Esta es la octava entrega de mi narración del año 2001 «LA SUCESIÓN. Ficción de lo que pudo y podrá suceder», en la que intenté novelar cómo me imaginaba entonces los comportamientos de los principales involucrados en la tan cacareada sucesión de José María Aznar, de lo que tanto se habló en el tiempo en que la escribí.
El trabajo lo estoy publicando en este blog por capítulos, por lo que recomiendo al que se haya encontrado con esto que lea antes las entregas anteriores empezando, lógicamente, por la primera. En su preámbulo explico la razón de publicar ahora el trabajo. Esta entrega contiene el capítulo XII.
Tercera parte
EL DESENLACE
Capítulo XII. LA TRAMPA
—¿Está
todo claro, no? –Aznar miró con seriedad y por encima de las
gafas a Arenas—.
Y no quiero ni el más mínimo fallo –dijo con
calma pero amenazante mientras apuntaba con el dedo índice de su mano derecha
al pecho de su interlocutor, dando, así, por concluida, aquel lunes 14 de enero
de 2002, la rutinaria revisión de la situación de los preparativos del Congreso
previsto para los próximos 25, 26 y 27.
—Todo
clarísimo, presidente.— Para
entonces, a Arenas ya no le impresionaba la teatralidad de su jefe, aunque se
guardaba muy bien de demostrarlo. Por el contrario, ante Aznar procuraba dar
sensación de acatar sus instrucciones con temerosa subordinación. Para ello,
muchas veces utilizaba el castrense “a tus órdenes” que sabía que agradaba a su
jefe, especialmente cuando se lo decía en presencia de terceros. Alguna vez
había estado tentado de utilizar simultáneamente el taconazo, aunque se
reprimió.
—Presidente,
creo que debes saber algo –dijo Arenas con gesto grave—, algo importante.
—¿Qué
pasa ahora? — Preguntó
Aznar con aparente desgana—.
—No
sé cómo decírtelo, porque el asunto es verdaderamente delicado. La semana
pasada apareció el vicepresidente segundo por mi despacho...
—Ya
lo sé, el jueves a las 9:38— le interrumpió secamente. A raíz de
enterarse de la reunión de Baqueira, Aznar había dado algunas instrucciones
para asegurarse de que ningún movimiento de los tres, especialmente de Rato, le
sorprendiera—.
Has tardado mucho en decírmelo. Javier; a estas alturas ya deberías saber qué
cosas me interesan conocer con celeridad...
—Perdona,
presidente. Como sabía que tenía que verte hoy, no quise molestarte antes— dijo con aparente compunción—.
—Venga,
venga, cuenta. —Animó
Aznar ásperamente—.
—Pues
parece que quiere que el partido le proclame tu sucesor. Según me dijo, Mariano
y Jaime están de acuerdo y le apoyarán. Mostró mucho interés en saber tus
intenciones, sobre todo si tenías ya algún candidato y si pensabas decir algo
en el congreso. También me echó los tejos para que le apoyara desde el partido,
y remató pidiéndome que le tuviera informado de tus movimientos sobre este
asunto. Yo alucinaba. Así que pensé que lo mejor era seguirle la corriente y contártelo
en cuanto tuviera ocasión.
Aznar escuchó con serena atención.
—¿Dijo
algo de Pedrojota?— El
editorial de El Mundo de ese lunes le había desagradado. Había estado a punto
de llamar a Ramírez—.
—No,
nada, Pedrojota no salió en la conversación.
—¿Seguro?
—Seguro,
presidente. Te lo hubiera dicho.
—Bien,
bien...— Aznar, quedó pensativo mirando la foto de su
sonriente familia en un anaquel de la estantería lateral—. Si sobre este
asunto te enteras de algo nuevo me lo dices inmediatamente —enfatizó en el adverbio—.
Espera... te pidió que le informaras ¿no?
