11 jun 2015

LA SUCESIÓN. Ficción de lo que pudo y podrá suceder – 6


Esta  es la sexta entrega de mi relato del año 2001 «LA SUCESIÓN. Ficción de lo que pudo y podrá suceder», en el que novelé cómo me imaginaba entonces los comportamientos de los principales involucrados en la tan cacareada sucesión de José María Aznar, de lo que tanto se habló en el tiempo en que la escribí.

El trabajo lo estoy publicando en este blog por capítulos, por lo que recomiendo al  que se haya encontrado con esto que lea antes las entregas anteriores empezando, lógicamente, por la primera. En su preámbulo comento el porqué de publicar ahora el trabajo. Esta entrega contiene el capítulo IX.



Capítulo IX. LA CONSPIRACIÓN


A finales del año 2001, se fraguó y llevó a efecto algo parecido a una confabulación de notables agraviados: Rajoy, Rato y Mayor Oreja. La iniciativa había partido de Rajoy, que, en primera instancia, habló con Rato. Ambos, después, involucraron a Mayor Oreja.

A las razones que cada uno de ellos tenía para sentir cierto rencor o ganas de revancha, se añadía la insoportable actitud que venía mostrando el presidente Aznar a lo largo del año. Éste había experimentado un considerable cambio —a peor— en el trato con sus colaboradores y allegados. Efectivamente, durante el año 2001 se produjo un gradual agriamiento en el carácter de JMA. A medida que avanzaba el año se mostraba más huraño, malhumorado e irascible. Si nunca se había esforzado en mostrarse simpático y agradable con sus colaboradores, ahora parecía que la acidez y el mal humor eran las constantes en su actitud. Tal comportamiento también tuvo su reflejo en sus comparecencias públicas, especialmente en el Parlamento, en las que se le vio más parco y agrio que lo habitual. Lógicamente, el cambio no pasó inadvertido para sus adversarios y para los observadores políticos. Aquéllos se inventaron el irónico apodo de “el alegre” para referirse a él en privado, y éstos comenzaron a criticarle por su nueva y desagradable cara.

Naturalmente, Ana también se dio cuenta del preocupante cambio que se estaba produciendo en su marido.

Jose, se te nota un poco arisco con tu gente, ¿te pasa algo? —Le había dicho una calurosa noche de Julio en la cama.
 Las mujeres siempre estáis viendo problemas donde no los hay. —Contestó secamente volviéndole la espalda.

¡Jo, que si le pasa!, pensó Ana, aunque no se atrevió a replicarle. Espero que en las vacaciones en Menorca se desfogue y se tranquilice. Si no, estoy... están —se corrigió— arreglados, porque se está poniendo insoportable, concluyó, disponiéndose a dormir.

Efectivamente, JMA no había encajado bien alguno de los acontecimientos y cambios de actitud de sus más íntimos colaboradores en el Gobierno. Primero, el desencuentro con Rato; luego el golpe de las elecciones vascas y el distanciamiento que había notado en Mayor Oreja; también Rajoy cada día estaba más impertinente. Sus más allegados, el núcleo duro, parecía que le daban la espalda. Pandilla de desagradecidos, se decía con frecuencia. Además, los casos Piqué, Matas y Gescartera, especialmente este último, le incomodaron sobremanera. Todo ello, unido al creciente desasosiego que le estaba produciendo el asunto de la sucesión —aún, a mediados del otoño del 2001, no lo tenía decidido— y las incertidumbres sobre su futuro habían minado, incomprensiblemente, su reconocida fortaleza mental y le habían sumido en aquella constante inestabilidad síquica que repercutía negativamente en su carácter.

Por el contrario, él, aunque se daba cuenta de que últimamente estaba sacando el genio más de lo acostumbrado, lo achacaba a las situaciones concretas y aisladas que lo provocaban, pero no era consciente de que obedecía a un estado permanente que, para colmo, se agravaba con el paso de los días. Además, como siempre, no le faltaban las adulaciones de la mayoría de sus colaboradores, que, en mayor o menor grado, contribuían a ocultarle el problema. Sí notó que, contrariamente a tiempos anteriores, la adulación le reconfortaba y, en absoluto, le molestaba. Este Javier es un fenómeno, le sube a uno la moral, solía pensar refiriéndose Javier Arenas, secretario general del partido.

