Hace unos días, hablando con unos amigos sobre Jorge Valdano, comenté que era un tipo al que yo admiraba muchísimo. Y no precisamente por su pasado como futbolista (no lo vi mucho), aunque méritos hizo de sobra a juzgar por los muchos títulos que consiguió, entre ellos el de campeón del mundo (México 1968) con la selección argentina. Mi admiración es por la forma en que se expresa y, sobre todo, por su buen criterio; por eso, me gusta mucho escuchar por la radio sus comentarios, generalmente sobre fútbol. Creo que, con diferencia, es el mejor comentarista de fútbol que hay en España. Les dije a mis amigos que mi admiración por Valdano empezó hace muchos años, a raíz de leer en el periódico (creo que fue en El País) un relato escrito por él que me pareció delicioso. Para satisfacer la curiosidad de alguno de mis interlocutores, transcribo a continuación aquel precioso cuento. Recomiendo su lectura.
Vieja, creo que tu hijo la cagó. Jorge Valdano
Juan Antonio
Felpa era de talante tranquilo, pero resolvió asegurarse el sueño de la noche
previa a la del día del partido con medio somnífero porque estaba inquieto, y
no le faltaba razón. El hábito lo despertó a las siete de la mañana, e
instantáneamente un cosquilleo nervioso en el estómago le anunció que era
domingo, día de fútbol, y decidió quedarse un poco más en la cama a pensar en
el partido. Consumió varios minutos parando penaltys en idénticas versiones.
Era su sueño favorito, su fantasía recurrente: 0-0 faltando un minuto y penalty
en contra; silencio expectante, miradas de ojos grandes, intuición exacta y él
en el aire abrazado a la pelota y otra vez él en el suelo sintiéndose dueño de
los aplausos, responsable de la catástrofe diminuta que sufrían las emociones
de cientos de aficionados; 0-0 final. A veces imaginaba lo mismo con ventaja de
1-0 para su equipo, pero esa historia le gustaba menos porque tenía que
repartir la gloria con el compañero que había marcado el gol.
A Juan
Antonio Felpa, obrero de Fábricas Unidas y portero del Sportivo Atlético Club,
se le dibujaba una sonrisa estúpida cuando paraba penaltys mentalmente aunque
él no se daba cuenta. Se acordó del tiempo con la preocupación de un
agricultor; saltó de la cama y se fue hasta la puerta rogando que no lloviera.
Aquel 16 de septiembre de 1964, la primavera se había adelantado cinco días al
calendario. Era una mañana irreprochable. Ese sol que invitaba a vivir le
recordó la enfermedad de su padre. Luego pasaría a visitarlo para hacerle
olvidar por un rato la tristeza de perderse el clásico.
Entró a la
humilde cocina a tomarse un té, como era su costumbre dominguera, sin poder
sacarse el partido de la cabeza. Clavó la vista en un póster arrugado de Amadeo
Carrizo que había pegado años atrás en la pared. Sin haberlo visto nunca jugar,
había sido siempre hincha del River Plate. Buenos Aires estaba a muchos
kilómetros y a muchos pesos de distancia, pero él idealizaba la trayectoria del
equipo capitalino y la de su portero legendario a través de la radio y de la
revista El Gráfico. Como admirar es identificarse, Felpa se sentía el Carrizo
del pueblo, le emulaba algunos gestos y hasta había conseguido una gorra a cuadros
parecida a la que el portero riverplatense usaba para defenderse del sol.
«Grande maestro», le murmuró Juan Antonio a la foto de Amadeo en el preciso
instante que su mujer, con ojos todavía dormilones, entraba en la cocina:
—Hablás solo.
—No, pensaba.
—No, pensaba.
Recibió el
beso cariñoso y joven de Mercedes y los dos hablaron durante largo rato de
simples cosas suyas.Juntos escucharon a Johnny Lombard anunciando el partido:
«A las cinco de la tarde, en el campo comunal Sportivo y Argentino de Las
Parejas se juegan el título de Liga en el partido más esperado del año». Esa
voz emotiva, que paseaba en un coche lento y que era ampliada por dos grandes
altavoces ubicados sobre el techo, lograba que Felpa se sintiera importante.