—Arenas asintió con la cabeza—. Pues arréglatelas
para decirle que crees que en el congreso voy a dar a conocer públicamente mi
sucesor, aunque no sabes el nombre.
—Como
tú digas, presidente. —Tuvo
que hacer un esfuerzo para salvar el nudo que se le había formado en la
garganta—.
Arenas salió muy preocupado del despacho.
Javier, en menudo lío te has metido, mejor dicho, te han metido estos dos
gallitos. Esto va a acabar en fuerte bronca y se puede escapar más de una
hostia, así que... Javier, anda con
cuidado, se dijo.
También Aznar se quedó preocupado y meditando.
Como me temía, Rodrigo ha pasado descaradamente al ataque y ha arrastrado a los
otros dos panolis. Josémari, tranquilo, en peores te has visto y mira dónde
estás. Lo que más me jode es que Rodrigo, conociéndome como me conoce, se haya
atrevido a desafiarme. ¡Es que es de tontos! Se le escapó la exclamación en voz
alta a la vez que encogía el cuello y golpeaba la mesa con ambos puños pero sin
demasiada fuerza. Tengo que hablar con Jaime y con Mariano.
A
Mayor Oreja, que estaba en Bilbao, le llamó inmediatamente por teléfono.
—Hola,
presidente, ¿cómo estás?
—Estupendamente,
Jaime; aunque estaría mejor si no fuera por los chismes que a uno le llegan.
—¿A
qué chismes te refieres?— Mayor Oreja empezaba a inquietarse—.
—No
te hagas el tonto, que ya sabes por dónde voy. No me gusta hablar de estas
cosas por teléfono. En cuanto vuelvas ven a verme. Si es mañana mejor. Ahora
sólo te diré que me siento bastante decepcionado.
—¿No
puedes ser más explícito? –Mayor Oreja, que sabía de sobra por
donde iba su jefe, trataba de disimular. No estaba dispuesto a reconocer la
traición. —Bueno,
espero que pueda volver mañana y paso a verte.— Lo negaría. Le diría que se vio improvisadamente en una
encerrona y que su única participación fue dejarse llevar, por no liarla. Al
fin y al cabo, fue un invitado del principal instigador y no le podía hacer un
feo en su propia casa. No le había dicho nada a él porque tampoco le quedó
claro si Rodrigo iba a pasar de las palabras a los hechos. Había estado
trabajando toda la semana anterior en Bilbao y en Vitoria (en realidad, había
considerado prudente quitarse de en medio por si acaso; había que estar lo más
lejos posible de la zona de peligro por si se iniciaba el fuego) y casi se
había olvidado del asunto. Jose, ya sabes que siempre he estado a tu lado, le
diría con convicción.
Realmente Mayor Oreja estaba arrepentido de
no haberse desmarcado, inequívocamente y en el momento, del contubernio de
Baqueira. Por varias razones, pero principalmente porque su intuición le decía
que Rato estaba equivocándose y que se podía estrellar, y con él quien le
acompañase en la aventura. Por eso había decidido no tomar ninguna iniciativa
en la línea trazada en aquella nefanda reunión. Tampoco iba a decir nada al
presidente; si se viese obligado a dar la cara con él simplemente negaría su
participación intelectual en el plan de Rato y, mucho más, cualquier tipo de
apoyo.
Fue tal su decisión y aplomo al hablar al día
siguiente con Aznar que éste no pudo por menos que disculparse ante su amigo
por haber dudado de su lealtad.
- - - - - - - -
—Hola,
vicepresidente; te llamaba simplemente para saber si ibas a asistir mañana,
martes, al Congreso de Diputados. —Arenas
se disponía a cumplir el encargo presidencial que había recibido ese mismo día—.
—Pues
no tenía intención –a Rato le extrañó la pregunta, pero
rápidamente cayó en la cuenta—, bueno, espera... sí,
ahora que lo pienso, sí, sí, tengo que ir.
