Me voy a referir al verbo criticar en su acepción de «censurar o vituperar las
acciones o conducta de alguien». Del mismo modo, al sustantivo crítica.
Hay que admitir que todos
tenemos derecho a criticar lo que hacen los demás, sobre todo cuando estos
son los que mandan y, más aún, si son los gobernantes políticos. Dándole la
vuelta, también debemos asumir que nuestra conducta o nuestros actos están expuestos a la crítica de los demás, es decir,
a que otros manifiesten su opinión desfavorable sobre cómo nos comportamos o
sobre lo que hacemos. Esto es incontrovertible y además es saludable; aunque
algunas veces, lógicamente, las críticas resulten incómodas y molestas para el
criticado. Por otro lado, el derecho a la crítica hay que entenderlo como una
consecuencia de la bendita libertad de expresión, a lo que debe subordinarse
cualquier molestia o incomodidad causada por la crítica, siempre que esta se
haya hecho con cierto respeto, educación y, por supuesto, sin sobrepasar los
límites que marque la ley.
O sea, me parece bien ejercer la crítica. Pero también
debo decir que no me gusta cómo critican algunas personas. Me explico.
Criticar por criticar
Partiendo de que, como decía antes, la crítica siempre
viene bien, tendremos que convenir en que hay que apoyarla en argumentos. No vale criticar sin fundamento, o sea,
criticar por criticar; que es lo que hacen algunas personas. En mi opinión, los
que así actúan es porque creen que ser crítico —es decir, mostrarse
habitualmente como emisor de opiniones desfavorables— es un atributo positivo
que enriquece su personalidad. Creen que decir «esto no me gusta o esto no está
bien» tiene, per se, más valor que decir lo contrario. Yo creo que los que así
actúan no son críticos, son tocapelotas, y su
crítica no vale para nada.
El derecho a criticar
En cuanto a la crítica sobre las conductas o actos
cercanos (me olvido, ahora, de la que se hace a los gobernantes y poderosos),
creo que el derecho a criticar hay que
ganárselo; y para ganárselo hay que exponerse; es decir, hay que ser de
«los que hacen cosas». Me revientan los indolentes inútiles que se muestran
críticos con «lo que hacen» los demás; o sea, creo que, en el ámbito a que me
refiero, los que no hacen nada no tienen
derecho a criticar a los que hacen, incluso aunque hubiera argumentos
objetivos. Porque es obvio que «los que no hacen nada» nunca o casi nunca se
equivocan, y, además, los errores o fallos por omisión son menos evidentes y admiten
mejor las disculpas evasivas. Así que el
derecho a criticar hay que ganárselo, simplemente «haciendo»; porque, si no,
hay que entender su crítica como ganas de tocar las pelotas, y eso no tiene
ningún mérito.
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Resumiendo, la crítica constructiva y argumentada está bien y es
deseable en todos los ámbitos, pero la
que, en lo cercano, se hace sólo por joder, o sea, por el insano placer de molestar o zaherir a
los que, bien o mal, se ocupan de «hacer», es indeseable y propia de seres
mezquinos, a los que hay que recomendar que se repriman y, en todo caso,
que se contenten con automasajearse la entrepierna, o sea, con que se las toquen
ellos.
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