7 jun 2015

LA SUCESIÓN. Ficción de lo que pudo y podrá suceder - 4


Esta  es la cuarta entrega de mi narración del año 2001 "LA SUCESIÓN. Ficción de lo que pudo y podrá suceder", en la que novelé cómo me imaginaba entonces los comportamientos de los principales involucrados en la tan cacareada "sucesión" de José María Aznar, de lo que tanto se habló en el tiempo en que la escribí.
El trabajo lo estoy publicando en este blog por capítulos, por lo que recomiendo al  que se haya encontrado con esto que lea antes las entregas anteriores empezando, lógicamente, por la primera. En su preámbulo comento el porqué de publicar ahora el trabajo.
Esta entrega contiene el capítulo VII.


Segunda parte


LOS SECUNDARIOS



Capítulo VII. MAYOR OREJA

Aquella gélida tarde de febrero de 2001, solo en su despacho, JMA contemplaba sus anotaciones en el cuaderno azul, el mismo al que, con enigmática puerilidad, se había referido en más de una ocasión en vísperas de la formación o cambios de gobierno para eludir contestar  a las, según él, impertinentes preguntas de la prensa. Precisamente ahora, por la inminencia del adelanto de las elecciones vascas, tenía que hacer algún cambio. A las cinco de la tarde, esperaba la visita de Jaime Mayor Oreja, al que había citado el día anterior.

Lo tenía decidido desde el pasado verano. Jaime sería el candidato del PP para el gobierno de Vitoria. Aunque aún no se lo había confirmado, ya se lo había insinuado durante las vacaciones de verano del año anterior en Oropesa. 

Objetivamente, para JMA, al margen de Rajoy, al que también había citado a las 19:00 de aquella misma tarde, Jaime Mayor Oreja era, tras el descarte de Rato, quien reunía mejores condiciones para sucederle. Aznar tenía claro que Jaime lo estaba haciendo extraordinariamente bien como Ministro de Interior. Ante la opinión pública, era el ministro mejor valorado según las encuestas. Incluso, mejor que el presidente, lo que realmente no agradaba a éste, aunque bien lo disimulaba cuando, distendidamente, lo comentaban entre ambos. Indudablemente, podría ser un excelente candidato a la Moncloa para las elecciones de 2004, para las que se  presentaban optimistas expectativas para un nuevo triunfo electoral del PP.

Aunque era evidente que no se había conseguido acabar con ETA, con Mayor Oreja al frente de Interior se habían obtenido éxitos policiales muy importantes que habían supuesto golpes muy duros para los terroristas. Además, JMA pensaba que los previstos acuerdos internacionales, tanto en el marco de la UE como en otros ámbitos, permitían abrigar fundadas esperanzas de que los golpes a ETA continuarían durante la legislatura en curso, por lo que el ministro podría llegar a la fecha de las generales del 2004 en una situación política inmejorable.

JMA no veía en Mayor Oreja excesivo talento político, pero sí le reconocía, especialmente, un gran mérito en la autoforja de su imagen pública. Admiraba la serenidad con que afrontaba sus comparecencias públicas en las difíciles y dramáticas situaciones que se viven tras los atentados, así como al dar cuenta de los éxitos policiales en la lucha antiterrorista. No obstante, JMA, sin confesarlo, se atribuía gran parte del mérito de Mayor Oreja, no sólo por el simple y determinante hecho de haberle designado para el difícil cargo de Ministro del Interior, sino, principalmente, por considerarse, en cierto modo, su instructor y maestro.

Efectivamente, JMA, en el contexto de lo que él denominaba "el magisterio del mando", se había preocupado mucho de establecer las pautas para el comportamiento en público de sus más cercanos colaboradores, especialmente de los miembros del gobierno, dando ejemplo con su propia actitud y a través de sus reiteradas recomendaciones sobre este aspecto de la acción de gobierno. "Serenidad, rigor y firmeza" era su lema, que repetía con frecuencia y, desde luego, siempre que percibía en sus colaboradores dudas sobre cómo afrontar o desarrollar las misiones que les encomendaba. Luego, con satisfacción, veía su impronta en las comparecencias públicas de sus ministros, con la excepción de Rato y, antes, de Álvarez Cascos, que, indudablemente, tenían su propio estilo. Mayor Oreja había sido un discípulo aventajado.