—Te
lo preguntaba porque tenía algo que decirte, pero, bueno, como yo también
estaré en el Parlamento te lo digo allí.
Rato comprendió que Arenas tenía algo
importante que decirle y que no se fiaba del teléfono.
- - - - - - - -
En un descanso de la sesión del Congreso, Rato se puso en
pie, se volvió hacía el hemiciclo y mientras se ajustaba la cintura del
pantalón cruzó una disimulada mirada con Arenas, que estaba en su escaño. Un
leve gesto de Rato con los ojos fue la señal captada perfectamente por el otro;
ambos, por separado, se dirigieron al despacho de Rato en el Congreso.
—Tú
dirás, Javier.
—No
es que esté totalmente seguro, pero me da que el jefe piensa presentar al
sucesor en el congreso. Anteayer, al repasar los preparativos, me dijo que tenía
que dejar una silla libre en la primera fila, junto a Ana. Le pregunté para
quién y riéndose me dijo "a lo mejor para el que un día puede ser tu jefe". No
me atreví a preguntarle más. Tampoco me dijo nada sobre la confidencialidad del
detalle, así que no he visto inconveniente para contártelo.
—Gracias,
Javier. Ya sabes, si hay alguna otra novedad... —No hubo más comentarios—.
Rato se quedó solo en el despacho. Lo que
había escuchado era lo que más temía. Sabía que si Aznar daba el paso y
presentaba a su sucesor la situación sería irreversible. Si sucedía esto podía
considerarse derrotado. Había que evitarlo a toda costa. Se puso a pensar. "Una
silla en la primera fila... No puede ser de la ejecutiva porque estaremos en el
estrado. Tampoco será ministro ni presidente autonómico, porque ya tienen
asegurado su sitio en primera fila... O sea, se ha buscado un delfín
desconocido o, al menos, que no es de los pesos pesados del partido. ¡Joder!,
si éste tenía que hacer alguna de las suyas... Esto me puede venir bien —sonrió por primera vez desde que había entrado en el
despacho—. Hay que hacer correr la voz entre la
primera línea del partido para crear malestar y predisponer en contra. Y
Pedrojota que ataque".
Hizo algunas llamadas, entre ellas a Rajoy,
Mayor Oreja y PJ. Rajoy, que se mostró
muy sorprendido, le dijo "no lo deberías consentir". Mayor estuvo algo esquivo
y poco impresionado: "No te agobies, Rodrigo, igual sería mejor dejar que las
cosas sigan su curso". Me parece que Jaime se está acojonando, se dijo Rato al
escucharle. En cambio, a PJ le pareció un notición e inmediatamente le brindó
su adhesión a la causa de no consentir que un advenedizo tomara el relevo.
"Está claro: Jose quiere poner a alguien al que pueda dominar y
manejar desde la sombra. Y eso no está bien. Lee mañana el editorial".
Efectivamente, el editorial de El Mundo del
día siguiente fue muy expresivo: "...la sucesión de Aznar es, desde la
refundación, el hito más importante con que se deberá enfrentar el PP...",
"...las instituciones políticas deben estar por encima de sus miembros, incluso
de los más destacados...", "...el noble gesto de Aznar, de autolimitarse el
tiempo de permanencia en el poder, podría quedar empequeñecido y empañado si la
designación del nuevo candidato no se somete a elementales principios
democráticos...", "...el PP no debe tener problemas para encontrar el sucesor
de Aznar; sólo hay que mirar a su actual primera línea para encontrar un buen
ramillete de posibles candidatos, pero sí los podría tener si la designación no
es bien acogida por los notables...", "...la convocatoria de las próximas
generales queda lo suficientemente lejos como para que el PP pueda permitirse
el lujo de tomarse aún varios meses, incluso un año, para decidir sin
precipitación...", "...sería descabellado pensar que en la estrechez temporal
de un congreso (tres días) se pueda llevar a efecto el debate y decisión
sobre la sucesión...". Fueron algunas de las frases que Rato leyó con
satisfacción. Pedrojota se ha portado, pensó.
