4 nov 2012

LA UNIÓN EUROPEA

La reciente (actual) crisis económica ha puesto en cuestión el futuro de la UE; se han desatado los temores de que algunos países (entre los que está España) tengan que abandonar la UE por razones económicas, pero, incluso, se ha puesto en tela de juicio la propia continuidad de la Unión, al menos con sus bases y esquema funcional actuales. Ya veremos qué pasa a corto y medio plazo.

Y puede pasar de todo, porque, en mi opinión, a esta comunidad política supranacional le falta fundamento natural; o sea, carece del sedimento histórico necesario en que apoyarse para vertebrar con consistencia la interrelación y el funcionamiento de los 27 estados —y, por tanto, de sus ciudadanos— que actualmente la conforman (en 2013 se incorporará Croacia). Estados entre los que hay abismales diferencias culturales, históricas, económicas y sociales, lo que, indudablemente, acentúa la diversidad —y a veces divergencia— de intereses, agudiza las diferencias en la forma de afrontar los problemas y produce gran disparidad a la hora de establecer las prioridades vitales. Además, hay que tener en cuenta que, para el entendimiento entre los ciudadanos —y esto no es baladí— del conjunto de la UE, coexisten ¡23 idiomas oficiales!, aparte de los no considerados oficiales en la UE pero que están vivos en muchas regiones de los estados miembros. Para evidenciar las diferencias de las que hablo, basta con preguntarse qué tienen en común los suecos y los chipriotas, o los portugueses y los búlgaros, o, sin más lejos, nosotros y los alemanes. Obviamente, muy poco. Y así podríamos hacer una intercomparación entre todos los estados miembros, de la que deduciríamos que resulta poco menos que utópico aglutinarlos en una unidad política que, por definición, debe velar por la mejora de los intereses generales o comunes (¿) de sus ciudadanos.

En términos políticos, creo que la UE es un engendro artificial. Aunque se gestó a mediados del siglo XX, en su formato actual se formalizó hace un par de décadas con la firma del Tratado de Maastricht entre los que entonces gobernaban los principales estados europeos para dar solidez política a las organizaciones supranacionales de carácter económico y comercial ya existentes en el seno de Europa; también, es muy posible que en el ánimo de los impulsores del engendro estuviera el loable objetivo de conseguir una estructura política unificada que erradicara la posibilidad de que se repitieran los trágicos conflictos bélicos entre países europeos que se produjeron en la primera mitad del siglo XX.

Fuera por lo que fuese, se podría decir que las intenciones y objetivos fueron elogiables, pero también es incuestionable que la UE es una artificialidad inconsistente desde el punto de vista político y social. Y también es seguro que esto último lo sabían los impulsores y hacedores del «invento», porque lo llevaron a cabo de tapadillo; es decir, lo hicieron a la brava y sin consultar a los ciudadanos. Al menos en España —y supongo que en los demás países también—, a principios de los noventa, sin recibir demasiadas explicaciones, nos enteramos de que ya éramos europeos de la UE. Y, sin saber muy bien qué significaba eso, lo aceptamos dócilmente sin resistencia y sin entusiasmo, porque entendimos o, más bien, supusimos que podía ser algo bueno; eso de equipararnos a los alemanes, suecos, británicos, etcétera, nos pereció bien y, por eso, lo aceptamos sin rechistar.

Después, también a la brava y con la táctica de hechos consumados, los mandamases de los diferentes estados crearon la Unión Monetaria (UME) y en 2002 nos quitaron la peseta y nos impusieron el euro. Ni nos preguntaron qué nos parecía; la verdad es que nos gustó porque, además de evitarnos la conversión cuando hacíamos turismo por Europa, creo que, en el fondo, estábamos hartos de las humildes «pelas», que valían muy poco en relación con la mayoría del resto de las monedas europeas. Más tarde, en 2005, en España votamos en referéndum la Constitución Europea, que fue aprobada por gran mayoría de los votantes españoles aunque hubo una abstención de casi el 67 por ciento; pero en los referendums de Francia y Holanda ganó el NO y se organizó algo de lío, por lo que los demás países desistieron de someter la Constitución Europea al refrendo de sus respectivos ciudadanos.

O sea, algo tan importante para todos y cada uno de los países que conforman la UE, como es la integración en una organización política supranacional a la que se cede una parte importante de la soberanía nacional —que, dicho así, parece algo poco relevante, pero que es de la máxima importancia para los ciudadanos de todos los países de la UE— no ha sido aprobada, en ninguna de sus fases, por los ciudadanos de los estados miembros, salvo, como he dicho, la Constitución en España (y, después, en Luxemburgo). No sabría decir si en algún país se preguntó a los ciudadanos si querían integrarse en la UE o en la UME, pero me arriesgaría a decir que en ninguno se formalizó la consulta. Es decir, continuando con mi visión negativa de la razonabilidad de la UE, hay que asumir que, además de una artificialidad totalmente antinatural (social y políticamente), es una aberración democrática mayúscula. ¡Y todos tan contentos!

Estamos o, mejor dicho, estábamos tan contentos porque parece que a España durante un tiempo le ha ido bien, debido, según dicen, a los fondos que durante algunos años ha aportado Europa. Pero parece que ha llegado Paco con la rebaja. Porque es evidente que ahora vamos a tener que sufrir la crudeza de la pérdida de soberanía, que impide a nuestros gobernantes actuar con la autonomía que podría ser necesaria para afrontar una situación de crisis económica (con su dramático efecto en el desempleo) como la actual. Y si no, que le pregunten a Rajoy por eso del dichoso rescate y la consiguiente condicionalidad (¡cómo me gusta la palabreja!).

Y conste que creo que, en general, a España le ha venido bien su integración en la UE y, especialmente, en la Unión Monetaria, porque, aparte del efecto inflacionista que padecimos cuando apareció el euro (aquello de que 100 pesetas = 1 euro), la imposibilidad comentada de que el gobierno español tenga autonomía para llevar a cabo su propia política económica y monetaria ha impedido que, ante la crisis actual, aplicara la consabida receta propia de situaciones de este tipo: la devaluación, con su consiguiente efecto inflacionista que nos hubiera machacado a los jubilatas; así que por esa razón, ¡viva Europa y el euro!

Pero, independiente de lo que Europa haya significado o signifique para España, lo que quería resaltar ahora es que, por lo que he dicho de la endeblez de sus fundamentos político-sociales, de su falta de arraigo histórico, de la diversidad o heterogeneidad de los estados miembros, y, también, por su total carencia de legitimidad democrática, la Unión Europea adolece de una gran inconsistencia política y que, por eso, le va a resultar muy difícil superar los problemas que, como la actual crisis financiera, seguro que van a surgir en su seno. Como decía al principio, no sé qué futuro tiene la UE (ni creo que lo sepa nadie, ¡ni Merkel!), pero me da en la nariz que no será muy duradero.



Comentario ulterior: Hoy, 24-6-2016, menos de cuatro años después de escribir lo que antecede, nos hemos enterado de que el «Brexit» ha triunfado en el referéndum que se celebró ayer en el Reino Unido. Este estado abandonará, pues, la UE. Todos lo consideran una catástrofe en términos políticos, económicos y de todo tipo, y algunos hablan ya del principio del fin de la Unión. Desafortunadamente, parece que mis temores estaban justificados.

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