Por tanto, JMA veía en éste un magnífico candidato para continuar su obra. Además, por algún indicio, intuía con malsana satisfacción que, por su carácter, Mayor Oreja, en lo estrictamente personal, no gozaba de excesivas simpatías en el partido —en esto también había seguido sus pautas—, por lo que, ante un hipotético cambio de liderato como consecuencia de la sucesión, el partido no iba a notar cambio de estilo en lo referente a la gestión del mando. A JMA no le hacía gracia la idea de que su sucesor fuera una persona carismática y querida entre sus filas. Por eso Mayor Oreja, una vez descartado Rato, había pasado al primer lugar de la lista de candidatos a su sucesión.

Aunque en el partido seguro que se prefería a Rato, Mayor Oreja sería aceptado porque le verían con posibilidades de triunfo. Si esto sucedía, obviamente su figura política se agigantaría. Su trayectoria se consideraría como ejemplo de carrera política: de concejal a presidente del gobierno, pasando por el puesto más ingrato de la política nacional, Ministro del Interior. A los ojos de la sociedad y de los medios de comunicación, en general, y del partido, en particular, habría surgido un nuevo y sólido líder.

Cuando en una mañana de los albores del verano del 2000, durante la reflexión matinal, JMA llegó a esta conclusión apretó los puños y frunció los labios en un incontrolado gesto de desagrado. Jaime, políticamente, había crecido mucho y lo peor era que podía crecer mucho más. Demasiado para los inconfesables intereses del presidente. Éste tampoco me conviene, pensó.

Pero, sin duda, Mayor Oreja, ante la opinión pública, era, con Rato, el mejor colocado para la sucesión. Eliminado Rato ya, la eliminación de Mayor Oreja podría resultar más problemática. Intuía que, tarde o temprano, el descarte de Rato daría que hablar y no tendría fácil justificación. No podía, por tanto, afrontar una situación similar con Mayor Oreja. Tenía que encontrar una justificación comprensible y natural para la opinión pública y para el partido.

No tardó en dar con ella: quemar a Jaime en Vascongadas (en la intimidad no utilizaba ninguna de las denominaciones oficiales de la Comunidad Autónoma Vasca). Mayor Oreja sería cabeza de lista en las próximas elecciones vascas que podrían celebrarse en  2001. Quién mejor que él. Era vasco, ya había hecho política allí y, además, Aznar opinaba que el presidente del PP del País Vasco y cabeza de lista en las anteriores elecciones, Carlos Iturgaiz, estaba muy desgastado por haber protagonizado, con valentía y decisión, la desigual lucha política contra el nacionalismo dominante por aquellos pagos.

¿Cómo reaccionará Jaime si se lo propongo?, se preguntó Aznar. Considerará que le pongo a los pies de los caballos, se contestó. Jaime no es tan estúpido como para no darse cuenta de que ganar en Vascongadas resulta poco menos que una misión imposible, por lo que difícilmente aceptará de buena gana la encomienda, que, a la postre, le haría permutar su cargo de ministro de la nación por el de parlamentario autonómico en la oposición. Verá un mal negocio en la propuesta, se contestó.

JMA consideraba un buen amigo y leal colaborador a Jaime. No podía hacerle esa faena, a menos que complementara el encargo con un buen señuelo: la sucesión. Es decir, le propondría ser cabeza de lista en las elecciones vascas con la promesa de que, si obtenía el triunfo o un buen resultado que permitiera al PP participar en el gobierno de Vitoria, Jaime sería el candidato en las elecciones generales del 2004, o sea, sería su sucesor.

Con esta estrategia, JMA era consciente del riesgo de que Mayor, si las cosas le salían bien en Euskadi, se le podía ir de las manos. Si le gana a Arzalluz cualquiera le tose; es capaz de retarme en unas primarias, se dijo pensando en sus íntimos planes para el futuro. De cualquier modo, continuó en su reflexión, sería gratificante ver gobernando a mi gente en un lugar tan inhóspito para el PP como es Vascongadas. Lo uno por lo otro, como mal menor; siempre habrá la posibilidad de reconquistar la primacía en el partido. Además, Jaime, que era un buen amigo y se lo merecía, no era tan ambiciosillo como Rodrigo. Pensando en la reconquista, la veía más factible contra Mayor Oreja que contra Rato.

