Inicio este blog con el documento que sigue. Es algo extenso, pero creo que merece la pena dedicar algunos minutos a su lectura. Con la cantidad de "opinólogos" que frecuentan las tribunas públicas que ofrecen los medios de comunicación españoles, me resulta extrañísimo que nadie haya tratado sobre el asunto que planteo. Creo que alguien tenía que abrir este melón; me pongo a ello.
Introducción. ¿Qué es la democracia directa?
Para empezar debo decir que el título de este trabajo, DEMOCRACIA DIRECTA, responde a la denominación que se da al sistema democrático que permite a los ciudadanos tener una participación directa en las decisiones políticas de gobierno. La "democracia directa", aunque no es antagónica, sí tiene diferencias sustanciales con la denominada «democracia representativa», que es la que tenemos en España y en la mayoría, por no decir todos, de los países democráticos.
Por precisar la
diferencia entre ambos sistemas, diré que en la democracia representativa –en
la nuestra– los ciudadanos eligen a sus representantes políticos y son éstos
los que luego toman las decisiones (y, por supuesto, gobiernan). En cambio, en
la DEMOCRACIA DIRECTA son los ciudadanos los que, vía referéndum,
directamente participan en la toma de ALGUNAS decisiones y, por tanto, en
el gobierno (o autogobierno, en cierto modo). Salvo en Suiza, donde desde hace
más de 120 años los ciudadanos han tenido oportunidad de participar en más de
240 referéndums, y, parcial o tímidamente, en algún país del continente
americano, como es el caso de EE.UU. (donde convive con la democracia
representativa) o Uruguay (en el que es más teoría que realidad), es verdad
que, actualmente, la DEMOCRACIA DIRECTA es prácticamente inexistente en el
mundo. Por tanto, hablar de esto puede sonar a algo innecesario o utópico,
pero, como luego veremos, puede que no lo sea tanto.
Por completar esta introducción al tema, debo aclarar que lo que me trae aquí hoy no tiene que ver nada con el caso concreto de la consulta o referéndum de Ibarretxe. De lo que voy a hablar es de algo de muchísimo más alcance, porque es aplicable, no sólo a la ciudadanía española, sino a la democracia en general. No obstante, la aplicación de lo que diga tendrá como referente a nuestro entorno sociopolítico.
Por completar esta introducción al tema, debo aclarar que lo que me trae aquí hoy no tiene que ver nada con el caso concreto de la consulta o referéndum de Ibarretxe. De lo que voy a hablar es de algo de muchísimo más alcance, porque es aplicable, no sólo a la ciudadanía española, sino a la democracia en general. No obstante, la aplicación de lo que diga tendrá como referente a nuestro entorno sociopolítico.
1. La situación actual. Democracia representativa.
La Democracia es el sistema de gobierno menos malo. En esta aceptada y expresiva definición está implícita la también generalizada aceptación de que el sistema democrático es imperfecto. Sin entrar en el análisis de las causas de esta imperfección, que, dicho de pasada, tiene mucho que ver con las debilidades propias de la condición humana, ahora nos vamos a centrar en uno de sus efectos más evidentes. Me refiero al permanente riesgo de que quienes reciben democráticamente el encargo de gobernar incumplan los compromisos electorales o que, como hemos podido observar, en la actualidad y en nuestro reciente pasado democrático, se desvíen de tales compromisos o tomen iniciativas que no respondan o sintonicen con demandas sociales o, incluso, contradigan a éstas.
Como es sabido, para
estos casos, el sistema democrático dispone de resortes o mecanismos para
tratar de corregir la acción gubernamental o para protestar por ella:
- Por un lado, por la oposición política a través de la acción parlamentaria y otras vías políticas de protesta.
- Por otro lado, por los medios de comunicación, que ofrecen sus tribunas a las opiniones discrepantes.
- Por último, por la propia ciudadanía que, a través de lo que se denomina la opinión pública, puede mostrar su disconformidad por diferentes medios, llegando incluso a la protesta contundente en forma de huelgas o manifestaciones en la calle.
Pero es muy frecuente
que los gobernantes, apoyándose en la mal entendida legalidad de su
mayoría, desoigan las protestas y mantengan contra viento y marea sus
incumplimientos, desviaciones o iniciativas reprobadas. Naturalmente, para
estos casos, la Democracia ofrece a los ciudadanos el recurso de, al término
del periodo legislativo y a través del voto, cambiar de gobierno. Pero,
en cualquier caso, hay que admitir que estos mecanismos correctores no
suelen ser muy eficaces: unos, los primeros, porque casi siempre resultan
inútiles, y el otro, el del cambio de gobierno, porque para su aplicación hay
que esperar hasta las próximas elecciones.
