El despectivo
“señoritingo” es un calificativo (más que sustantivo) que le viene al pelo a
Iñaki Urdangarin, cuñado del rey de España y exduque de Palma. Lo están
juzgando estos días en Palma de Mallorca como uno de los principales acusados
en el caso Nóos, por eso lo he visto en la tele en los reportajes que se hacen
sobre el juicio. No es que quiera hacer leña del árbol caído, pero creo que es
obligado decir algo sobre él.
Este individuo nació
en lo que se dice una buena, buenísima, familia; su padre fue presidente de una
entidad financiera (Caja Vital) y su madre es una aristócrata. O sea, desde la
cuna sus circunstancias fueron muy favorables. Después, ya de mayor, le hemos
conocido como un hombre aparentemente sano, fuerte, alto y muy guapo; todo un
tipazo. Por otro lado, por cómo le he visto expresarse en el juicio, aparenta
tener un nivel intelectual, digamos, normal (aunque de memoria anda algo flojo).
De hecho, cursó estudios universitarios, de los que obtuvo su correspondiente
título; además consiguió algún máster para adornar su currículum. ¡Una joyita!,
dirían (no ahora) con admiración en su familia.
Le dio por el
balonmano, deporte en el que destacó. Jugó en el Barcelona y en la selección
nacional, con la que fue medallista en un par de olimpiadas. A sus 31 años se
casó ¡con la hija del rey de España!, con la que tiene unos hijos guapísimos. O
sea, una vida como las de las pelis de amor y lujo.
Está claro que el
señoritingo ¡lo tuvo todo! Al menos todo lo que a la mayoría de los mortales les
podría resultar muchíííísimo más que suficiente para tener, ellos y sus
descendientes, una vida fácil. Le venía de perlas eso de «Eres guapo y eres
rico, ¿qué más quieres, Federico?». Pues, por lo visto, el señoritingo quiso
más.
Por lo que nos
cuentan, allá por 2003, cuando «España iba bien», este listillo (ver el final
de DE TONTOS Y LISTOS en este blog) quiso
aprovecharse de la, aparentemente, boyante situación del país para dar, también
él, su particular «pelotazo» y, así, fortalecer aún más su propia economía.
Se conoce que las prebendas que podía obtener por su posición social como miembro
de la familia real le sabían a poco; además tenía que pagar el famoso palacete de
Pedralbes, que, según dicen, le costó un pastón. El caso es que, según hemos podido
conocer, se embarcó en una aventura ¿empresarial? que durante unos cuantos años
le proporcionó, según el sumario, mucho dinero. Pero ese dinero provenía, según
parece, de las arcas públicas y, presuntamente, su cobro no estaba justificado.
Por eso lo están juzgando estos días.
Lo tenía todo o casi
todo, y no le bastó; fue un tragón, quiso más. ¿Por qué? ¿Mera codicia? ¿Por
gilipollas? ¿Le engañaron?... No podemos saber sus motivaciones íntimas para
hacer lo que hizo; por eso, desde lejos, solo podemos conjeturar. A mí me parece que es
un caso singular el de este señoritingo de los cojones; se podría decir que es
el paradigma del listillo, que se creyó que estaba por encima de los demás y
que nada podía oponerse a sus deseos.
Yo creo que es
probable que este sujeto, cegado o deslumbrado por el resplandor celestial que afecta
a los que padecen el «mal de altura» (típica dolencia de los mediocres que
llegan muy arriba), perdiera perspectiva y sentido de la realidad, hasta el
punto de no ser consciente de que al recibir injustificadamente dinero público estaba
robando a los ciudadanos. O es posible que escuchara a aquella ministra que
dijo «El dinero público no es de nadie», y que, en un ataque de memez, el señoritingo se
dijera «Vale, ministra, ya me voy a ocupar yo de que tenga dueño», y forjara su
plan de apropiación fraudulenta de un buen pellizco.
Fuera como fuese,
este presunto delincuente merece el mayor grado del reproche social y que, como
yo en este post, los ciudadanos le tratemos con el máximo desprecio, o sea,
como él nos trató a nosotros cuando se lo llevaba en crudo. Porque, asumiendo
que robar no está bien, no podemos contemplar igual al que roba por pura
necesidad o porque tiene muy poco (que en estos tiempos se puede comprender y,
en muchos casos, hasta justificar) que al que lo hace cuando tiene más que
suficiente y además ocupa una posición social y económica privilegiada, que
para más inri está, en cierto modo, sufragada y consentida, mayoritariamente,
por el conjunto de la ciudadanía.
Por todo esto, el
señoritingo no merece la mínima consideración ni, por supuesto, perdón. Solo
merece un castigo ejemplar. Porque su castigo, es decir, su condena por el
tribunal que le juzga y la ulterior confirmación por el Supremo (seguro que
recurre), podría ser un buen referente para los juzgadores de los numerosos
casos de corrupción política que, actualmente, están en vía judicial. Hay que
limpiar el patio nacional, aunque entre la porquería estén los señoritingos de
medio pelo y los que se han aprovechado indignamente del poder.
Si lo que le caiga
sirve de ejemplo, será, aunque le pese, el más valioso servicio del señoritingo
Urdangarin a la sociedad española, por lo que su «sacrificio» se podría tener
en cuenta cuando un viernes de dentro de unos cuantos años el Consejo de
Ministros tenga que decidir sobre su indulto.
¡Ah!, casi se me
olvidaba. Al instructor del caso, juez Castro, le deberían dedicar, en su
pueblo o en Palma de Mallorca, una calle. ¡Las presiones que habrá aguantado!
18-06-2018. NOTA ULTERIOR: Hoy ha ingresado en la prisión de Briuega (Ávila) el señoritingo Urdangarin para cumplir la condena de más de 5 años que le fue impuesta tras haber sido confirmada por el Tribunal Supremo.
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