Piel de gallina se le ponía.
Todavía faltaban
cinco partidos para que terminara el campeonato, y los dos equipos que dividían
el pueblo, los celestes del Argentino y los verdirrojos del Sportivo compartían
el primer puesto de la Liga Cañadense de Fútbol. Esa tarde ponían el honor y la
vergüenza en juego para definir de una vez por todas quién era quién en la
Liga. Desde hacia una semana no se hablaba de otra cosa. Circulaban las
apuestas, se espesaban las bromas y los más impacientes ya se habían cruzado
algún puñetazo. Estaba clarito en el ambiente que lo que se jugaba era el
clásico más importante de los últimos tiempos.
—¿Qué tal en
la fábrica? —preguntó Mercedes.
—Y... esta semana, ya sabés, los muchachos me volvieron loco.
—Y... esta semana, ya sabés, los muchachos me volvieron loco.
Orgulloso, Juan Antonio le contó a su mujer; entre otras cosas, que el patrón,
palmeándole la espalda le había dicho: «Juan, el domingo te tenés que portar,
¿eh?».
Felpa era un
buen tipo, de veintiséis años, casado no hacía mucho tiempo y con un niño de
meses. De gustos sencillos, querido y popular, era de esa clase de hombres que
teniendo poco no necesitan más. Se vistió con ropa de domingo, revisó la bolsa
de deportes, olió con ganas y sin ruidos la habitación del hijo dormido y se
despidió de su mujer sin mucha ceremonia.
En el sanatorio San Luis, sentado en la cama donde convalecía su padre de una
operación estomacal, recibió con paciencia consejos futbolísticos. Recordaron
aquel día que habían ido a cazar y Juan Antonio, con diez años, salió corriendo
y se tiró de panza sobre una liebre a la que el padre había apuntado y pretendía
disparar con su vieja escopeta. La liebre se escapó y el imprudente proyecto de
guardameta, que vivía abalanzándose sobre cualquier cosa, recibió una paliza de
la que no se olvidaría nunca más. En esa época le empezaron a llamar Gato. Su
padre, hombre de carácter fuerte, que amaba al Sportivo con la misma intensidad
con que odiaba al Argentino, nunca estuvo de acuerdo con que su hijo fuera
portero, y no sólo porque le espantaba las liebres, sino porque siempre había
pensado que los porteros eran medio imbéciles. Pero quería tanto a su único
hijo que mudó el prejuicio y terminó mirando los partidos desde detrás de la
portería, aunque era más lo que molestaba con sus gritos que lo que respaldaba.
En la cama
del sanatorio, don Jesús Eladio Felpa se sentía mejor; pero no poder ver ese
clásico lo tenía algo excitado. Iba a tener que conformarse con abrir las
ventanas de su habitación para interpretar los gritos que llegaran desde la
cancha. A doscientos metros de distancia era capaz de identificar, aguzando el
oído, las jugadas peligrosas, el equipo que dominaba y, sin dudar, a qué equipo
pertenecía el gol que se marcaba. Treinta y cinco años viendo al Sportivo le
habían enseñado mucho. Su pobre mujer tenía que soportar en silencio el relato
aproximado que don Jesús hacía de las jugadas.
Juan Antonio
se fue a la sede del club llevándose una última recomendación paterna: —Métanle
cinco goles, así no hablan nunca más.
En el camino
volvió a fabricar un penalty en la cabeza. Siempre se tiraba hacia la derecha y
apresaba entre sus manos el balón que llegaba a media altura. «La esperanza es
el sueño de los despiertos», escuchó un día.
En la sede
encontró más gente que nunca y un clima prebélico. Las manos se le posaban en
los hombros como mariposas brutas y contestó con una sonrisa los comentarios de
siempre: «No te preocupes, que hoy ni se acercan...». «A las cinco cerrará las
persianas, ¿eh?...». «¿A quién le ganaron ésos...?». Llegó a la tranquilidad
del restaurante y saludó a sus compañeros, la mayoría de pueblos y ciudades
cercanas a los que no veía desde el domingo pasado. Eran buena gente, pero él
envidiaba la capacidad que tenía el Argentino para formar jugadores del pueblo.
