28 feb 2016

EL SEÑORITINGO


El despectivo “señoritingo” es un calificativo (más que sustantivo) que le viene al pelo a Iñaki Urdangarin, cuñado del rey de España y exduque de Palma. Lo están juzgando estos días en Palma de Mallorca como uno de los principales acusados en el caso Nóos, por eso lo he visto en la tele en los reportajes que se hacen sobre el juicio. No es que quiera hacer leña del árbol caído, pero creo que es obligado decir algo sobre él.
Este individuo nació en lo que se dice una buena, buenísima, familia; su padre fue presidente de una entidad financiera (Caja Vital) y su madre es una aristócrata. O sea, desde la cuna sus circunstancias fueron muy favorables. Después, ya de mayor, le hemos conocido como un hombre aparentemente sano, fuerte, alto y muy guapo; todo un tipazo. Por otro lado, por cómo le he visto expresarse en el juicio, aparenta tener un nivel intelectual, digamos, normal (aunque de memoria anda algo flojo). De hecho, cursó estudios universitarios, de los que obtuvo su correspondiente título; además consiguió algún máster para adornar su currículum. ¡Una joyita!, dirían (no ahora) con admiración en su familia.
Le dio por el balonmano, deporte en el que destacó. Jugó en el Barcelona y en la selección nacional, con la que fue medallista en un par de olimpiadas. A sus 31 años se casó ¡con la hija del rey de España!, con la que tiene unos hijos guapísimos. O sea, una vida como las de las pelis de amor y lujo.
Está claro que el señoritingo ¡lo tuvo todo! Al menos todo lo que a la mayoría de los mortales les podría resultar muchíííísimo más que suficiente para tener, ellos y sus descendientes, una vida fácil. Le venía de perlas eso de «Eres guapo y eres rico, ¿qué más quieres, Federico?». Pues, por lo visto, el señoritingo quiso más.
Por lo que nos cuentan, allá por 2003, cuando «España iba bien», este listillo (ver el final de DE TONTOS Y LISTOS en este blog) quiso aprovecharse de la, aparentemente, boyante situación del país para dar, también él, su particular «pelotazo» y, así, fortalecer aún más su propia economía. Se conoce que las prebendas que podía obtener por su posición social como miembro de la familia real le sabían a poco; además tenía que pagar el famoso palacete de Pedralbes, que, según dicen, le costó un pastón. El caso es que, según hemos podido conocer, se embarcó en una aventura ¿empresarial? que durante unos cuantos años le proporcionó, según el sumario, mucho dinero. Pero ese dinero provenía, según parece, de las arcas públicas y, presuntamente, su cobro no estaba justificado. Por eso lo están juzgando estos días.
Lo tenía todo o casi todo, y no le bastó; fue un tragón, quiso más. ¿Por qué? ¿Mera codicia? ¿Por gilipollas? ¿Le engañaron?... No podemos saber sus motivaciones íntimas para hacer lo que hizo; por eso, desde lejos, solo podemos conjeturar. A mí me parece que es un caso singular el de este señoritingo de los cojones; se podría decir que es el paradigma del listillo, que se creyó que estaba por encima de los demás y que nada podía oponerse a sus deseos.
Yo creo que es probable que este sujeto, cegado o deslumbrado por el resplandor celestial que afecta a los que padecen el «mal de altura» (típica dolencia de los mediocres que llegan muy arriba), perdiera perspectiva y sentido de la realidad, hasta el punto de no ser consciente de que al recibir injustificadamente dinero público estaba robando a los ciudadanos. O es posible que escuchara a aquella ministra que dijo «El dinero público no es de nadie», y que, en un ataque de memez, el señoritingo se dijera «Vale, ministra, ya me voy a ocupar yo de que tenga dueño», y forjara su plan de apropiación fraudulenta de un buen pellizco.
Fuera como fuese, este presunto delincuente merece el mayor grado del reproche social y que, como yo en este post, los ciudadanos le tratemos con el máximo desprecio, o sea, como él nos trató a nosotros cuando se lo llevaba en crudo. Porque, asumiendo que robar no está bien, no podemos contemplar igual al que roba por pura necesidad o porque tiene muy poco (que en estos tiempos se puede comprender y, en muchos casos, hasta justificar) que al que lo hace cuando tiene más que suficiente y además ocupa una posición social y económica privilegiada, que para más inri está, en cierto modo, sufragada y consentida, mayoritariamente, por el conjunto de la ciudadanía.
Por todo esto, el señoritingo no merece la mínima consideración ni, por supuesto, perdón. Solo merece un castigo ejemplar. Porque su castigo, es decir, su condena por el tribunal que le juzga y la ulterior confirmación por el Supremo (seguro que recurre), podría ser un buen referente para los juzgadores de los numerosos casos de corrupción política que, actualmente, están en vía judicial. Hay que limpiar el patio nacional, aunque entre la porquería estén los señoritingos de medio pelo y los que se han aprovechado indignamente del poder.
Si lo que le caiga sirve de ejemplo, será, aunque le pese, el más valioso servicio del señoritingo Urdangarin a la sociedad española, por lo que su «sacrificio» se podría tener en cuenta cuando un viernes de dentro de unos cuantos años el Consejo de Ministros tenga que decidir sobre su indulto.
¡Ah!, casi se me olvidaba. Al instructor del caso, juez Castro, le deberían dedicar, en su pueblo o en Palma de Mallorca, una calle. ¡Las presiones que habrá aguantado!
18-06-2018. NOTA ULTERIOR: Hoy ha ingresado en la prisión de Briuega (Ávila) el señoritingo Urdangarin para cumplir la condena de más de 5 años que le fue impuesta tras haber sido confirmada por el Tribunal Supremo.

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