Listo: Oye, Julio, tú
que presumes de ser un tío con sentido común —lo que, sin que pretenda molestar, me parece
algo petulante—, a ver si resuelves mis dudas. Últimamente, si caminas por
cualquier parte de la ciudad sufres una especie de acoso por las personas que
piden limosna. Dan pena, pero si tuviésemos que dar algo de dinero a todos los
que lo piden habría que destinar una pasta gansa para este fin, y, como
comprenderás, a uno tampoco le sobra el dinero. Pero cuando paso de largo y no
doy nada me queda la desagradable sensación de no haber hecho lo que debía,
es decir, me siento culpable por no haber dado, al menos, unos
céntimos. O sea, tengo un dilema; ¿qué opinas tú?
Julio: De entrada, te diré que me parece un exceso
calificar de acoso la actitud de estas personas; no es para tanto. Pero te
confieso que a mí, como, supongo, a muchísimas personas, también me pasa lo que
a ti. Sorprendentemente, coincido contigo; espero que no sirva de precedente.
L: Pero, ¿tú eres de
los que da o de los que ni mira a los que piden?
J: No está bien hablar en público de estas cosas; ya
sabes aquello de que «de lo que des con la mano derecha que no se entere la
izquierda». Pero, bueno, como es algo tan corriente y de estos tiempos, tampoco
está mal que hablemos aquí de ello. Así que te diré que unas veces me rasco el
bolsillo y doy unos céntimos y otras no, o sea, otras veces paso de largo y,
como tú dices, ni les miro.
L: Y cuando haces
esto último, ¿sientes remordimientos? Anda, confiesa.
J: Pues sí, y me jode. Por eso opto por lo más cómodo: a
veces intento evitar a los que piden cambiando de acera o utilizando zonas
«libres». O sea, me autoengaño haciendo como que no les veo, y así me
justifico.
L: Joder, Julio. Qué
morro tienes; eso no vale. Hay que afrontar los propios actos; tanto si das
como si no das. Lo que haces es escurrir el bulto y no afrontar el dilema.
J: Pues sí; ya te lo he dicho; creo que hago lo que
hacemos la mayoría. Y sé que no está bien.
L: ¿Y qué es lo que
está bien? Es decir, en tu opinión, ¿qué habría que hacer?
J: Pues dar algo en todos los casos; cada cual dentro de
sus posibilidades. Si queremos ser honestos con nosotros mismos y con los
prójimos de los que hablamos, los que podamos destinar una parte de nuestro
dinero a las limosnas callejeras deberíamos estar siempre dispuestos a dar
algo al que pide.
L: Pero tú sabes que,
entre los que extienden la mano o se sientan en las aceras con un cartel en el
que proclaman su desgraciada situación, hay mucho carota, que lo que quieren es
conseguir unos euros diariamente sin mayor esfuerzo. Hay mucho jeta entre los
mendigos.
J: Tú sabrás; yo no. Lo único que sé es que hay que estar
muy mal, rematadamente mal, para dedicarse a pedir limosna. El hecho en sí es
una gran desgracia. ¿Crees que alguna de estas personas, si pudiera ganarse la
vida trabajando, iba a hacer lo que hace? Ni de coña, listillo.
Por eso, al margen de las causas que en cada caso les
hayan llevado a pedir limosna, sin entrar a valorar la forma en que lo hacen,
independientemente del aspecto o de la edad que tengan y olvidándonos de
cualquier otra consideración sobre estas personas, lo que tenemos que entender
y asumir es, primero, que si piden es porque no tienen, y, segundo, que no pueden
o no saben conseguir dinero por otros procedimientos. Terribles
conclusiones, ambas.
L: Pero si todos
diéramos limosna a todos los que la piden, estaríamos fomentando una forma
fácil de ganarse la vida: la mendicidad, y las calles se llenarían de mendigos.
Eso no tiene sentido, ¿no crees?
J: Puede que tengas razón (otra coincidencia; me lo voy a
tener que mirar), si todos diésemos a todos, muchos se apuntarían y, seguro, se
crearía otro problema político-social: la masiva mendicidad. Pero ahora estamos
hablando de una cuestión moral: dar o no dar limosna a los que ahora la piden.
Por lo tanto, nos debemos centrar en esto y analizar la cuestión desde la
perspectiva de la ética o moral, olvidándonos de lo que podría pasar.
L: Vale, pero ambas
cuestiones están ligadas; no las puedes disociar.
J: Insisto en que, para lo que nos ocupa, sí. Pasa igual
que con los desahucios de los que no pagan las hipotecas. Los bancos y los que
legislan argumentan que si toleran los impagos y no ejecutan los desahucios se
puede provocar el problema (para el sistema financiero) de que nadie pague.
Vale, es verdad en parte. Pero hay que tener en cuenta que tanto los impagos de
las hipotecas como el aumento de la mendicidad son realidades sobrevenidas por
una, esperemos que coyuntural y excepcional, degradación de la situación
económica, y, por eso, también debemos reaccionar excepcionalmente ante ambos
problemas.
Por eso, los legisladores y los jueces deben actuar,
coyunturalmente, con flexibilidad ante los impagos de las hipotecas, y en lo de
las limosnas, ahora, más que nunca, debemos asumir como una obligación moral el
depositar unas monedas en la mano de los que la solicitan; naturalmente, cada
cual deberá establecer lo que da en cada caso y lo que destina en total a
este fin.
L: O sea, lo que
estás diciendo es que cuando salgamos cada día por la mañana de casa ya debemos
tener decidido cuánta pasta destinaremos ese día a limosnas callejeras. Parece
algo absurdo o ridículo.
J: Si así te lo parece, no te lo discutiré; pero, si no
quieres tener problemas de conciencia y quieres afrontar el dilema al que te
referías al principio de esta conversación, no tendrás más remedio que hacer algo así.
L: No sé, Julio. Lo
del cupo diario limosnero me parece algo chungo.
J: Pues a ver qué otra solución se te ocurre. Porque lo
tienes crudo. El hecho de que te hayas planteado el dilema dice algo bueno en
tu favor: eres consciente de que cuando evitas dar limosna estás haciendo algo
que no está bien. Y eso, en sí, es positivo: tienes conciencia, y esta te
alerta de lo que haces mal. Otros, muchos, no la tienen y ni se plantean el
dilema; al contrario, ante la cuestión que nos ocupa solo hacen despotricar y,
en todo caso, apelar a las autoridades para que les «oculte o elimine» el
problema. Si por ellos fuera, la deportación, el encarcelamiento y, si me
apuras, los hornos crematorios serían una «solución».
L: Joder, Julio, no
te pases, que tampoco es para tanto.
J: ¿Que no? Pregunta, pregunta...
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