Así que nos encontramos
con que nos hemos acostumbrado y resignado a convivir con la imperfección
comentada del sistema democrático, y que, por lo que parece, todos asumimos
que no tiene remedio. Es decir, los ciudadanos admitimos que lo correcto es
delegar en nuestros representantes, y tenemos interiorizada cierta
resignación a que éstos actúen durante cada periodo legislativo como ellos
consideren adecuado, tomado las decisiones e iniciativas que estimen oportunas,
especialmente si ocupan el gobierno. En otras palabras, consentimos que
hagan lo que quieran.
Llegados a este punto
conviene recordar que alguien dijo “la política es algo demasiado
importante como para dejarla exclusivamente en manos de los políticos”.
A mí me parece una frase muy acertada, que su enunciado sintetiza y
explica perfectamente la clave del problema de la imperfección de la democracia
representativa, según los esquemas actuales, y que nos da la pista para que
podamos corregirla. Porque en la delegación que hemos hecho los ciudadanos en
los políticos para que sean ellos los que exclusivamente se ocupen de la
política y, en consecuencia, tengan la exclusividad de regular y establecer
las pautas de comportamiento de los ciudadanos —que en eso, a la postre,
consiste gobernar— está el meollo de la cuestión. Esto, posiblemente, hasta
ahora haya tenido que ser así, pero, como luego veremos, puede que en el futuro
inmediato pueda cambiar. Desde luego, a mí me parece que debería cambiar.
2. La clave del problema:
La omnipotencia de los gobiernos democráticos
Para ilustrar este apartado me voy a servir de la “Ley del tabaco” de 2006, que, por su impacto directo en la cotidianidad de una gran parte de la ciudadanía (fumadores y no fumadores), resultó muy polémica y controvertida, habiendo sido objeto de un intenso debate social, ocupando buena parte del tiempo de innumerables tertulias (públicas y privadas) durante bastantes semanas. También nos servirían otros ejemplos de mayor actualidad: por ejemplo, la ley de matrimonios entre homosexuales, la de memoria histórica, y cualquier otra iniciativa legislativa o medida gubernamental controvertida que no hubiera sido anunciada de forma clara en el programa electoral (incluso lo de la guerra de Irak). Pero voy a utilizar la Ley del Tabaco porque tiene menos carga política que las otras y nos sirve perfectamente para lo que quiero comentar.
Para ilustrar este apartado me voy a servir de la “Ley del tabaco” de 2006, que, por su impacto directo en la cotidianidad de una gran parte de la ciudadanía (fumadores y no fumadores), resultó muy polémica y controvertida, habiendo sido objeto de un intenso debate social, ocupando buena parte del tiempo de innumerables tertulias (públicas y privadas) durante bastantes semanas. También nos servirían otros ejemplos de mayor actualidad: por ejemplo, la ley de matrimonios entre homosexuales, la de memoria histórica, y cualquier otra iniciativa legislativa o medida gubernamental controvertida que no hubiera sido anunciada de forma clara en el programa electoral (incluso lo de la guerra de Irak). Pero voy a utilizar la Ley del Tabaco porque tiene menos carga política que las otras y nos sirve perfectamente para lo que quiero comentar.
Recordemos brevemente lo
que pasó cuando se promulgó la «Ley del Tabaco». A unos les pareció muy bien, a
otros muy mal, algunos consideraron que se había hecho precipitadamente, los
empresarios preguntaban quién corría con el coste de las escapaditas para fumar
en la calle, los quiosqueros se consideraron perjudicados porque les privaron
de una línea de negocio, los de los bares y restaurantes protestaban porque la
ley les obligaba a costosos desembolsos para la adecuación estructural (zona de
fumadores) de sus establecimientos, en cambio los comercializadores de métodos
para dejar de fumar se frotaban las manos, se discutió sobre a quién le
competía la represión de las infracciones, había quien protestaba porque
consideraba que la ley tenía que haber ido acompañada de medidas terapéuticas
antiestrés para los afectados, incluso hubo quien vaticinó que esta ley podía
arruinar a los fabricantes de ceniceros, etc.
En fin, se oyó de todo y desde muy variados puntos de vista, pero parece que nadie –y esto es lo importante de la cuestión–, absolutamente nadie, reparó en que la ley no estaba en el programa electoral del PSOE y nadie, nadie en absoluto, se atrevió a poner en tela de juicio la legitimidad de esta ley.
En fin, se oyó de todo y desde muy variados puntos de vista, pero parece que nadie –y esto es lo importante de la cuestión–, absolutamente nadie, reparó en que la ley no estaba en el programa electoral del PSOE y nadie, nadie en absoluto, se atrevió a poner en tela de juicio la legitimidad de esta ley.
O sea, la sociedad
asumió entonces y sigue asumiendo ahora que el Gobierno está legitimado para
imponer, sin avisar o anunciarlas en los programas electorales, las leyes que considere
oportuno por mucho que sean criticadas o resulten polémicas y controvertidas.