También Aznar lo leyó. Bueno... bueno... se
dijo sonriendo, que Rato haya tragado el anzuelo no me extraña, porque seguro
que su ofuscación le ciega, pero no esperaba que Pedrojota entrara al trapo...
al menos sin decirme nada. No tengo más remedio que llamar a ese chisgarabís.
Prefirió marcar por su móvil directamente al de Ramírez.
—Qué hay Jose. Ya lo has leído, ¿eh?...
—Dijo PJ, tras presionar la tecla verde al haber leído en la pantalla de su
móvil “ASTERIX”. Pedrojota, como una más de sus singularidades, en la agenda de
su supermóvil tenía identificados a los políticos con nombres de personajes de
ficción.
—Hola,
Pedro. Sí, lo he leído y me ha disgustado profundamente. ¿A qué vienen esas
tonterías?— trató de endurecer el tono para hacer
notar su enfado—. Estoy tratando de mantener tranquila a la gente, de tener un
congreso pacífico, de mantener la cohesión del partido, en fin, de que la gente
se dedique a lo importante, o sea, a trabajar en el cometido de cada uno, y
sales tú con esas tonterías en plan apocalíptico. Seamos serios, Pedro.
—Bueno,
Jose. Tampoco ha sido para tanto. Nos ha parecido que había que alertar sobre
cierto riesgo.
—¿Riesgo?
¿Qué riesgo?
—Hombre... —PJ
estaba algo desconcertado— nos había llegado la noticia de que
en el congreso ibas a presentar a tu sucesor.
—Eso
es una tontería, ¿quién os lo ha dicho?... Pedro, cuida tus fuentes. Si tuviera
esa intención te habría informado.
—Me
dejas helado. Nos había llegado por vías solventes. Comprenderás que no te diga
por dónde, pero, confieso que me lo había creído. Si tú me dices que no hay
nada te creo y te aseguro que trataremos de arreglarlo.
—Pues
hazme caso. No hay nada de nada. Así que tranquilízame a la gente y la próxima
vez asegúrate mejor.
Al concluir la conversación, Pedrojota dio
rienda suelta al enojo que había estado conteniendo durante su transcurso.
¡Mecagüenlaputa!. Lo que me faltaba, tener que aguantar broncas de Asterix. Y
lo peor es que tenía razón. Este Rodrigo me ha hecho meter la pata. Aunque la
culpa la tengo yo por fiarme. No sé por qué, pero me ha dado la sensación de
que en lugar de estar enfadado se estaba cachondeando. No me extrañaría que
éste haya puesto el anzuelo y que Rodrigo haya picado. Y ahora se estará
descojonando de los dos. ¡Mecagüenlaputa! Creo que en este asunto lo mejor va a
ser quedarse al margen. Allá ellos. Es su problema, no el mío.
- - - - - - - -
Por la tarde, Rajoy estaba citado en la
Moncloa.
—Hola,
Mariano. Toma asiento. ¿Cómo van las cosas? — Saludó Aznar
con el tono habitual—.
—Buenas
tardes, presidente. Bastante liado, Interior da mucha guerra —contesto el recién llegado mientras se sentaba—.
—Supongo
que ya tendréis elaborado el plan de máxima seguridad para el congreso. ¿Hablaste de ello, como te dije, con Jaime?
Él tiene gran experiencia de acontecimientos similares anteriores.
—Sí.
Todo está bajo control, presidente. El próximo lunes se pone en marcha el
operativo. Hasta el miércoles las medidas serán suaves y a partir del jueves
espectaculares. No te preocupes, que los que están al frente saben bien el
oficio.
—No te preocupes... —repitió las palabras de Rajoy mientras balanceaba ligera
y verticalmente la cabeza dando a entender que reflexionaba sobre la
recomendación—.