Así que decidió correr el riesgo. "Le haré las dos propuestas; mejor dicho, le propondré lo de Vascongadas y le insinuaré lo de mi sucesión, sin llegar a comprometerme, no vaya a ser que surjan imprevistos".

La ocasión se había presentado en un mediodía tórrido de agosto del 2000, en la piscina del chalé en que los Aznar pasaron unas semanas en Oropesa y al que habían invitado por unos días a Mayor Oreja y familia. Estaban en bañador, Aznar y Mayor Oreja sentados en el borde de la piscina, con los pies chapoteando en el agua, contemplaban y reían los juegos de los chicos en la piscina. Las mujeres habían salido. Aznar, a media voz, para preservar la intimidad de la conversación que iniciaba, inquirió de sopetón:

—Jaime ¿no te gustaría ser lehendakari?¿Te lo has planteado alguna vez?

Mayor dio un respingo a la vez que daba un puntapié a una pelota de plástico que le había llegado procedente de la agitación juvenil de la piscina. Se quitó las gafas de sol, se echó para atrás como para tomar mejor perspectiva de su interlocutor y, con expresión grave, propia de las ocasiones más solemnes, miró a Aznar.

No jodas, Jose... No jodas... No jodas, que te conozco. No se te habrá ocurrido... A ver, a ver... ¿Qué estás tramando?— Se puso en pie a la vez que con suavidad tomó el brazo de su jefe animándole a que también se levantara.

Mientras dócilmente se dejaba llevar hacia la mesita en la que tenían los refrescos, JMA intentó tranquilizar la conversación.

—Tranquilo, Jaime. Que no pasa nada. Sólo que he estado pensando en el futuro político, inmediato y lejano, y, como es natural, tú sales a menudo. Estás en la cresta de la ola y eres una pieza muy importante del partido. De las más importantes. Ya lo sabes, no hace falta que te lo diga. —Hablaba pausadamente, con la habitual forzada sonrisa de sus quehaceres políticos.

Se sentaron y bebieron.

Ya sé, Jose. Pero es que te conozco... y cuando sueltas algo así es que estás tramando algo. —Sonreía también forzadamente—.

Hombre, pues sí. —Se puso serio.— Estoy barajando posibilidades ante los próximos acontecimientos electorales. El año que viene, posiblemente Vascongadas. Después las otras autonómicas, especialmente Galicia y Cataluña, y más a lo lejos las generales. Yo tengo que ir pensando en todo esto, sobre todo en lo de mi sucesión.

Mayor percibió cierto énfasis en la última frase, aunque aparentó no darse cuenta.

—Pero yo ya tengo trabajo; en el ministerio hay para rato. Esto, aunque es muy duro, también tiene sus satisfacciones una vez que se le coge el tranquillo, y, la verdad, me siento a gusto y de sobra recompensado. Créeme que, en lo político, por el momento —enfatizó— no tengo otras inquietudes. Así que si me estás tanteando ya sabes que, al menos hoy por hoy —volvió a enfatizar—, estoy muy a gusto donde estoy. Y, por supuesto, a Euskadi sólo de visita y por pocos días. Tengo la sensación de que no soy muy bien visto por allí —concluyó sonriendo abiertamente—.

Pues a mí me parece que allí hay mucha gente que te quiere —enlazó con la última frase de Mayor Oreja olvidando a propósito las anteriores— y que podría ver en ti al líder que se necesita para desbancar al nacionalismo. Allí se necesita alguien de peso que pueda plantar cara a Arzalluz. El pobre Carlos está muy quemado. Realmente ha hecho un gran trabajo y en condiciones muy difíciles —endureció el gesto—, pero creo que ha alcanzado su techo electoral. Y allí tenemos que conseguir entrar en el gobierno. Es la única forma de que nuestra gente pueda vivir con más seguridad y, además, propiciar medidas para poner orden y luchar con mayor eficacia contra ETA. Pero para eso necesitamos un verdadero número uno. —Hizo una pausa. —Por eso, te confieso, había pensado en ti. ¿Quién si no? 