En otras palabras, se acepta sin ninguna objeción que en nuestro sistema
político de democracia representativa los gobiernos, amparados por las mayorías
parlamentarias que los sostienen, están legitimados para la adopción de las
medidas de gobierno e iniciativas legislativas que consideren oportuno sin el
consentimiento expreso de la mayoría de los ciudadanos, con la única
excepción de las contadas materias que en la Constitución se señalan como
intocables salvo aprobación en referéndum. Y sobre esto debemos focalizar
la atención. Insisto en que el contenido de la «Ley del Tabaco» es lo de menos.
Se trata, por tanto, de
reflexionar y hacer un análisis sobre si, en términos democráticos, es o no
legítimo (no digo legal) que los gobiernos adopten iniciativas legislativas –y,
por extensión, medidas o decisiones de gobierno de gran trascendencia– sin
el consentimiento expreso (aprobación en referéndum) o tácito (por estar el programa
electoral) de la ciudadanía.
Porque, como he dicho,
la ley a la que me he referido no estaba anunciada en el programa electoral de
los partidos que votaron afirmativamente en su trámite parlamentario. Es decir,
no nos habían anunciado que iban a legislar sobre el asunto y, mucho
menos, en el sentido que lo hicieron. Y si no lo hicieron hay que suponer que
sería porque el problema de los malos humos, que no sobrevino en la pasada
legislatura (cuando se legisló), no debía de tener demasiada enjundia antes de
las elecciones generales ni había una demanda social para que fuera abordado
por el gobierno con urgencia. Al menos así parece que lo interpretaron los
diferentes partidos pues ninguno lo incluyó en su programa. O no lo quisieron
incluir porque puede que pensaran que no era «muy comercial». Fuera por lo que
fuese, el caso es que antes de las elecciones del 2004 ya se fumaba en los
espacios públicos y nadie avisó de que se iba a restringir.
Ante esto hay que
preguntarse ¿vale que el gobierno proponga al Parlamento una ley sobre un
asunto estructural (no coyuntural ni urgente) sin contar previamente con el
consentimiento de la mayoría social? Aunque aceptemos que el móvil
gubernamental no fuera otro que un benemérito deseo de aportar algo bueno o,
mejor dicho, de evitar algo malo a la sociedad ¿se puede considerar
democráticamente legítima la iniciativa?
Imaginemos que, por
encuestas o por estudios sociológicos, se llegara a conocer que la mayoría
de la ciudadanía hubiera, entonces, preferido poder hacer lo que se le
impidió (o sea, fumar) o que se llegara a saber que estaba en contra de lo
legislado ¿habría sido democrática la medida? Si a la mayoría social no
le hubiera importado seguir deteriorándose los pulmones, seguir expuesta al
riesgo de cáncer de laringe o de pulmón, o seguir respirando malos humos en las
oficinas, bares y restaurantes, todo con tal, simplemente, de vivir en una
sociedad más permisiva ¿estaría legitimado un gobierno para impedírselo? Las
cuestiones planteadas nos llevan a otra pregunta clave: ¿En una sociedad
democrática, quién debe decidir lo que es conveniente o bueno o lo que es
inconveniente o malo para ella: los gobiernos o los propios ciudadanos?
Alguien podría
argumentar que el gobierno tiene derecho a proteger a las minorías. Eso suena
bien, pero hay que admitir que lo realmente democrático es hacer caso a las
mayorías. En todo caso, se debe proteger o hacer caso a las minorías siempre
que la mayoría consienta. Porque si no, no sería democrático.
En cuanto a lo que es
bueno o malo, conveniente o inconveniente, para la sociedad, reparemos en lo
siguiente. El divorcio, el aborto, la eutanasia, la pena de muerte, por citar
cuestiones muy controvertidas, ¿representan valores buenos o malos por sí
mismos o su valoración tiene que ver con el sentir circunstancial o
coyuntural de la mayoría del colectivo social sobre el que se proyectan
tales cuestiones? La pena de muerte está vigente en algunos estados de EEUU y
nadie se atreverá a cuestionar que el código penal de esos estados es
democrático. Entonces ¿sería democrático que los gobernantes de esos
estados abolieran la pena de muerte sin tener la autorización expresa de la
mayoría de los ciudadanos? ¿Hubiese estado legitimado el gobierno de Adolfo
Suárez para permitir el divorcio o el de Felipe González para regular el aborto
si no lo hubieran anunciado en su programa electoral? ¿Y la eutanasia? ¿A quién
le corresponde decidir si se autoriza o no? Porque a unos les parece muy mal y
otros consideran que es un derecho de las personas. ¿Tendremos que esperar a
que salga un gobernante iluminado para que tome la decisión por su propia
cuenta y sin preguntarnos?¿O no sería lo correcto que el partido que lo
propugnase lo anunciara con claridad en su programa electoral o lo sometiera a
referéndum?
