Generalmente, esta
interjección se utiliza para significar que se está muy de acuerdo con lo que
ha dicho otro, normalmente interlocutor del que la pronuncia. Por ejemplo, si
alguien que me escucha dice ¡claro! cuando yo digo “el cuadrado de la
hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los catetos”, lo que debo
entender es que está de acuerdo con la ecuación expresada por mí. Vale, pero a veces también
se quiere dejar claro algo más, que es a lo que me voy a referir.
Al decir con
rotundidad ¡claro! en la situación comentada, el que lo dice lo que puede
querer manifestar es que ya conocía, de sobra, el teorema de Pitágoras sin
necesidad de que yo lo expusiera. Y si acompaña la interjección con un gesto
apropiado, lo que está transmitiendo a quienes le escuchen es que lo que he dicho
es más que evidente. Más aún, si a la interjección le sigue, tras una ligera
pausa, el vocativo, adornándose con un gesto que exprese conmiseración, por
ejemplo “¡Claro!... Julio”, se me está diciendo que no sea capullo; que lo que
he dicho, por evidente y conocido, resultaba innecesario.
Así que el ¡claro!,
además de su inocente uso para adherirse a lo dicho por otra persona, tiene otras
utilidades más, digamos, puñeteras:
- Una, para jactarse del conocimiento sobre el objeto o asunto de que se habla.
- La otra, para reprender o reconvenir cariñosamente al interlocutor por decir, por evidente, lo innecesario.
Pero lo malo de la
utilización en su versión puñetera del ¡claro! es que, en muchas ocasiones, resulta engañosa, especialmente cuando,
sobre todo en el primer caso —para jactarse de conocimiento—,el que lo utiliza
lo que realmente quiere es que no se note su ignorancia sobre lo que su
interlocutor ha dicho. O sea, que cuando debía haber dicho “no tengo (o tenía)
ni puta idea”, que es algo muy saludable y noble, lo que dice es ¡claro!, queriendo
dar a entender “yo también lo sé”. A mí esto me molesta bastante.
Y lo peor es que esta
utilización del ¡claro! como recurso o triquiñuela para disimular la ignorancia
es muy frecuente. Aunque hay quien es muy eficaz en el disimulo, es decir, en
que no se note la equivalencia del ¡claro! con “no tenía ni puta idea sobre lo
que has dicho”, en la mayoría de los casos se puede notar la suplantación. Si
el que lo intenta desvía la mirada cuando pronuncia la interjección que nos
ocupa, o sea, cuando lo dice sin mirar a los ojos del interlocutor al que se
dirige, hay que interpretar que está disimulando su ignorancia; me atrevería a
decir que en el 90 por ciento de los casos se acierta con esta interpretación.
Por el contrario, si el
que dice el ¡claro! lo hace mirando fijamente a su interlocutor con un
inequívoco y contundente gesto de afirmación hay que interpretar que no está
disimulando; en todo caso, lo que está haciendo es un sincero uso puñetero de
la interjección, en cualquiera de las dos modalidades a que antes me he
referido.
Para terminar, debo
confesar que todo lo dicho vale para cuando el dicente del ¡claro! es varón; las
mujeres tienen registros y recursos retóricos que se escapan a mi comprensión,
así que no sé si todo lo anterior se puede aplicar a las féminas. Lo único que
puedo decir es que tengo la impresión de que el ¡claro! es utilizado muchísimo
más por ellas que por nosotros.
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