien que nos
jodemos!, porque, por culpa de los del TC, además del efecto político de su
demora, los ciudadanos tenemos que aguantar estúpidas y antipáticas broncas
políticas que, a la postre, causan la indeseable (aunque algunos políticos
parece que sí la desean) desafección de la ciudadanía por las cosas de la
política o, más bien, de los políticos. Pero a ellos parece que la cosa no les
causa mayor tribulación. Hoy he visto en la tele (por esos me he animado a
escribir estos exabruptos) cómo la portavoz del TC —me caía bien la señora— con
toda tranquilidad comentaba lo de la Ley de interrupción del embrazo diciendo, simplemente, que «hay que considerar que
como la ley ha entrado en vigor hay que ponerla en práctica», y se ha quedado
más ancha que larga.
Pues a pesar de lo que piense o
diga la mencionada señora y sus colegas, más allá de sus justificaciones o excusas, para mí está claro que los retrasos en las actuaciones y sentencias del TC no son otra cosa que la evidencia de la incompetencia y negligencia de sus miembros. Los ciudadanos no lo
deberíamos permitir. Y ya que el daño que han causado es irreversible, como poco
deberíamos exigirles que devuelvan a las arcas del estado la retribución
recibida en los cuatro últimos años, así como los gastos que hayan podido pagar
(comidas, viajes, etc.) con su «visa» oficial. Y, desde luego, que dimitan ya. Estos
incompetentes no deberían estar ni un día más en los sillones del TC. Todos y
todas ¡a la puta calle!