Así estaban las cosas cuando Rajoy se decidió a hablar de ello a Rato. Fue a finales de Octubre de 2001, en el Hotel Ritz, en el cóctel que siguió a un acto organizado por la CEOE relacionado con la inminencia de la llegada del Euro. Rajoy, que estaba atento, al ver que Rato se separaba del grupo en que estaba para ir al lavabo fue tras él. Le alcanzó en el pasillo y tomándole del brazo le hizo detenerse.

Perdona, Rodrigo, quería hablar contigo un minuto. 
Dime, Mariano, pero que sea un minuto. No sé si aguantaré. —Dijo bromeando en referencia a su urgencia.
Estoy preocupado por el jefe. Supongo que tú también lo habrás notado. Está imposible. A mí casi ni me habla. Y cuando lo hace, con una cara que ni te cuento. No sé si contigo estará igual, pero ya son varios los que se han dado cuenta y me vienen a mí para que interceda. ¿No lo has notado?

Rato comenzaba a mover rítmicamente la pierna derecha en un acto reflejo para la contención de la urgencia.

Claro que sí, ¿y quién no? Me alegro de que me lo digas porque yo también quería hablarte de ello.  —Habló apresuradamente a la vez que se movía nerviosamente. La urgencia se hacía más visible. —Oye, que no aguanto ¿por qué no entras también? —Dijo señalando la puerta de “Caballeros”.

Con satisfacción vieron que la estancia estaba vacía. Mientras utilizaban mingitorios alternos continuaron la conversación, siempre atentos a la puerta.

Tienes razón, está imposible, y cada día peor— dijo Rato mientras evacuaba complacidamente—. Hombre, este año, aparte de lo de Nueva York, hemos tenido algunos reveses: lo del País Vasco, Gescartera, algún ministro en líos, pero, bueno, al fin y al cabo cosas de la política... La verdad, no sé qué le pasa. — mintió. Rato intuía lo que le pasaba a su Jefe, le conocía demasiado bien y sabía que no podía digerir que a la desavenencia entre ambos se unieran las desafecciones de Rajoy y Mayor, de las que estaba al corriente por haber trascendido al núcleo de allegados. Éste cree que le tenemos que adorar aunque nos dé una patada en los cojones; pues conmigo va listo, se decía cuando, a menudo, pensaba sobre ello. Así que vio en la confidencia de Rajoy una buena ocasión para hacer causa común contra quien les había maltratado. —¿Y tú qué piensas? —preguntó con ingenuidad.
No sé... no sé— dijo Rajoy dubitativo mientras se subía la cremallera—. Intuyo algo pero no estoy del todo seguro. Creo que deberíamos hablar de esto con calma. A ver si encontramos la ocasión.
¿Qué vais a hacer en Navidad? ¿Por qué no os venís a Baqueira? Jose no creo que vaya —Rato improvisó a la vez que concluía la evacuación—. Podía ser una buena ocasión.
-Pues sí. Aunque ya sabes que yo soy un poco pato en la nieve. No es lo mío. Pero seguro que mi mujer estará encantada. —Mientras se secaba las manos miraba por el espejo a Rato que se las estaba lavando. Ya suponía que éste iba a entrar con ganas, pensó.
Pues ya concretaremos. Podéis venir a mi casa, hay sitio de sobra... Por cierto, ¿qué te parece si le decimos a Jaime que venga? Creo que le agradaría.
Estupendo. Seguro que se apunta. ¿Se lo dices tú o lo hago yo?
Rato dudó durante un segundo; sus reflejos políticos le aconsejaron que la naturaleza del asunto le obligaba a tomar el protagonismo. —Si quieres, ya se lo digo yo. Nos vamos a ver la semana que viene.

Cada uno por su lado, volvieron al salón principal.

Cuando, a primeros de diciembre, JMA se enteró a través de Ana que Rato había invitado a Rajoy y Mayor a pasar las vacaciones en su casa de Baqueira no pudo reprimirse.