Mayor empezaba a sentirse acorralado. Como al principio había temido, su jefe estaba tramando algo serio. ¡Enviarle a la primera línea de fuego —a las trincheras— de la principal batalla que mantenía el gobierno! No se lo podía creer.

—Está claro, Jose. Tienes razón. Pero cada uno tiene su sitio en esta batalla. Yo en Madrid. Carlos y los demás allí. Por cierto, estoy de acuerdo en que lo ha hecho muy bien. Recuerda lo que teníamos hace ocho años. Ahora somos la segunda fuerza. ¿Por qué no va a seguir ganado votos? No estoy seguro de que haya llegado a su techo.

Aznar ya contaba con la resistencia de Mayor. No se extrañó ni le importunó. Por el contrario, viendo que su amigo lo estaba pasando mal, decidió dejar el asunto, no sin, antes, lanzar el señuelo.

—Posiblemente tengas razón y Carlos pueda seguir mejorando nuestra posición. De cualquier modo, no tengo nada decidido. Pueden pasar muchas cosas de aquí a las elecciones. No te preocupes... —Con la mirada en la lejanía inició una larga pausa en actitud reflexiva que Mayor percibió con claridad, por lo que no se atrevió a interrumpirle. Por fin, como si acabara de tener una revelación divina, dijo mirando fijamente a los ojos de Mayor Oreja: —Te imaginas como quedarías situado para mi sucesión si ganases o consiguieras un resultado electoral que nos permitiera entrar en el gobierno de Vitoria. Tendremos que pensar en esto... ya habrá tiempo. Ahora ¡al agua!, —dijo mientras se incorporaba e iniciaba una carrera que concluiría zambulléndose en la piscina—.

Jaime Mayor Oreja no le acompañó. Continuó sentado, encendió un cigarrillo, tomó uno de los periódicos y simuló ojearlo, aunque su mente, invadida por la intranquilidad, estaba ocupada en descifrar las verdaderas intenciones de su jefe. Así se inició un periodo de zozobra e inquietud en el espíritu de Jaime Mayor Oreja que concluiría en el encuentro que iba a tener con el Presidente el día en que se sitúa el comienzo del presente capítulo.

Efectivamente, el día anterior el Presidente le había llamado por teléfono para citarle.  "Para hablar de lo de Vascongadas", le había dicho lacónicamente. Con este anuncio Aznar le había querido preparar para lo que le esperaba. 


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Aznar, con un gesto de la mano, invitó a Mayor Oreja a que se sentara en una de las dos sillas al otro lado de su mesa de trabajo. Salvo con Rato, con el que de vez en cuando se sentaba en la mesa de reuniones para despachar asuntos distintos de los típicos de gobierno, cuando recibía a sus colaboradores, incluso a los miembros del gobierno, JMA utilizaba su mesa de trabajo. El asiento de su sillón estaba en un plano más elevado que el de los de las sillas del otro lado y eso le permitía mantener una posición física superior a la de su interlocutor, acorde, naturalmente, con la posición jerárquica. Así, sobre todo al principio, se sentía más seguro y mandaba mejor.

Tras breves comentarios intrascendentes, JMA, con las manos sobre la cubierta del cerrado cuaderno azul, abordó directamente el asunto objeto de la entrevista.

—Bien, Jaime, como te dije ayer, quería hablarte de Vascongadas. Como sabes, parece que Ibarreche va a adelantar las elecciones. Probablemente para antes del verano. Tal y como se están poniendo allí las cosas nos jugamos mucho. Mejor dicho, España se juega mucho —enfatizó—. Como ya hemos hablado en varias ocasiones, tenemos que hacer frente al nacionalismo de una vez por todas. Sé, igual que tú, que es difícil ganar al PNV, pero creo que, en el momento actual, si ponemos toda la carne en el asador les podemos arañar buen número de votos, también el PSOE, de tal modo que, junto a éstos y al PC, se alcance una mayoría absoluta no nacionalista. Esto forzaría a una coalición de gobierno en la que estaríamos presentes imponiendo condiciones. Mejor con el PNV, pero si se ponen difíciles hacemos un gobierno exclusivamente constitucionalista. Zapatero se vería obligado. Así opina también Zarzalejos. ¿Cómo lo ves tú?