En los estados
aconfesionales, como es el nuestro, la convivencia social se debe ajustar,
preferentemente, a la regulación civil, es decir, a la ley, y, secundariamente
y mientras no entre en colisión con ésta, cada ciudadano puede acomodar su
comportamiento a sus propios valores o normas de conducta, inspirados en su
educación, religión o en sus propias creencias. Pero nadie (incluidos los
gobernantes), por sí mismo, tiene derecho a imponer a los demás su propio
subjetivismo para establecer lo que debe ser considerado como bueno o como malo
para todos.
Porque no hay duda de
que estos conceptos, lo bueno y lo malo, lo conveniente y lo inconveniente, son
muy relativos y sujetos a muchos condicionantes circunstanciales y temporales.
A todos se nos ocurrirían muchos ejemplos de lo que para unos es bueno para
otros es lo contrario, o de lo que hace años se repudiaba y perseguía por malo
ahora está bien visto o se tolera. Por lo tanto, para establecer qué es lo
bueno y lo malo para el conjunto de un determinado grupo social no hay otra
fórmula que la más elemental mecánica democrática: lo que diga la mayoría en
cada momento. Pero, ¡ojo!, lo tiene que decir de forma expresa e
inequívoca, no vale que alguien, aunque sea el gobierno más democrático del
mundo, pretenda erigirse en intérprete de su silencio o de su sentir, como
ocurrió con lo del tabaco.
Porque lo que en
realidad significó la dichosa «Ley del Tabaco» es que el gobierno,
arrogándose el rol de omnipotente corrector de las desviaciones e
incorrecciones de los ciudadanos, desde su pedestal de sabio conocedor de lo
que nos conviene o no, nos quiso «salvar» de algo que él consideraba
malo en sí mismo: fumar cerca de los demás. Ya se habla de que dentro de poco
nos «salvará» del alcohol. Más adelante puede que, por la misma regla de tres,
nos «salve» del problema energético, permitiendo la construcción de nuevas
centrales nucleares. Si esto prolifera, puede que algún gobernante pretenda
«salvarnos» de la postergación de determinadas señas de identidad obligándonos
a llevar boina o barretina, o pretenda «salvarnos» a los hombres de tentaciones
lascivas obligando a las mujeres a alargar la falda por debajo de la rodilla.
Y si asumimos como
legítima la legislación para «salvarnos» del tabaco habrá que asumir que
también sería legítimo que un gobierno democrático, basándose en su
omnipotencia consentida, legisle para «salvarnos» de los otros «problemas»
citados, sin el beneplácito previo y expreso de la ciudadanía. Supongo
que, dicho así, a cualquiera todo esto le parecerá, sencillamente, una
aberración que no debería tener posibilidades en un sistema democrático. Pero
el problema es que las tiene (recordemos lo de Irak).
Basándonos en todo lo
anterior podemos formular la tesis: en democracia, la sociedad se debería
regular basándose, exclusivamente, en la opinión mayoritaria de sus ciudadanos
expresada en las urnas, en las que o se eligen a los políticos para que
desarrollen su programa electoral o se responde a las consultas o preguntas
(referéndums) que los gobiernos planteen a los ciudadanos. En consecuencia,
hay que entender –al menos es mi opinión– que ningún gobierno esta legitimado
para tomar iniciativas legislativas sin contar con la evidencia de la
conformidad previa de la mayoría ciudadana, salvo que las circunstancias le
obliguen por razones de urgencia o coyuntura.
Esto nos obliga a
reflexionar sobre cuál debe ser el papel de los gobiernos democráticos. De
acuerdo con la tesis expuesta, los gobiernos, principalmente, deberían ser
gestores del desarrollo e implementación de las medidas anunciadas en el
programa electoral de los partidos que le apoyen. Esa es su fundamental
misión. También, lógicamente, la de dirigir y gestionar el día a día de
la Administración del Estado, de la Comunidad o del Ayuntamiento, según el
caso, dando respuesta operativa a todas las circunstancias e imprevistos que se
presenten. Pero en modo alguno los gobiernos deberían inventarse soluciones
para problemas de tipo estructural que no requieran, necesariamente,
urgencias legislativas. Como mucho, ante este tipo de problemas, los
gobiernos tienen derecho a abrir el debate social y hacer pedagogía para
informar y concienciar a la ciudadanía, para luego, si lo consideran oportuno,
incluir su propuesta de solución en el programa de las siguientes elecciones.
Entonces sí, si ganan en éstas, tendrán legitimidad para adoptar la solución
propuesta.