¡Cabrones! Ya te lo decía yo. Se están compinchando. Van a tramar algo contra mí. Es increíble. Después de lo que he hecho por ellos.
¡Qué dices!, Jose. No seas malpensado. Es normal. Nosotros hemos decidido hacer otra cosa, pero si hubiéramos querido también habríamos ido. Hombre, lo de Rajoy es algo mas extraño. A ese la nieve le quema, pero a su mujer sé que le gusta.
Que te digo que están tramando algo. Los conozco como si los hubiera parido. Es increíble... Pues no les voy a dejar.
Venga, Jose. No seas así. Deja que hagan lo que quieran. Lo que tienes que hacer es evitar que se despeguen de ti totalmente. Que tengo la impresión de que últimamente no les das cariño y ellos lo habrán notado. Algunas veces, los hombres sois como niños. Si no os miman os enrabietáis. Siempre te han sido leales, procura que no cambien las cosas. A poco que te esfuerces, lo consigues. Seguro, Jose.  

Pero Aznar no se quedó tranquilo; el trío era preocupante. Si hacen causa común me pueden poner las cosas difíciles; no les debería permitir que se reúnan en Baqueira... Si me voy fuera le obligo a Mariano a quedarse de guardia, pensó con malévola determinación.

Pero, finalmente, no se atrevió. A esas alturas y para aquellas fechas no era fácil planear un viaje al extranjero. Además, se iban a notar las intenciones y tampoco le convenía demostrar su intranquilidad. Bueno, que hablen y conspiren, se resignó. ¡Se van a enterar! Éstos todavía no saben quién soy yo.

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Rato fue el primero en llegar a Baqueira. Al día siguiente, 27 de Diciembre de 2001, llegarían Mariano y Jaime. Había estado pensando mucho sobre qué estrategia debía seguir. Era consciente de que, sin eufemismos, aquello sería una conspiración. Estaba decidido. De esas vacaciones debería salir el candidato del partido, ¡no de Aznar!, para las próximas generales y tenía que ser él. Estaba seguro de que Mayor no se opondría pero tenía dudas sobre Rajoy. Aunque no le veía con pretensiones, le reconocía gran valía y condiciones suficientes para hacerle la competencia. Además, no había que olvidar que, actualmente, ostentaba un cargo superior a él: era el Vicepresidente 1º y, por tanto, podría sentirse con derecho natural a la sucesión. El partido no le preocupaba. Si nosotros tres nos ponemos de acuerdo, Arenas, aunque es afín cien por cien al presidente, se doblegará: hará el paripé con el Jefe pero no creo que se atreva a ponerse en contra abiertamente, pensaba. Por tanto, para Rato el principal escollo era Rajoy.
 
Convino con su mujer en que los Rajoy ocuparan la mejor habitación —que otras veces habían ocupado los Aznar— y en que la señora Rajoy tenía que pasar unas vacaciones inolvidables. De Mariano se ocuparía él.

Hasta la tarde del 30 de diciembre no tuvieron ocasión propicia para hablar sobre el asunto que les había convocado. Habían dejado a las familias en las pistas de Beret y, tras comer ligeramente en un restaurante de Baqueira, se acomodaron en los sofás del salón de la casa de Rato. Rato sirvió las copas; Larios 1880, que había comprado para la ocasión. Tras breves comentarios en los que mostraron su acuerdo sobre el plus de bienestar que proporciona la inactividad total durante las vacaciones y, como era el caso, la coyuntural ausencia del resto del equipo familiar, entraron en materia. Rato, mientras quemaba con la llama de una cerilla el extremo del habano que se disponía a fumar, inició la conversación.

Rato: —Permitidme que vaya al grano. Al asunto que verdaderamente nos ha traído aquí, que no es otro que el de tratar de analizar lo que le pasa al jefe, que, por lo que venimos observando cada uno y por lo que nos cuentan, está poniéndose insufrible. Si damos con las razones podríamos entenderle y ayudarle, en su propio beneficio y en el de todos.
 
Rato había querido plantear la reunión, al inicio, como si fuera la del equipo médico que trata de intercambiar y agregar diagnósticos con el único fin de hallar la terapia adecuada para ayudar y curar al paciente. Ya llegaría el momento de darle el enfoque que a él le interesaba. Inconscientemente pasaron por su mente algunas secuencias de un film que muchos años atrás le había apasionado: "El motín del Caine".