Mayor Oreja dudó unos segundos. Intuía que detrás de la exposición inicial de su jefe vendría la propuesta que estaba temiendo desde el verano pasado.

—No sé, presidente —en el despacho siempre le trataba así—... Ciertamente allí las cosas son complicadas. El nacionalismo está muy arraigado. El del PNV y el de los otros. Si vislumbran un frente constitucionalista puede que también ellos se agrupen. Por otro lado, al PSOE no le disgustaría aliarse con el PNV, aunque les pueda representar un coste en el resto de España... La verdad es que algo hay que hacer para frenar a Arzalluz. Estoy de acuerdo en que lo mejor sería un gobierno constitucionalista, aunque gobierne Terreros. ... De Madrazo no me fío; a ése le gusta estar entre dos aguas. Si le proponemos entrar en un gobierno con nosotros se caga...

Pero ¿no crees que junto al PSOE podemos conseguir mayoría para gobernar? —le interrumpió Aznar—.

Hombre, como tú dices, si ponemos toda la carne en el asador, si nos volcamos todos —se arrepintió de esto último— creo que la labor que está haciendo Carlos puede tener los frutos que esperamos. Se podría alcanzar el gobierno.

Desengáñate, Jaime —Aznar aprovechó la alusión a Iturgaiz—. Carlos se ha desgastado en su encomiable labor. Ha trabajado duro y bien, pero, a corto plazo, no le veo como lehendakari, si llegara el caso. La gente se ha acostumbrado a verle en la oposición, de látigo contra el nacionalismo. Tampoco creo que ceder la presidencia al PSOE sería buen negocio, cuando nosotros seguro que, como poco, quedamos los segundos, cerca del PNV. Nuestra gente no nos lo permitiría. ¿No crees, Jaime, que deberíamos ir a por todas? Incluso a ganar. Es la gran ocasión, Jaime. Creo que, como has dicho, si ponemos toda la carne en el asador se puede conseguir.

Mayor Oreja cada vez veía más cerca lo que temía. Se sentía confuso. Intentó defenderse.

No sé, presidente, puede que tengas razón; no estoy del todo seguro... Aquello es muy complicado —sentía que le temblaban las piernas—. No hay duda de que el cabeza de cartel será fundamental en estas elecciones —el subconsciente y la confusión le traicionaron—... bueno, en éstas como en otras —quiso rectificar—. Pero allí las cosas son diferentes. No importan tanto las personas como la ideología. Mira a Arzalluz, nunca se presenta, pero la gente sabe que está detrás... —Se dio cuenta de que se había metido en la boca del lobo—.

Pero Arzalluz está allí y aunque no pongan su foto todos saben que es el cabeza de cartel y, como tú dices, eso es lo fundamental. Por eso, Jaime, creo que nosotros también tenemos que tener un cabeza de cartel a tono con la especial importancia de estas elecciones.

Mayor Oreja tragó saliva. Aunque, desde las insinuaciones en la piscina de Oropesa había previsto la situación, siempre había mantenido la esperanza de que su jefe se ablandaría al oponerle resistencia o que, en el peor de los casos, las alusiones a la sucesión se materializarían en algo concreto; en fin, que al menos hubiera ocasión para la negociación. Pero la realidad era otra. El presidente, astutamente y con su característica firmeza, estaba llevando el asunto por donde le interesaba sin darle oportunidad. Por otro lado, Mayor no se veía con fuerzas para negarse cuando llegase la propuesta en concreto. Se sentía como si estuviera siendo lidiado por un experto matador, y resignado a ser colocado para la suerte suprema. Al menos sentía el consuelo de que la plaza estaba vacía y que no tenía que soportar la humillación de ser contemplado por el gentío de los tendidos ansioso de aplaudir la estocada final. Tuvo un fugaz sentimiento de solidaridad con los morlacos.