Indudablemente, la tesis
expuesta se contradice con la legalidad vigente, ya que ahora no hay ningún
impedimento constitucional ni del resto del ordenamiento jurídico para que,
siguiendo con el caso que nos ha servido de ejemplo, se restrinja fumar por ley
sin que tal medida haya sido aprobada previamente por la ciudadanía. Dicho sea
de paso, tampoco, como antes apuntaba, para que se involucre a la nación –y,
por tanto, a sus ciudadanos– en una guerra/invasión ilegítima y criminal, como,
en mi opinión, fue el caso de Irak, aunque se evidenciara la manifiesta
oposición de amplios sectores sociales. En consecuencia, para que la tesis
tomara cuerpo deberían desarrollarse los oportunos resortes legales, bien a
través de la correspondiente modificación constitucional o por la puesta en vigor
de un Reglamento o Estatuto del Gobierno, para que los gobernantes quedaran
obligados a que todas sus decisiones o
iniciativas legislativas de cierta relevancia o impacto social tuvieran el consentimiento expreso o tácito
previo de la mayoría de los
ciudadanos (bien por referéndum o por haber sido anunciado en el
programa electoral). Así se evitaría la perniciosa omnipotencia actual que
permite a los gobernantes hacer, como decía al principio, poco menos que lo que
les da la gana.
Por tanto, creo que en una
sociedad moderna como es la española, con un grado de madurez aceptable, cada
vez más culta e informada, en la que cabe esperar de los ciudadanos, si se les
da la oportunidad, un mayor compromiso con la acción de gobierno, los usos
democráticos requieren de una profunda revisión, con una tendencia clara: quitar
capacidad de maniobra a los políticos, en la medida en que se da mayor
protagonismo a la ciudadanía. Así se conseguiría que la Democracia
Representativa se acercara a la Democracia Directa. Como viene bien para la
ocasión, conviene repetir lo de «la política es algo tan importante que
no debería dejarse exclusivamente en manos de los políticos».
3. La solución
Creo que si a los
ciudadanos se les da la oportunidad de opinar sobre las propuestas políticas
que les plantee el gobierno (o la oposición) no la desaprovecharían, es decir,
opinarían (con su voto), sobre todo si supieran que la opinión iba a servir
para tomar la decisión. Así, seguro que la mayoría de los ciudadanos
hubiéramos manifestado nuestra opinión sobre si debíamos o no involucrarnos en
la guerra de Irak, o sobre si estábamos de acuerdo con llamar matrimonio a las
uniones entre homosexuales, o con determinadas cuestiones controvertidas de la
ley de memoria histórica, o, por qué no, sobre si el gobierno debía mantener
contactos con ETA para explorar las posibilidades de terminar con el
terrorismo, ...y así sobre cualquier cuestión o controversia política que
cumpliera las dos siguientes condiciones:
Uno, que no estuviera
en el programa electoral del partido gobernante.
Dos, que fuera causa
de gran controversia política y social.
Es obvio que las
decisiones ya anunciadas en los programas electorales ya cuentan con el
consentimiento tácito de la mayoría de los ciudadanos. Por tanto, nos vamos a
centrar en las iniciativas de gobierno (normalmente proyectos de ley) que, sin
haber sido anunciadas en los programas electorales, se consideren necesarias a
lo largo de la legislatura y que, como decía, sean objeto de controversia
política y social. Para estos casos solo debería haber una fórmula: la
consulta popular o referéndum.
No hay duda de que el
referéndum es la fórmula más democrática para la acción de gobierno, porque
supone la participación directa de todos y cada uno de los ciudadanos en la
toma de una determinada decisión política. En cambio, es la menos utilizada.
En la reciente historia democrática de nuestro país, excluyendo los referéndums
de la época constituyente (para la Constitución y algunos Estatutos), que yo
recuerde sólo hemos sido consultados en referéndum para decidir sobre
la entrada en la OTAN y sobre la Constitución Europea. Y, en cierto modo, esto,
hasta ahora, ha tenido cierta lógica, porque sólo por el coste y por la movida
que supone la convocatoria y realización de referéndums, se entiende que los
gobiernos sean reacios a utilizar esta fórmula de consulta.
Y así también lo hemos
entendido los ciudadanos. Porque es verdad que el referéndum requiere de unos
plazos que a veces son incompatibles con la premura con que los gobiernos se
ven obligados a decidir sobre las contingencias políticas que surgen de
improviso. Por tanto, hay que asumir que, según los procedimientos actuales
para la realización de los referéndums, esta fórmula no puede ser
considerada como una herramienta de gobierno ágil y útil.
Pero podríamos
cambiar de opinión si, aprovechando las posibilidades de las nuevas
tecnologías, se consiguiese poner en práctica procedimientos de consulta más
ágiles que el tradicional de depositar la papeleta en la urna. Es indudable que
vivimos en una época en la que, por los avances tecnológicos, hemos llegado a
considerar simples rutinas domésticas a lo que hasta hace pocos años nos
parecían utopías siderales. En cambio, la mecánica democrática no ha
cambiado nada. Exceptuando la tarea de recuento de los votos y la de
divulgación de los resultados en las noches de las jornadas electorales, las
posibilidades de las modernas tecnologías no están siendo aprovechadas por
la Democracia. Puede que ya vaya siendo hora.