Mayor Oreja: —Realmente ha cambiado. Y, como es tan reservado, es difícil saber por qué. Yo, que creía conocerle, estoy bastante desorientado. —Lo dijo con sinceridad.
Rajoy: —A todos nos pasa igual. Posiblemente, cada uno de nosotros, por separado, tenga algunas de las claves, que, por sí solas, no sean lo suficientemente clarificadoras, pero, en conjunto, puede que nos den luz suficiente.
Rato: —Totalmente de acuerdo, Mariano. —El enfoque le venía bien. Sincerarse entre ellos les uniría. —Y como alguno tiene que empezar, si os parece lo hago yo. —Vio gestos de asentimiento. —Como ya sabéis, a principio de año tuve una pequeña agarrada con Jose a cuenta de la sucesión. Yo quería conocer sus intenciones e incluso que las hiciera públicas cuanto antes para evitar especulaciones y que se hablara innecesariamente. Entendía, y así se lo hice saber, que, para tranquilidad de todos y en especial del sucesor, convenía que no prolongara el misterio. Él me dijo que no lo tenía decidido y que había que esperar. Aunque no paso nada, no niego que hubo alguna tensión, principalmente porque él entendió que yo le estaba presionando en mi favor, en lo que estaba equivocado. Yo, pensando en el partido, sólo pretendía que terminara con el jueguecito —empleó la palabra con intención— y que despejara la incógnita. Ya os digo que no pasó nada importante y para que él se tranquilizara le dije a Pedrojota que me entrevistara para decir públicamente que no aspiraba a la sucesión. Pero debo reconocer que, desde aquel día, le he encontrado más distante conmigo; esto, sin quererlo, ha influido también en mi trato hacia él. Puede que yo tampoco haya estado últimamente muy simpático. —Dio una profunda calada al habano. —Bueno, no sé en qué medida esto le esté afectando...
Mayor Oreja: Pues seguro, porque vosotros habéis sido uña y carne. —Aprovechó para contar lo suyo. —Conmigo también ha tenido un distanciamiento. Confieso que en este caso he podido ser yo el culpable. No me sentó bien que decidiera lo del País Vasco sin consultarme. Para mí fue un palo. Lo acepté como un acto de servicio, pero veía que iba al matadero. Y así fue. Muy mal, me sentó muy mal. Máxime después de haber tenido que afrontar una de las tareas más incómodas del gobierno: el Ministerio del Interior. Bien lo estarás sabiendo tú ahora, Mariano. Reconozco que después de aquello tampoco yo he vuelto a estar simpático con él. Lógicamente, lo ha tenido que notar.
Rajoy: —La verdad, lo hemos notado todos. —Enlazó con su relato. —Conmigo ha habido una situación parecida a la tuya, Jaime, aunque la causa fuera de menor enjundia que en tu caso. A mí también me molestó que tomara la decisión de darme Interior sin consultarme lo más mínimo. Pero es que además me lo dijo con cierto cachondeo. Me jodió bastante y puede que, sin intención, se lo haya podido demostrar.
Mayor Oreja: —Por lo visto, nos ha maltratado a todos.
Rajoy: —Hombre, sí. Pero yo diría que el jefe siente lo contrario, y que de ahí le vienen los problemas. Es decir, él cree que le estamos dando la espalda, o sea, que el que se siente maltratado es él.
Mayor Oreja: —Puede que tengas razón.