Sobre estas cosas siempre hay que estar preocupado... y bien alerta, que por
donde menos te lo esperas pueden llegar los problemas... —hablaba serenamente—.
No te puedes fiar de nadie, Mariano— dijo, tras
una pausa, mirando fijamente a los ojos de Rajoy—.
Éste captó la indirecta. Venía preparado.
Sospechaba que la citación tendría relación con los movimientos de Rato.
Suponía también que Aznar podría estar enterado de su posicionamiento en la
reunión de Baqueira. No le preocupaba demasiado. Había preparado dos
estrategias: una, para el caso de que el presidente reaccionara de forma
directa y se viera obligado a darle explicaciones; otra, para el caso de que
Aznar optara por un contraataque más sibilino.
En el primer caso, si el jefe le pedía
explicaciones de su participación a favor de la candidatura de Rato, Rajoy
había decidido no negarlo ni excusarse. Le confesaría con inocente naturalidad
que era decido partidario de que Rato fuera el sucesor. Por dos motivos
principales: primero, porque tenía el convencimiento de que, a pesar de las cosas
que se oían, eso era lo que Aznar también deseaba. Segundo, porque no quería,
ni por asomo, correr el riesgo de que fuera él mismo el elegido. "Tienes razón,
Ppesidente, cuando me atribuyes ciertas debilidades. Me aterroriza pensar en la
posibilidad de que pudieras decantarte por mí»" le diría con gesto angustiado,
agregando "por eso admiro tanto a los que, como tú, asumís con tanta entereza y
decisión el protagonismo total de la acción de gobierno. Creo que hay que tener
un don especial; yo no he nacido para eso". Rajoy confiaba en que viniendo de
él, poco dado a la adulación, estas palabras conmoverían a Aznar, ahuyentado de
él cualquier tentación de reproche o castigo. En todo caso, un acto de humildad
de ese tipo podría influir en Aznar para que le asignara una puntuación extra
en sus particulares calificaciones a los que pudieran estar en la secreta lista
de candidatos a su sucesión.
Para el segundo caso, es decir, ante el
supuesto de que Aznar no le dijera nada directamente y comenzara a maniobrar
más oscuramente o de forma sibilina, Rajoy optaría por esperar y ver cómo
evolucionaba el asunto. Estaría muy atento pero no haría nada —tampoco en la línea prometida a Rato—. Siempre habría tiempo de actuar según cómo conviniera.
"En las reyertas políticas internas, si vas de cara lo más fácil es que te la
rompan", le habían dicho hacía años en Galicia.
—De
nadie... — repitió
Aznar a la vez que dirigía su mirada a la foto de familia en la estantería—.
Bueno... de la familia
sí —se corrigió.
—Y
de los buenos amigos... y de los leales colaboradores..., presidente —completó Rajoy animosamente.
—Y
cómo os tengo que considerar a Rodrigo y a ti, ¿amigos?, ¿leales colaboradores?
o...
—Ambas
cosas, presidente —interrumpió
Rajoy en el mismo tono animoso—. No lo dudes...
—Y,
entonces, qué me dices de lo de Baqueira. De vuestra conspiración para nombrar
a Rodrigo candidato a la sucesión. —Seguía
hablando con calma, aunque se notaba que estaba esforzándose en ello—.
—Vamos
a ver, presidente —Rajoy hizo
un gesto conciliador bajando la cabeza y adelantando las manos—. Estaba suponiendo
que eso era la causa de tu alegato a favor de la desconfianza. No sé lo que te
habrán contado. Pero, si me permites, yo te diré lo que hablamos en Baqueira
entre Rodrigo, Jaime y yo—. Hizo
una pausa esperando el consentimiento. Un leve gesto de Aznar le animó a
continuar. —Principalmente
estuvimos intercambiando impresiones para tratar, entre los tres, de encontrar
la razón de tu creciente malhumor a lo largo del pasado año. Siento decirlo
así, Jose— empleó el nombre para transmitir
cercanía—,
pero nos tenías, nos tienes, preocupados y desconcertados. Tienes que reconocer
que últimamente nos has tratado a gorrazos —vio
un gesto de desacuerdo en Aznar—. Sí, Jose. Puede que tú no te hayas
dado cuenta por estar volcado en los asuntos y problemas del gobierno, pero es
así.