No viendo otra salida y sin fuerzas para oponer resistencia, consideró que lo mejor era resignarse al fatal desenlace... pero tratando de obtener la contrapartida que le interesaba y que en los últimos meses le había costado más de una noche de insomnio. Resueltamente entró al trapo.

Si la verdad es que estoy totalmente de acuerdo contigo, presidente. Precisamente, desde que me hablaste de este asunto en Oropesa le he estado dando vueltas a la pregunta que me hiciste sobre si me apetecía ser lehendakari. No es que me seduzca demasiado. Comprenderás que, como están las cosas, a ningún no nacionalista le puede apetecer, pero sí sentiría extremado placer por derrotar electoralmente al nacionalismo. Ser el artífice de la derrota de Arzalluz tendría su morbo. Además y principalmente, creo que sería un gran servicio a España. Por ello, te confieso que, aunque por discreción hasta ahora no te había dicho nada, sentía dentro el gusanillo. Te lo digo ahora así de claro porque he creído entrever en tus palabras que en tu ánimo podía estar proponérmelo, aunque te veía que te resistías a decírmelo directamente —rió distendidamente—. Por otra parte, no te niego que tus alusiones sobre la sucesión también animan.

Estaba dicho. Ahora era él quien atacaba. Se había expresado con naturalidad pero muy directa e inequívocamente. Le tocaba a su jefe recoger el guante y pronunciarse.

En un principio, Aznar se sorprendió por el cambio de actitud de su interlocutor —realmente esperaba más resistencia, por lo que había pretendido ser más sutil y almibarado que de costumbre—, pero enseguida lo comprendió. Conocía muy bien a Jaime. Era consciente de que la propuesta no era del agrado de su ministro, pero también sabía que era lo suficientemente listo como para saber sacar tajada del sacrificio que se le pedía. Sí le extrañó que se atreviera a aludir tan directamente a la sucesión, aunque estaba preparado.

Si bien en más de una ocasión había sentido cierto arrepentimiento, JMA tenía asumido que mantendría el señuelo que utilizó en la piscina. Estaba decidido a comprometerse con su amigo y ministro.

Gracias, Jaime. Me has evitado el trago de tener que proponértelo. Sé que va a ser difícil para ti y para tu familia, pero estoy seguro de que el sacrificio valdrá la pena. Vamos a ir a por todas. Todos te vamos a ayudar, pero tú serás el verdadero adalid de una épica gesta política —demasiado rebuscado, pensó—.  En cuanto a lo de la sucesión, comprenderás que es un asunto muy delicado, que falta mucho tiempo, que puede haber acontecimientos imprevistos, etc., por lo que no conviene asumir formalmente compromisos y menos públicamente. Ya sabes cómo son estas cosas. Ahora bien, sí te puedo decir lo mismo que te apunté en la piscina: si triunfas en Vascongadas pasas a ser el mejor colocado y, si no surgen circunstancias especiales, serás el próximo candidato del PP en las generales. Ni que decir tiene, Jaime, que esto queda exclusivamente entre nosotros.

Mayor Oreja sintió cierto alivio. Al menos había oído en boca del presidente la promesa que le interesaba, y con bastante claridad para lo que, para estas cuestiones, era propio de su jefe. "Serás el próximo candidato del PP en las generales", estas palabras se le quedaron grabadas, y desde ese día hasta el 13 de Mayo de 2001, fecha de los comicios vascos, resonaron en su interior varias veces cada día como un estimulante, especialmente antes de cada acto de la intensa, dura y agria campaña electoral que tuvo que afrontar.

Ulteriormente, tras la desolación producida por los resultados de las elecciones vascas no volvió a escucharlas. También, a partir de la misma noche electoral, dejo de sentir la estimulante inquietud ante la posibilidad de verse un día como candidato a la presidencia del gobierno de España. Ambas sensaciones fueron sustituidas por un sentimiento de animadversión por quien le había empujado hacia aquella aventura descabellada, y por un innoble propósito de devolverle "la deferencia". Se tendrá que buscar otro colega para las vacaciones, fue la única venganza que se le ocurrió aquella noche.


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