El Tano Perazzi lo explicaba bien: «Los del pueblo juegan por la camiseta, y
los de afuera juegan por la plata». Pero siempre había sido así, y, la verdad,
mucha plata no había.
Comieron
carne asada con ensalada, y después la Bruja Mirage, ex jugador y en aquel
momento entrenador, dio la alineación y dijo las cuatro tonterías de siempre
con tono de haber inventado el fútbol.
Los Felpa,
padre e hijo, no lo tragaban porque nunca había defendido el fútbol local.
Cuanto de más lejos le traían los jugadores, más contento estaba. Además,
jugaba sin wínes (sic), y tácticamente se equivocaba mucho. Los dos solían
acordarse del día en que el Negro Moyano lo saludó a los gritos en mitad del
bar Victoria:
—¿Cómo te
va, embrague?
—¿Por qué embrague? —preguntó el entrenador con poca prudencia.
—Porque primero metés la pata y después hacés los cambios —le soltó el Negro para que se riera todo el mundo. Cómo sufrió el odio Mirage esa vez.
—¿Por qué embrague? —preguntó el entrenador con poca prudencia.
—Porque primero metés la pata y después hacés los cambios —le soltó el Negro para que se riera todo el mundo. Cómo sufrió el odio Mirage esa vez.
Los
jugadores decidieron irse para la cancha distribuidos en cuatro coches
particulares de directivos de la comisión de fútbol. Salieron por la puerta
trasera para no darle oportunidad a los pesados. En el vestuario empezaron a
respirar el clima del partido. Ahí adentro olía a fútbol. El partido estaba
cerca, y afuera crecía el ruido. Apretados por los nervios, se vistieron, se
masajearon e hicieron movimientos de calentamiento como si se tratara de un
ritual.
El Gato
Felpa, en un rincón, sólo movía los brazos y de vez en vez tiraba algún golpe
al aire como los boxeadores. Se ponía rodilleras y unos pantalones cortos
acolchados en las caderas para amortiguar los golpes de las caídas. No usaba
guantes ni entendía cómo se podía atajar con ellos. Si alguien se lo
preguntaba, había aprendido una frase que le gustaba repetir: «Me quitan
sensibilidad». Los hierros entre los que trabajaba durante la semana habían
modelado manos fuertes, y a él le gustaba sentir la pelota entre sus dedos. El
equipo, como era su costumbre, hizo un corro y todos encimaron las manos sobre
las del capitán para dar tres gritos de guerra que contribuían a darles
confianza y a hacerlos sentir más juntos. De rebote, también valía para asustar
a los del vestuario contiguo. Se fueron para el túnel, con música de tacos de
cuero sobre el suelo y cuidando de no resbalarse en el cemento. Cuando asomaron
la cabeza estalló la mitad roja-verde del campo. Los celestes ocupaban el lado
opuesto y homenajearon a sus jugadores tres minutos después. Ahí estaba todo el
pueblo.
Era día
grande, de esos que dejan hablando al pueblo durante semanas; banderas, papeles
picados, bombos, matracas gigantes, cantos; no faltaba nada.
El sermón arbitral
fue breve: «A jugar y a callar», dijo a los capitanes en el centro del campo
antes de sortear las porterías.
El griterío
de la gente y la emotividad de lo que estaba en juego dignificó en parte el
fútbol pobre que se jugó en la primera mitad. Los dos equipos trataban de
aprovechar el descuido del adversario, pero, eso sí, sin descuidarse. Se tenían
miedo y estaban tensos, y eso, procesado futbolísticamente, da como resultado
un partido trabado e impreciso.
Acertó don
Jesús Eladio Felpa, en el sanatorio, cuando le resumió el primer tiempo a su
mujer:
—Partido
malo, vieja, ni ocasiones de gol crearon.
Se jugó mal,
es cierto, pero se jugó en serio. Las piernas se metían fuertes y entre los
jugadores se escucharon palabras duras.El segundo tiempo pareció un poco más
abierto, pero pisaron poco las áreas. Los dos equipos malograron alguna
oportunidad, pero no fueron fruto de balones claros, sino de rebotes
afortunados o de errores cometidos por piernas cansadas.