Porque si hubiera un
procedimiento fiable que permitiera a los ciudadanos, desde sus propias
casas, votar en los referéndums de una forma segura, cómoda y sencilla,
no parece que sería descabellado preguntar a la ciudadanía con más frecuencia,
consiguiendo con ello que los gobiernos pudieran conocer con rapidez y
precisión la opinión de los ciudadanos sobre las cuestiones en debate, lo
que les obligaría a decidir en consonancia con ella. Es indudable que, si
esto fuera posible, cobrarían sentido real algunas de las rimbombantes frases
que se utilizan para ensalzar los valores democráticos, como es el caso de «la
Democracia es el gobierno del pueblo para el pueblo», y también se
acercaría a la realidad el principio constitucional que hace referencia a la «soberanía
del pueblo». En otras palabras, la Democracia sería mucho más
directa.
Pues todo esto se podría
conseguir gracias a internet. Porque no tiene que resultar
excesivamente complicado habilitar un procedimiento de consulta en el que esta
red sustituya a la urna y un simple clic a la papeleta. Internet ofrece enormes
posibilidades para transmitir información de forma segura y confidencial.
Así ya lo han entendido algunas instancias públicas, como, por ejemplo, la
Agencia Tributaria y la Seguridad Social, que ya utilizan internet para
canalizar eficazmente información entre la Administración y los ciudadanos
(indudablemente mucho más compleja que un simple adverbio).
Bien es verdad que en un
referéndum la dificultad tecnológica no estaría en conseguir la transmisión por
la red de grandes volúmenes de información, sino en la enorme cantidad y
dispersión de los comunicantes y en la simultaneidad. Es decir, sólo habría que
transmitir el sí o el no, pero serían muchos los que lo harían casi a la
vez. Aunque, obviamente, esto podría entrañar alguna dificultad técnica no
parece que sea insalvable. Sin entrar ahora en más consideraciones técnicas,
conviene hacer mención a la utilidad y fiabilidad de las «certificaciones
digitales» que ya se utilizan para garantizar la autenticidad de las
comunicaciones y la identidad del ciudadano en los contactos por internet con
la Administración.
Por tanto, no es
aventurado asegurar que, técnicamente, es factible un procedimiento estándar
de referéndums vía internet que resulte fiable, ágil, cómodo, seguro y
confidencial.
El verdadero problema
está en que, en la actualidad, no todos los ciudadanos disponen de acceso a
internet en sus hogares. Naturalmente, un referéndum en el que la
posibilidad de participar no alcanzara a todo el censo no tendría plena
legitimidad democrática y, por tanto, su resultado no podría ser considerado
como vinculante y obligatorio para el gobierno. Pero sí podría tener el valor
de una amplísima encuesta que permitiría conocer con bastante precisión
la opinión ciudadana sobre la cuestión consultada.
A este respecto, cabe el
siguiente cálculo: según datos del INE (informe de 2009), el 51 por ciento
de los hogares españoles (7,5 millones de viviendas familiares) cuentan con
conexión a Internet, lo cual, por una deducción simple, podría significar
que tal porcentaje del censo electoral, que ronda los 30 millones, estaría en
condiciones de poder responder a las consultas por esta vía, lo que supondría
que el sistema estaría disponible para un colectivo de más de 15 millones de
personas. Si se consiguiera una participación del 50 por ciento,
significaría que las consultas serían respondidas por ¡unos 7,5 millones de
personas! Indudablemente, sería una muestra lo suficientemente amplia como
para dar un valor poco menos que inapelable e incuestionable a los
resultados. Hay que tener en cuenta que en las encuestas y sondeos
habituales la muestra no suele sobrepasar la cifra de 3.000 personas. En las
encuestas-barómetros del CIS la muestra es de 2.500 personas.
También se podría aducir
en contra de la validez de estos referéndums que la distribución de los hogares
con internet probablemente no sea homogénea entre los diversos sectores sociales,
porque es posible que los hogares con internet sean mayoritarios en zonas
urbanas, o en los ámbitos de mayor nivel cultural, o en los sectores más
jóvenes, o en los grupos sociales económicamente más fuertes, por lo que, si
así fuera, quedarían marginados los habitantes de zonas rurales, los colectivos
con menor nivel cultural, los menos jóvenes, o los hogares más humildes.
Efectivamente, esto
puede ser así, aunque no es seguro. Lo que sí es seguro es que, con el tiempo, estas
diferencias teóricas irán reduciéndose de forma significativa,
principalmente por el empuje de los miembros más jóvenes de las familias (de
todas) cada vez más identificados, familiarizados y dependientes de internet.
