La
del título es una de las interjecciones más utilizadas en España. No me
gusta; prefiero otras, que, aunque suenen más fuerte o puedan considerarse más
groseras, me parecen mejor. Así que vaya por
delante que, salvo que se me escape, no forma parte de mi vocabulario. Por aclarar mi gusto en
materia de interjecciones, lo primero que debo decir es que ¡coño! me resulta
una interjección, además de ambigua, meliflua. Me explico.
Lo de ambigua lo digo porque su
utilización requiere ser acompañada del gesto y tono para que tenga una
significación inequívoca. Realmente, eso pasa con casi todas las interjecciones, pero con esta creo que más. Porque ¡coño! se puede utilizar para muchas cosas:
desde el simple saludo (antes del vocativo, como en “¡Coño!, Pepe, ¿qué haces
por aquí?”) hasta para reafirmar una orden (“¡Se sienten, coño!”, que dijo
Tejero en el Congreso), pasando por su utilización para mostrar sorpresa, alegría,
tristeza, interés, dolor repentino, admiración y muchas otras cosas.
¡Coño!
es la interjección malsonante preferida por los que se consideran bienhablados, o sea, por la
gente que se considera bien educada y que evita las palabrotas (seguramente así se consideraría Tejero), para
ser utilizada coloquialmente para demostrar firmeza o determinación. Además,
como es un “taquillo” (no llega a taco), saben que, dicho con energía, en sus
ambientes habituales no solo no se lo reprobarán, sino que es casi seguro que
se lo agradecerán e, incluso, se lo premiarán. Imaginemos a María Dolores de
Cospedal en un mitin de la campaña electoral acabando su vibrante discurso con
un “…y estas elecciones las vamos a ganar, ¡coño!” La ovación de sus fieles
resultaría atronadora y nadie le recriminaría el taquillo.
Por
eso, lo que menos me gusta de ¡coño! es que muchas de las personas que lo
utilizan hacen, con su utilización, un melifluo ejercicio expresivo, en el que,
por un lado, quieren demostrar que, en un alarde de campechanía, son capaces de
utilizar expresiones “del pueblo”, pero no se atreven a utilizar las que,
aunque suenen peor, resultan muy expresivas y contundentes. O sea, quieren
demostrar que son capaces de decir palabrotitas para que, en ciertos ambientes,
no se les tome por remilgadas o mojigatas, pero, a la vez, mucho se cuidan para
no ser tomadas por maleducadas o groseras. O sea, un sí es, no es.
Y no
quiero decir que convenga mostrarse maleducado o grosero, no. Sé que eso nunca
está bien, aunque debo reconocer que, con más frecuencia de la deseable, mi
vocabulario no se ajusta a las buenas prácticas recomendables; o sea, que soy
bastante malhablado. Yo me disculpo achacando tal defecto a las secuelas de
haber crecido en un barrio en que los tacos y palabrotas eran moneda corriente
a la vez que el lenguaje florido brillaba por su ausencia. Así he salido.
Y
volviendo al melifluo ¡coño!, opino que si alguien quiere expresarse con
corrección, porque así lo considera conveniente en atención a quienes le
escuchan, que no emplee esa interjección, que no deja de ser una ordinariez.
Pero entre los cercanos, cuando se sienta libre y sin condicionamientos en su
expresividad, que haga uso de otras interjecciones disponibles en lo que
llamamos habla coloquial. Un ¡cojones!, ¡hostias!, ¡cagüenlaputa!, o el más
primitivo ¡mierda! siempre resultan más contundentes y, si se dicen con
naturalidad, deberían ser tolerables.
Seguro
que resultaría más movilizador en su campaña electoral escuchar a la antes
citada secretaria general del PP motivando a sus huestes con algo parecido a "…y,
¡mecagüenlaputa!, estas elecciones las vamos a ganar ¡por cojones!, ¡hostias!".
Si lo dice así, igual la voto.
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