Pero de un
clásico de pueblo nadie se va antes de tiempo. Certero otra vez don Jesús, le
advirtió a su paciente mujer; faltando unos quince minutos, que «todavía podía
pasar cualquier cosa». En ese segundo tiempo, Juan Antonio se calzó la gorra,
porque el sol estaba bajo y pegaba de frente. Sus pocas intervenciones las
había resuelto con sobriedad, salvo aquella pelota que llegó combada y despejó
por encima del travesaño tirándose para atrás. Una parada más espectacular que
difícil. Desde atrás dio órdenes, animó a sus compañeros y en ningún momento
perdió concentración. Hasta el momento de la jugada que nunca más olvidarían
quienes estaban ahí, el partido no se había dado para que él se luciera.
Faltaban
cuatro minutos para el final cuando el Gringo Santoni, siempre tan apresurado,
despejó a córner sin necesidad. Había llegado ese momento en el cual los menos
interesados miraban el reloj con ganas de que aquello terminara de una vez, los
borrachos hablaban solos y los fanáticos estaban trepados a las vallas
totalmente desencajados. El córner venía fuerte y el Gato Felpa, todo hay que
decirlo, dudó en la salida y se quedó a mitad de camino. El Oso Antuña,
defensor central del Argentino, no necesitó saltar para cabecear seco al ángulo
cruzado. El Enano Zárate, que con esa altura no podía marcar a nadie por arriba
y que en los córneres era el encargado de cuidar el primer palo, supo
instintivamente que con la cabeza jamás podía llegar a esa pelota, y la despejó
de un manotazo. ¡Penalty!
Aquello
calentó a los indiferentes, congeló a los fanáticos y hasta calló a los
borrachos. El lado celeste de la cancha se puso de fiesta y la gente del
Sportivo esperaba, inmóvil y muda, a que los dioses del fútbol les dieran una
mano. Todo lo que estaba pasando se parecía mucho a la fantasía de Juan Antonio
Felpa.
El sol, del
otro lado de la cancha, se había caído detrás de los cipreses, y Felpa, parado
en el centro de la línea de meta, se quitó la gorra muy resuelto y la tiró
adentro de la portería. Sintió un frescor agradable en la cabeza sudada y quizá
por eso experimentó la fe de los héroes.
A once
metros de distancia el Befo Nieva ya estaba frente a la pelota. Se cruzaron una
mirada huidiza; medio cómplice y medio asesina. Juan Antonio Felpa flexionó
levemente las rodillas y con los ojos fijos en el lanzador escuchó la orden del
árbitro. Ya tenía la decisión tomada. Cuando el Beto golpeó la pelota, Felpa ya
volaba en la dirección del sueño. Al lado del palo derecho, se abrazó a la
pelota en el aire, y antes de caer al suelo sintió, como un relámpago, la
alegría más grande de su vida.
Ahora era la
mitad rojo-verde del campo la que se había puesto de fiesta al grito de
«Felpa», «Felpa», «Felpa». Yo no sé lo que le pasó en ese momento, porque en
veinticinco años nadie logró hablar con él del tema sin que se enfadara, pero para
mí que esos gritos lo confundieron y eso lo llevó a tomar el camino más absurdo
de su vida. Lo cierto es que se levantó del suelo endiosado, y queriendo
prolongar ese momento mágico, cometió el error de ir a buscar la gorra dentro
de la portería con la pelota debajo del brazo. El árbitro dudó antes de dar el
gol, y el campo entero tardó en echarse las manos a la cabeza entre eufóricas
risas celestes y sorprendidos lamentos verdirojos. El extraño coro de murmullos
que quedó flotando en el ambiente desconcertó a don Jesús Eladio Felpa, que
había sufrido con el penalty («hay que reconocer que fue justo, vieja») y se
había alegrado con el paradón. Intuyó que algo malo había pasado, y con una
mínima esperanza de haberse equivocado, miró a su santa mujer y le comentó
entre triste y preocupado: Vieja, creo que tu hijo la cagó.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Escribe tu comentario