Dicho todo esto, se
podría concluir que el referéndum por internet sería técnicamente posible,
si bien, de momento, no debería ser vinculante porque no cumple el requisito
fundamental de universalidad.
¿Deberíamos, por tanto,
olvidarnos de ello? La respuesta debería ser contundente: rotundamente, no.
Simplemente, habría que admitir que el referéndum por internet, en una
primera etapa, debería ser considerado como una herramienta de consulta
de fiabilidad casi absoluta, dejando para más adelante, a medida de que se
vayan reduciendo los desequilibrios antes citados, su carácter decisorio y
vinculante.
Pero hay que empezar ya
a construir el procedimiento, a utilizarlo y perfeccionarlo para ir
todos (tecnología y ciudadanía) acomodándonos a la nueva fórmula de
participación y preparándonos para la fase definitiva. Para esa fase
definitiva y previendo que pueden pasar algunos años hasta que se consiga que,
como ahora el teléfono o la televisión, prácticamente en la totalidad de los
hogares haya una conexión con internet, habría que pensar que los ciudadanos
que no dispusieran de este medio en su casa tuvieran la posibilidad de
dirigirse a determinados centros públicos, donde se les habilitaría un
procedimiento alternativo para que pudieran dar su opinión. No debería ser muy
complicado.
4. Algunas
consideraciones sobre los referéndums por internet
En primer lugar, hay que
decir que el referéndum por internet, igual que sucede con los tradicionales referéndums,
sería una fórmula opcional para el gobierno y que el hecho de que sea
más ágil (y mucho más barato) que éstos no significa que debería ser utilizado,
necesariamente, cada vez que el gobierno tuviese que tomar una decisión. Pero
sí que debería ser una herramienta a utilizar con relativa frecuencia.
Partiendo de las
premisas ya citadas de que los referéndums deberían utilizarse ante las decisiones
que causen gran controversia o de mucho impacto social y, además, que,
tuvieran relación con cuestiones no contempladas en los programas
electorales, habría que regular los casos y circunstancias en que fueran
obligatorios. Obviamente hay campos de la acción de gobierno, como, por
ejemplo, la política económica, la política tributaria o la política exterior,
en los que la fórmula del referéndum puede que no tenga mucha aplicación,
porque son áreas complejas, en las que hay que entender que la acción de
gobierno se tiene que acomodar permanentemente a las circunstancias y coyuntura
que se presenten, y que las medidas que el gobierno tenga que tomar ante cada
una de ellas deberán estar condicionadas por su propia ideología, que para eso
contó con el respaldo democrático de la mayoría de ciudadanos.
También habría que
regular otros aspectos operativos y normalizadores de los referéndums, como es
el de la territorialidad (ámbito de decisión). No sería excesivamente
complicado.
5. Ventajas
Asumiendo que el
referéndum por internet debería pasar por una etapa previa en la que
tendría sólo el carácter de consulta, comentemos algunos aspectos a tener
en cuenta para considerar las ventajas de tener operativa esta fórmula,
pensando en que en un futuro los referéndums por internet puedan ser una
realidad vinculante con todas sus consecuencias, entre las que la principal
estaría la de conseguir un acercamiento a la Democracia Directa.
En términos
procedimentales, considero que el referéndum por internet ofrece evidentes
ventajas sobre el tradicional. Entre éstas, cito las siguientes:
- Facilita y propicia la participación
- Mayor fiabilidad
- Recuento inmediato
- Facilitaría los análisis posteriores de la sociología del voto
Por otro lado, si el referéndum por internet llegara a ser un instrumento
relativamente frecuente, es obvio que la divulgación de los diversos
posicionamientos de las fuerzas políticas —es decir, las campañas— tendría
que adaptarse también a esa frecuencia, por lo que no podrían ser tan
aparatosas y costosas como en la actualidad. La liturgia del referéndum
también debería transformarse y modernizarse cuando la consulta se hiciera por
internet. El anacronismo de las exageradas campañas basadas en la profusión de
carteles en la vía pública, en los grandes mítines y en vulgares procedimientos
propagandísticos o publicitarios, todo más propio de la promoción comercial de
cualquier producto de consumo que de la divulgación de determinado
posicionamiento político, tienen que pasar a la historia. El criterio
de un ciudadano que se pronuncie por internet debería formarse de acuerdo con
parámetros de mayor rigor intelectual. La racional y normal utilización de
los medios de comunicación, TV, radio y prensa, debería ser más que suficiente
para que los partidos y los agentes sociales dieran a conocer a la sociedad sus
posturas y propuestas, y para que se enterasen los ciudadanos que lo desearan.
Obviamente, el abandono de las tradicionales costosas campañas sería inevitable
si, por ejemplo, dos o tres veces al año los políticos y los ciudadanos se
enfrentasen, a nivel nacional, a un referéndum, lo cual no debería ser
considerado como algo exagerado, sino como algo totalmente normal y propio
de la Democracia Directa.