—Pues
yo veo las cosas de otra manera. Creo que vosotros, especialmente Jaime y tú,
sois los que en los últimos meses habéis estado muy distantes y hasta antipáticos
conmigo. Lo de Rodrigo es aparte.
—Sí,
tienes razón. Lo reconocimos todos. En el año pasado ocurrieron cosas que nos
descolocaron un poco a todos. Pero, bueno —veía
que tenía que concluir cuanto antes ese capítulo—,
el caso es que convinimos en que
deberíamos esforzarnos en volver a la normalidad. El otro tema que tratamos
tuvo que ver, efectivamente, con tu sucesión. Pero tengo que dejar claro que no
fue, como has dicho, ninguna conspiración.
—Pues
tú me dirás cómo hay que llamar al acuerdo que tomasteis
—espetó Aznar con gesto serio—.
—El
asunto de tu sucesión salió de rebote. No pensábamos hablar de ello. Rodrigo lo
mencionó —había que dejar claro quién había sido el
inductor de la trama— y hablamos sobre ello como habla todo el mundo en el partido.
Supongo que de eso no te extrañarás. Tu sucesión es una de las mayores
preocupaciones que tenemos. Te digo sinceramente que hasta ese día yo había
seguido tus instrucciones de no tocar el tema —hablaba con total calma y naturalidad—
pero, no sé por qué,
aquel día no pude reprimirme, y en el transcurso de la conversación manifesté
mis preferencias por Rodrigo... —Continuó con la confesión y adulación que había preparado
y que ha sido ya narrada en líneas precedentes—...
Jaime también estuvo de acuerdo, en lo de
la candidatura de Rodrigo —concluyó—.
Aznar quedó algo desconcertado. Estaba
preparado para escuchar forzadas excusas, rebuscados argumentos y mentiras; no
para un sencillo reconocimiento del delito de traición. Porque era así como
valoraba el posicionamiento de Rajoy a favor de Rato. Pero lo raro de la
situación, la causa del desconcierto de Aznar, era que si bien Rajoy asumía los
hechos no parecía que asumiera su punibilidad. No se le veía ni atemorizado ni
arrepentido y, además, pensaba Aznar, las lisonjas que habían formado parte de
la explicación de sus motivaciones eran sinceras. Ya es hora de que éste
reconozca en voz alta los méritos de uno, se había dicho Aznar al escuchar a Rajoy
reconocer sus limitaciones y la declaración admirativa por quien no las tenía.
Trató de salir de su desconcierto. Tuvo que
pensar con rapidez y claridad para poder enjuiciar la actuación de su
interlocutor: si no es consciente de su traición no se le puede considerar
culpable de tal delito, sentenció mentalmente Aznar, exculpando a su segundo.
Así era mejor. Si hubiese tenido que condenarle se habría visto ante una
situación difícil y delicada, que, precisamente por eso, no tenía claro cómo la
hubiera afrontado. Por tanto, el presidente sintió un gran alivio al decidir la
sentencia absolutoria. Está claro quién es el único culpable, se dijo pensando
en Rato. A éste era a quien realmente debía condenar y, llegado el momento,
castigar.
Pero tampoco debía dejar ir de rositas a
Rajoy. Si no de traición, sí le tenía que culpar de irresponsable. De haberse
atrevido a dar determinados pasos que, exclusivamente, concernían al jefe sin haberle pedido permiso
o, al menos, consultado. Debía mostrarse dolido con Rajoy y hacerle ver su
falta. En el pecado llevará la penitencia, se dijo.