Rato: —Mariano, creo que has dado en el clavo. Totalmente de acuerdo. Ahora lo veo claro. Se siente molesto por nuestra actitud y no es capaz de digerirlo, a la vez que le resulta imposible un acto de autocrítica que le llevaría a comprender, al menos en parte, nuestras razones.  Es una consecuencia del mal de altura. —Sentenció sin saber muy bien qué quería decir.
Rajoy: —Aclara esto último, Rodrigo. —Dijo intrigado
Rato: —A ver...  —en qué lío me he metido, pensó mientras intentaba encontrar la explicación— Algunas personas, a medida que ascienden por su particular escala de ambiciones, en este caso de la política, sienten que, al ir distanciándose, cada vez ven más pequeños a los que quedan por debajo, a la vez que, por comparación, su propia imagen se les va agrandando. Esta distorsión en la percepción puede tener una correlación afectiva; es decir, a medida que se ven más grandes crece la autoestima, al mismo tiempo que decrece el aprecio o, más bien, la consideración hacia los que se les van achicando. Posiblemente, la causa esté en que todos tendemos a creer que nuestras ambiciones o pretensiones son las mismas que las de los demás y, por tanto, que en lo que los demás no consiguen y nosotros sí está la evidencia de nuestra superioridad.— Esto no ha quedado mal, pensó, sorprendido por la erudición demostrada en algo que no era lo suyo, mientras observaba con satisfacción que le seguían con interés. —Bueno, que me enrollo; en resumidas cuentas, el mal de altura, que es una especie de complejo de superioridad sobrevenido, tiene los efectos de la vanidad y de la soberbia, sin que, necesariamente el afectado, por naturaleza, sea vanidoso o soberbio. Uno de estos efectos es lo que hemos observado en Jose, la incapacidad para admitir actitudes razonablemente discrepantes en los, entre comillas, inferiores. Mejor dicho, yo creo que las discrepancias las percibe como actitudes hostiles; es decir, como has dicho tú —dirigiéndose a Rajoy—, se considera maltratado.
Mayor Oreja: —Joder, Rodrigo —con gesto alarmado—, ¿y tú crees que eso es lo que le pasa al jefe? Pues entonces parece grave.
Rajoy: —Hombre. No sé si es para tanto. Pero estoy contigo en que hay algo de eso, Rodrigo. No sé si será, como tú dices, el mal de altura o, simplemente, que este oficio nuestro también tiene sus riesgos laborales y entre ellos está el que vayamos perdiendo perspectiva... que perdamos el sentido de la realidad. De cualquier modo y volviendo a lo nuestro, creo que estamos de acuerdo en que en nuestra actitud ante Jose puede que estén las claves de su acritud creciente, ¿no?
Mayor Oreja: —Sí, ¿pero no creéis que puede haber algo más?
Rato: —Seguro que sí. —Creyó que era el momento oportuno para llevar la conversación hacia donde a él le interesaba. —Para mí que el asunto de la sucesión también le está trastornando —lo dijo a propósito— o, mejor dicho, le está afectando. Yo diría que es lo que más le está afectando. Y su forma de llevarlo también esta condicionada por el mal de altura. Lo lógico es que ya hubiera tomado la decisión y que, por lo menos nosotros, la conociésemos. La situación es absurda. ¿No creéis que se está pasando con este jueguecito? A mi modo de ver, es por lo que antes os decía: como nos ve a los demás insignificantes se permite el lujo de vacilarnos.