Pero siendo las ventajas
de tipo procedimental muy importantes, los beneficios de tipo político-social
lo serían muchísimo más. Del principal ya se ha hablado al principio: reducir
las posibilidades de arbitrariedad de los gobernantes a la vez que se
incrementa las posibilidades de la participación ciudadana en las decisiones
políticas. Pero habría más.
Por ejemplo, para la
clase política el hecho de tener la posibilidad de someter las cuestiones más
espinosas de la confrontación política al arbitraje de la ciudadanía debería
facilitar la distensión, ya que las decisiones gubernamentales apoyadas en
el resultado de un referéndum estarían revestidas de tal legitimidad que no
habría argumentos para la confrontación política entre gobierno y oposición.
Porque resultarían difícilmente cuestionables las medidas de gobierno
refrendadas por la opinión ciudadana mayoritaria. Del mismo modo, si una
propuesta gubernamental fuera rechazada no debería considerarse como algo
traumático o, como ahora, un revés político determinante que casi obligase
a la convocatoria de nuevas elecciones. Simplemente, en uno y otro caso el
resultado del referéndum debería considerarse como la coyuntural opinión
ciudadana ante una determinada cuestión, sin que tuviese que ser
considerado como un apoyo o rechazo global de la gestión del gobierno o de la
oposición. Por tanto, es previsible que, si las cuestiones políticas espinosas
o controvertidas se sometieran a la decisión colectiva, se rebajaría la
tensión en la interacción política del gobierno y de la oposición,
descargando o, mejor dicho, trasladando la responsabilidad a la propia
ciudadanía. No puede haber árbitro más cualificado.
Por otro lado, el
protagonismo derivado de una mayor participación en las decisiones políticas
permitiría a los ciudadanos despojarse de la desagradable sensación de
resignado sometimiento a la clase política. Además, es incuestionable que
una ciudadanía que se acostumbre a participar en las decisiones políticas que
le afecten generará una sociedad más informada y comprometida, lo que
probablemente contribuya a elevar el grado de madurez y sensatez colectiva.
Para mí, esta es la ventaja más importante.
Por último, hay que
mencionar que al imposibilitar a los gobiernos a que, durante la legislatura,
pongan en marcha iniciativas legislativas políticas de gran controversia (no
anunciadas en los programas), se evitaría que estas iniciativas se utilicen, como
muchas veces ocurre ahora, como cortinas de humo o maniobras de distracción de
la opinión pública, que los gobiernos utilizan con bastante frecuencia,
especialmente cuando les interesa desviar la atención del ciudadano de otras
actuaciones cuestionadas o polémicas de los gobernantes.
En cualquier caso, la
utilización del referéndum/consulta por internet representará un avance
importantísimo en los usos democráticos, que, seguro, comportará una NUEVA
ERA DEMOCRÁTICA, en la que la Democracia Directa pase de la utopía a la
realidad.
.....................
Voy concluyendo.
Trasladando la teoría
expuesta a lo que pasó en España en la pasada legislatura, cabe preguntarse si
no se hubiera eliminado gran parte de la tensión política, por no decir áspera
bronca o crispación, si, disponiéndose de la herramienta de las «consultas por
internet», se hubiera hecho una pregunta concisa a los ciudadanos para
que éstos se pronunciasen sobre cuál debiera haber sido la postura del gobierno
en su estrategia antiterrorista o en su actitud ante ETA, o también sobre lo
del matrimonio entre homosexuales. Desde luego, con la respuesta de varios
millones de ciudadanos se podría haber acabado el agrio debate político que
padecimos durante más de dos años. También habrían sobrado las inútiles y
ácidas polémicas relacionadas con la asistencia o no a las manifestaciones o
con los eslóganes o los lemas de éstas, porque sobre las cuestiones en las que
ya hubiera un pronunciamiento por internet de una inmensa mayoría de los
ciudadanos no habría habido opción para reivindicaciones callejeras.
Todos, especialmente los
gobernantes, habrían (habríamos) estado obligados a aceptar lo que hubiera
opinado la mayoría.
Muy de acuerdo. Otra democracia, otro mundo es posible y como dice Hessel, no sólo puede, debe hacerse.
ResponderEliminaresto es como un rebaño de ovejas en una paridera cerrada a calicanto,y dentro una jauria de lobos comiendonos asi son los politicos y asi nos va .un saludo
ResponderEliminarMe gustaría proponer una idea que llevo dentro desde hace mucho tiempo:
ResponderEliminarpara conseguir un escaño hace falta tantos de acuerdo.
Si votamos tantos en blanco;tantos escaños conseguidos por lo tanto
menos diputados en el congreso.Menos buitres carroñeros que tendremos que alimentar.