—Pero
no me negarás que trazasteis un plan para propiciar la candidatura de Rodrigo
sin considerar mi opinión. A eso le llamo yo conspirar.
—Hombre,
presidente –dijo mientras, con un movimiento brusco, se
echaba para atrás dando a entender su disgusto por la reiteración de la
acusación—.
Aznar consideró que, como el veredicto estaba
pronunciado, no debía tensar más la situación.
—Bueno,
la palabra conspiración puede ser fuerte. Quiero decir que actuasteis
irresponsablemente al tratar por vuestra
cuenta algo que sólo a mí me corresponde —se inclinó
ligeramente hacia delante al pronunciar las últimas palabras—. Piensa en las consecuencias de haber
trascendido lo que hablasteis. Lo que nos faltaba. Dar que hablar a los que
están locos por detectar fisuras. Creo, Mariano, que os pasasteis.
—Puede
que tengas razón, presidente.— Rajoy
puso gesto compungido—.
—¿Has
leído el editorial de El Mundo? Porque me parece que algo tiene que ver con lo
que estamos hablando —dijo Aznar—.
—Sí,
lo he leído. Yo creo que son las ganas de enredar de Pedrojota... No sé si
Rodrigo tendrá algo que ver, aunque no lo creo. —Trató de dejar claro su desvinculación con las posibles
iniciativas de Rato—.
—¿Algo
que ver? ¡Todo!, diría yo —replicó Aznar ásperamente—.
Rajoy no contestó, limitándose a levantar las
cejas y encoger el cuello, dando a entender que eludía el compromiso de asumir
o contradecir la apreciación de su Jefe.
—El
que calla, otorga –masculló Aznar casi
ininteligiblemente. Rajoy simuló no haberle entendido—. Pues como habrás
visto, el editorial es un manifiesto incitando a la sublevación del partido...
Una gracia en vísperas del congreso... —Hizo
una pausa que aprovechó para echar un vistazo a la foto de Ana y los chicos. —Creo que alguien se está equivocando
gravemente —dijo solemnemente, refiriéndose a Rato—. ¿No crees,
Mariano?
El último tramo de la conversación, a partir
de su confesión, estaba provocando cierta inquietud en Rajoy. Parecía que la
adulación no había surtido el efecto esperado, a juzgar por la áspera actitud
que mantenía su jefe. Por eso, sintió verdadero alivio al comprender la
verdadera intención de la última pregunta del presidente. Se podría traducir
por "Rodrigo es el único culpable. Está haciendo el tonto y se la va a dar; más
te vale estar de mi lado ¿No crees?". Rajoy no dudó en su respuesta.
—Creo
que tienes toda la razón, presidente.
—Tenlo
por seguro. Espero que me tengas al corriente de cualquier movimiento que
detectes en relación con lo que hemos hablado. Ahora volvamos al asunto de la
seguridad en el congreso...
Media hora después se despidieron cordialmente. Cuando, al cabo
de un minuto, acudiendo presto a la llamada del timbre, Esteban, el ordenanza,
entró con el ceremonial habitual en el despacho presidencial, sufrió un
sobresalto por lo insólito de lo que contempló: el presidente, con un estilo
comparable al mejor de Clint Eastwood, le sonreía abiertamente desde detrás de
las suelas de sus zapatos y a través del ángulo formado por sus pies sobre la
mesa. Esteban, dio un respingo, balbuceó una excusa, e intentó salir. "Espere,
espere, Esteban; por favor, tráigame un gin-tonic de Beeffiter", oyó decir
desde el fondo del sillón. Mientras que, al salir, cerraba la puerta, escuchó
una sonora carcajada.
Al mismo tiempo, Rajoy descendía por las
escaleras de la entrada principal del Palacio de la Moncloa mesándose los cabellos con la mano izquierda
(de la derecha colgaba su maletín). "¡Uff!, creo que he salido de ésta".
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