Rato, aunque cuando hablaba miraba preferentemente a Mayor Oreja, estaba pendiente de las reacciones de Rajoy. Observó preocupado cómo éste había escuchado su última intervención con la vista puesta en el jarrón barato que estaba sobre la repisa de la chimenea. Hummm...  se está haciendo el longuis. Me parece que no quiere entrar en esto, pensó alarmado.

Se equivocaba. Desde el momento en que, en el Ritz, percibió la entusiasta acogida de Rato a su iniciativa de hablar sobre Aznar, Rajoy intuyó que Rato tenía intenciones ocultas relacionadas con sus aspiraciones a la sucesión. Aunque meses atrás se había autodescartado públicamente, otras actuaciones, en público y en privado, le habían dado a entender que Rato no había tirado realmente la toalla. Por el contrario, se le veía con ganas. Nunca supo con certeza qué es lo que había pasado entre Aznar y él —tampoco se creyó la versión que minutos antes había oído de labios del propio Rato—, pero sí le había notado en los últimos meses cierta animosidad hacía el presidente. Lo que acababa de oír confirmaba sus sospechas y, además, le mostraba un Rato dolido y rencoroso.

Efectivamente, estaba preparado para tratar sobre la sucesión y tenía muy decidida su postura para el caso de que Rato se insinuara: aunque, por qué no, se veía con posibilidades de ser él el sucesor, apoyaría al vicepresidente 2º. Le apoyaría con decisión. Sin entrar en negociaciones ni nada parecido. Ante él se mostraría incondicional, después ya se vería. Tenía tres razones principales: primera, Rato, objetivamente, era el candidato mejor aceptado en el partido; segunda, le asustaba la posibilidad de tener que medirse en una pugna con Rato; tercera, si apoyaba a Rato, éste tendría muchas posibilidades, aún en contra de la opinión de Aznar, y, si salía adelante su candidatura, seguro que en el futuro se lo agradecería. Además, no ambicionaba la presidencia. Por el contrario, Rajoy tenía el convencimiento de que, para él, el lugar idóneo en el gobierno era el de segundo. Pero segundo de verdad, no como ahora. Con Rato de presidente podría asegurarse esa confortable posición... si le ayudaba. En todo caso, si en el futuro sentía apetencias de dar el salto ya habría tiempo. Había otra razón inconfesable. Si Rato se sentía apoyado se envalentonaría y seguro que se atrevía a plantar cara al presidente y a pugnar por su candidatura. Habría un duelo de titanes que, irremediable e irreversiblemente, dejaría a uno de los dos fuera de combate...

Rajoy:Pues sí, ciertamente su hermetismo en algo que nos afecta tan directamente es una falta de consideración hacia los que siempre hemos estado a su lado. Y eso no es bueno.

Rato agradeció internamente estas palabras. Parece que no rehúye el asunto; a ver por dónde sale, pensó.

Mayor Oreja se estaba intranquilizando. Por un lado, porque veía que la reunión estaba tomando tintes de compló y, por otro, porque percibía bastante sintonía entre sus dos compañeros. Esto se está calentando, me parece que me he metido en un lío, pensó con preocupación.

Mayor Oreja: —Hombre, debemos comprenderle. Puede que no lo tenga decidido. Ya sabéis cómo es... le gusta hacer bien las cosas y esto es muy importante. Considerad su reserva como un acto de prudencia.
Rato: —Mira, Jaime, la prudencia siempre está bien, pero ante asuntos como el que nos ocupa hay que mojarse. Hay mucho en juego. Jose tomó, por sí solo, la decisión de limitar temporalmente su permanencia en la presidencia y, aunque le hemos animado a que se desdijera, la ha mantenido tercamente. Es hora, pues, de afrontarla y dejarse de historias. Puede que esté arrepentido, pero a estas alturas ya no hay marcha atrás.
Rajoy: —Estoy de acuerdo. En esto no valen las improvisaciones de última hora. Creo que deberías tomar la iniciativa —dijo mirando a los ojos de Rato— creo que todos lo estamos esperando.

Rato se sobrecogió. No lo esperaba, al menos de forma tan directa y explícita. Sin disimular su sorpresa pregunto: —¿Qué quieres decir?

Rajoy: —Simplemente lo que todo el partido espera. Rodrigo. Sabes que todos creemos que eres el sucesor natural. Cuando, en público, te pronunciaste en contra, todos nos sorprendimos y lo sentimos, aunque creo que el partido ha mantenido la esperanza de que rectificases. En política esto es normal. Así que todos estamos esperando que des el paso. Incluso el jefe lo entenderá... aunque puede que no le guste demasiado ¿No crees, Jaime?

Mayor Oreja no daba crédito. Y dicen que los gallegos no son directos, pensó con cierta angustia al ver la inesperada toma de posición. Se confirmaban sus temores de verse inmerso en un compló que no esperaba. Pero percibía que no tenía escapatoria. O se unía o se enfrentaba. Creyó que lo primero era lo más conveniente, no sin ciertos temores. Desde luego hubiera preferido estar al margen de aquel contubernio, pero estaba y había que afrontar la situación.

Mayor Oreja: —Si me preguntas sobre la reacción de Jose, me temo que una autonominación de Rodrigo no le va a sentar demasiado bien. Pero, sí, estoy totalmente de acuerdo en que la sucesión debe ser cosa tuya —dijo mirando a Rato—.

Rato, mientras Mayor Oreja contestaba, trataba de reponerse de la sorpresa y pensaba aceleradamente. Había preparado una sólida argumentación a favor de su causa previendo que sus compañeros se podrían mostrar indecisos o recelosos. Incluso, había temido que Rajoy insinuara sus propias pretensiones o que, al menos, surgieran otros nombres. Ni remotamente había previsto un posicionamiento de entrada como el que había escuchado de Rajoy, que, además, se daba cuenta, había obligado al alineamiento de Mayor. Así que estaba algo desconcertado. Humm, qué raro; éste ha sido demasiado directo y claro para lo que suele ser. Habrá que ser cauto, se dijo.

