Creo que fue a mediados del pasado
febrero cuando, estando en casa escuchando la radio, me pasó algo que no me
había ocurrido nunca. Tomé unas notas para luego contarlo en el blog, pero, por
pudor, supongo, no me pareció oportuno publicarlo. Hoy me he encontrado con
aquellas notas y me he decidido a escribir lo siguiente.
Estaba
en casa, a media mañana, escuchando en la radio el programa matinal de Carlos
Herrera. Hablaban de la muerte del cantante bilbaíno Sergio Blanco, que formó
parte de «Mocedades» y «Sergio y Estíbaliz». Tras algunos comentarios recordando
la figura del fallecido y lamentando su muerte, dieron paso a las llamadas
telefónicas de los oyentes; entre ellas, la de una mujer que, como los demás
que llamaron, mostró su pesar por la muerte del cantante; pero, además, dijo
otras cosas.
Comentó
que a ella y a sus padres, también ya fallecidos, les gustaban mucho las
canciones de Sergio. Contó que de pequeña tenía alguna patología que le
producía mareos en el coche cuando, con su familia, salía de vacaciones. Cuando
eso le ocurría, le ponían en el coche canciones de Mocedades, y su madre, que, según
la oyente, cantaba muy bien (igual que su padre), acompañaba las canciones y le
animaba a ella a que también lo hiciera. Parece que así, escuchando y cantando,
se le pasaba el malestar y podía superar los mareos. A medida de que avanzaba
en el relato de sus recuerdos su voz se iba quebrando y se le notaba con
dificultades para decir lo que quería; era evidente que la emoción la estaba
afectando.
Estaba
claro, al menos para mí, que no estaba fingiendo ni nada perecido; la emoción
de la interviniente era real. Supongo que ello era debido, más que al recuerdo
del cantante, al de sus padres y sobre todo al de su madre cantando en los
viajes. Y a medida que la mujer avanzaba en el relato de sus anecdóticos
recuerdos relacionados con Sergio, nada trascendentales, y se iba percibiendo
con más evidencia sus dificultades para contar lo que quería, yo me estaba
contagiando de su emoción. Me conmovió. Me conmovió hasta tal punto que se me hizo
un nudo en la garganta y tímidas lágrimas humedecieron mis ojos.
—¡Cagüen la puta!, Julio, ¿estás tonto?—
me dije, entre sorprendido y molesto, con ánimo, supongo, de librarme de mi
extraña reacción. —Debe de ser un síntoma
de tu incipiente chochez—, me contesté tratando de quitarle importancia.
Pero
me quedé pensando. No había motivos para mi conmoción; la mujer había hecho su
relato sin pretender impresionar y en un clima amable y distendido, es decir,
había contado una simple anécdota familiar relacionada con el cantante
fallecido, mejor dicho, con sus canciones, pero sin dramatizar sobre el hecho
luctuoso de la muerte de Sergio ni sobre sus recuerdos. ¿A santo de qué, mis
lagrimillas?, me preguntaba intrigado, por lo que seguí pensando.
Creo
que mi intriga se debía, principalmente, a que no me considero una persona,
digamos, sensiblera. Desde luego, no soy de lágrima fácil. Echando la vista
atrás, hasta donde alcanzan mis recuerdos, creo que, con alguna excepción, sólo
he llorado en el cine (no en muchas ocasiones) y siempre conmovido al contemplar lo
que podríamos llamar la exaltación/sublimación expresiva de lo mejor de la condición
humana; es decir, cuando se nos muestra que las personas también somos capaces
de movernos impulsados, exclusivamente, por valores positivos, como pueden ser
la solidaridad, el cariño, la honestidad y la justicia. O, lo que es igual,
cuando los comportamientos nada tienen que ver con el propio interés o con el
egoísmo. Pero, volviendo al relato de la
mujer, tampoco se podía decir que había sido una demostración de esta
exaltación/sublimación que acabo de mencionar. No, simplemente había contado una simple
anécdota, por otro lado bastante intrascendente.
Pero
la contó de verdad; lo que dijo le salió del alma, y con la única intención de,
a través del recuerdo de las canciones de Sergio, hacer públicamente un cariñoso
homenaje a su madre. Es posible que la mujer sintiera que se lo debía. Fuera por lo que fuese, lo que percibí fue un sencillo y emotivo relato rebosante de sinceridad y honestidad. Supongo que por eso la mujer me contagió su emoción.
Le
quedé muy agradecido por haberme conmovido; últimamente voy poco al cine.
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