Rato: —Me habéis epatado. Os agradezco infinitamente vuestro voto, pero creo que debemos meditarlo. Yo no pretendía proclamarme, ni, mucho menos, que os adhirierais. Es más, considero que cualquiera de vosotros dos tiene condiciones de sobra para ser candidato. Sobre todo tú, Mariano, que, al fin y al cabo, eres el actual número dos —había que devolverle la deferencia—. Incluso hay otros en el partido que podrían tener aspiraciones y merecimientos. En fin, me habéis abrumado. No sé qué deciros. Sinceramente, no esperaba que fueseis tan directos... No os niego que tenía la intención de que, además de hablar sobre la preocupante actitud del jefe, esta reunión sirviera para adoptar una postura común para presionarle para que se decidiera cuanto antes. Pero, desde luego, no pretendía que lo hiciésemos por él.
Rajoy: —Hombre; no es exactamente eso.  Todos hemos asumido que la decisión la va a tomar el presidente, y sea la que sea la respetaremos y apoyaremos. Pero, por otro lado, como estamos de acuerdo en que no conviene que se demore más, lo que te decimos Jaime y yo es que nos gustaría que se decidiera por ti y que puede que sea necesario provocarle esa decisión. Para eso cuentas con nosotros, pero te corresponde a ti tomar las iniciativas que consideres convenientes. Otra cosa es que la idea no te seduzca, es decir, que mantengas tu autodescarte... —dejó suspendida la frase maliciosamente—.
Rato: —Vosotros me conocéis perfectamente y seguro que sabéis cómo pienso sobre este asunto. Como antes os he dicho, me tuve que descartar para tranquilizar al jefe y, además, dejarle las manos totalmente libres, pero, sería cínico por mi parte negar mis apetencias por la sucesión. Y, sin pretenciosidad, creo que durante mucho tiempo Jose ha estado pensando en mí para ello, al menos así me lo insinuó innumerables veces, hasta que, tontamente, tuvimos la pequeña agarrada que os he relatado. Pero, como os decía, podemos contemplar otras alternativas...
Mayor Oreja: —Seguro que él las ha contemplado —dijo sin poder reprimirse al pensar en la promesa que recibió—. Le habrá dado muchas vueltas —apostilló sin saber por qué. Tampoco los otros acertaron a ver significado en el comentario—.
Rajoy: —Pues si estás de acuerdo —dijo resueltamente mirando a Rato— creo que los que no debemos darle más vueltas somos nosotros. La reunión ha sido fructífera. Hemos conseguido diagnosticar el origen del mal genio del jefe y, además, ya casi tenemos sucesor. En relación con lo primero, aunque no sé cómo se cura el dichoso mal de altura que tan perspicuamente nos has explicado, nos tendremos que esforzar en hacer ver a Jose que somos los que éramos, a base de cariño —rió—, y sobre lo segundo, Rodrigo, lo dejamos en tus manos, si bien a nosotros dos —dijo refiriéndose también a Mayor— nos toca recabar más adhesiones y apoyarte.

Estaba todo dicho. Estas palabras marcaron el inicio de un rápido declive de la intensidad de la conversación que degeneró hacia los planes para la celebración, el día siguiente, de la Nochevieja.

Aquella noche, cada uno en sus respectivos lechos, los tres hicieron un repaso de lo tratado por la tarde:
-Rato se sintió bien. Sus objetivos se habían cumplido. Nunca podría agradecer a Mariano su inesperada y casi entusiasta adhesión, aunque, tuvo que reconocer que no le había gustado verle tan resuelto. Hubiera preferido tener que convencerle. Es como si me hubiese nombrado él; ha estado demasiado crecido, pensó arrugando el ceño. Durmió plácidamente.
-Mayor Oreja tardó en conciliar el sueño. Tenía la sensación de haber sido objeto de una encerrona. Parece que lo tenían ensayado y que necesitaban un comparsa para que no les quedara deslucido, es la conclusión a la que llegó.
-Rajoy no pudo evitar una sonrisa al recordar el encuentro. Se ha quedado más feliz que unas pascuas; en el fondo es un niño, como el otro, se dijo pensando en Rato y Aznar, mientras tocaba con el pie la pantorrilla de su mujer, declarando inequívocas intenciones.

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