Esta es la segunda entrega de mi narración del año 2001 "LA SUCESIÓN. Ficción de lo que pudo y podrá suceder", en la que se puede ver cómo me imaginé entonces los comportamientos e intrigas de los principales involucrados en la tan cacareada "sucesión" de José María Aznar, de lo que tanto se habló en el tiempo en que la escribí.
El trabajo lo estoy publicando en este blog por capítulos, por lo que recomiendo al que se haya encontrado con esto que lea antes las entregas anteriores empezando, lógicamente, por la primera, en la que, en su preámbulo, explico el porqué de publicar ahora el trabajo.
Esta entrega contiene los capítulos III y IV.
Capítulo III. RATO
JMA sentía un sincero aprecio por Rodrigo Rato. Le
consideraba uno de sus mejores amigos y, desde luego, su más leal colaborador
desde los tiempos en la oposición. Además, le admiraba como político y le
reconocía su excelente labor en el gobierno. También sabía que Rato tenía un
gran prestigio en todos los ámbitos: en los medios era una estrella, brillante
en el Parlamento, en el partido le querían y respetaban, y en la oposición le
temían. Hasta Ana, casi siempre algo crítica con sus colaboradores, era una
sincera admiradora de Rodrigo, por el que sentía un gran afecto. A menudo era
centro de sus conversaciones de alcoba, que, con frecuencia, acababan con la
recomendación de Ana: "Dile que renueve su vestuario; que da muy mal en la
tele. El pobre lleva unas chaquetas raquíticas. Y las corbatas... Yo no me atrevo a decírselo a su mujer, lo podría
interpretar mal".
Cuando, tras las elecciones del 2000 y en el
contexto de su estrategia de descabalgamiento de Rato, tuvo que relegarle a la
vicepresidencia segunda, JMA lo sintió de veras y pasó un mal trago cuando se
lo anunció. Nunca le podría agradecer a Rodrigo que en aquella ocasión se
mostrara tan conformista y no le opusiera resistencia; ni siquiera protestó,
recordaba JMA, que se quedó con la duda de si había sido por la carga suasoria
de sus explicaciones y argumentos o, simplemente, porque Rato era de buen
conformar.
Tampoco, anteriormente, en la primera legislatura,
JMA había tenido problemas con Rato por el hecho de que éste nunca ocupara la
vicepresidencia primera del Gobierno. En 1996 JMA le explicó que convenía que
Álvarez Cascos ocupara ese puesto para fortalecer su posición al frente de la
secretaría general del partido. Posteriormente, en el 99, cuando el relevo de
Cascos, el propio Rato sugirió a Aznar que le dejara como estaba para evitar
suspicacias. De cualquier modo, a partir de ese momento quedó muy claro quién era
el segundo; lo que en el partido era una sospecha se convirtió en sólida
hipótesis: Rato era el elegido para la sucesión. Por otro lado, en más de una
ocasión, siempre en conversaciones privadas mano a mano, JMA le había hecho
leves insinuaciones en el mismo sentido. Ante tales ambiguas insinuaciones,
Rato, con una actitud mezcla de prudencia e indiferencia, no se daba por enterado y
en ninguna de las ocasiones se atrevió a requerir mayor precisión.
Pero
Rato recibía perfectamente aquellos mensajes. Conociendo como conocía al
presidente y siendo consciente de la trascendencia del asunto, entendía y
disculpaba su parquedad y ambigüedad, aunque reconocía, como en otras
ocasiones, que le contrariaba verse también afectado por el habitual hermetismo
de Aznar cuando de "quinielas" se trataba. De los cambios en el ejecutivo que
se produjeron en la primera legislatura de gobierno del PP, Rato se enteró
pocos minutos antes que los periodistas. "Eso no se lo perdono", le dijo a
Pedro J. Ramírez cuando comentaron la faena. En realidad, lo que más le
irritaba era ver el melifluo disfrute de Aznar con aquel pueril juego de
intriga que se estaba convirtiendo en un clásico de los momentos previos a los
cambios en la composición del gobierno.
Desde los comienzos
de su andadura política junto a Aznar, había asumido con gusto la confortable
posición de segundón, y nunca había sentido tentaciones de mejorarla. Siempre
había admirado a su jefe y veía en él un auténtico líder. En más de una ocasión
había bromeado con Aznar al hilo de alguno de los frecuentes y malintencionados
comentarios en los medios de comunicación en que se aludía a la falta de
carisma del presidente. Qué poco te conocen, José, le solía decir
cariñosamente. Pero la verdad era que en más de una ocasión se había sorprendido,
mientras despachaba con su jefe, imaginándose sentado al otro lado de la mesa.
Cuando después, contrito, se reprendía por ello, solía concluir con un ¿y por
qué no? El caso es que, sin haberlo pretendido, al verse con muchas
posibilidades de dar el salto, se había ido haciendo a la idea y, por supuesto,
se sentía sobrado de fuerza y capacidad para afrontarlo.
JMA nunca pudo saber a ciencia cierta qué le impulsó
a Rato a dar el paso ni si fue por propia iniciativa o empujado por otros.
Pedrojota puede estar enredando, sospechó. Lo cierto es que, tras las
vacaciones del 2000, en uno de los primeros despachos entre ambos, después de
tratar los asuntos de gobierno, JMA, con
su perspicacia habitual, notó cierta intranquilidad y mayor demora de lo normal
en el acto rutinario de recogida, por parte de Rato, de los papeles sobre los
que habían tratado. Intentaba, Rodrigo, igualar el paquete de folios
sujetándolos verticalmente con ambas manos y golpeando nerviosamente los bordes
inferiores contra la cubierta de la mesa cuando Aznar le preguntó:
—¿Qué pasa, Rodrigo? ¿Hay algo más?
—Bueno, presidente. No quería decirte nada. Pero ya que me preguntas... No quiero que me entiendas mal. Pero ya sabes... Últimamente en la radio y en la prensa están empezando a dar la lata con lo de la sucesión. Los de Prisa cuestionando el cumplimiento de tu compromiso. Los otros haciendo quinielas. En los despachos empiezan a estar inquietos... Incluso, Piqué me ha comentado que cuando sale fuera de España siempre le preguntan... Ya sé que falta mucho; que, como tú dices, aún no toca, pero algunas veces me pregunto si no sería mejor dejar el asunto claro para evitar las especulaciones y que todos sepan de una vez tus intenciones. No me entiendas mal...
Mientras Rato hablaba, Aznar se había quitado las gafas y apoyado con fuerza en el respaldo de su sillón. Formando con sus manos una uve invertida y con las puntas de los dedos a la altura de su boca miraba seriamente a los ojos de Rato. De la ligera turbación que sintió al darse cuenta del motivo de la inquietud inicial de Rato paso, rápidamente, a sentir un profundo malestar por el atrevimiento de su subordinado a tocar un asunto sobre el que se había esforzado, por activa y por pasiva, en transmitir a todos, ¡a todos!, que era intocable. Pero, a medida que seguía escuchando, se dio cuenta de que Rato lo estaba pasando mal. "Si le viera ahora uno que yo sé", pensaba, refiriéndose a Pedro J. Ramírez.
Aunque, fugazmente, notó un sentimiento de ternura hacia su amigo, prevaleció en él la sensación de disgusto por la poca delicadeza de Rodrigo al colocarle, improvisadamente, en aquella situación difícil. No lo esperaba de él. No obstante, había que lidiar el toro. "Otro más de los que hay que torear cada día, ¡como si tuviera pocos...!", se dijo mientras entrelazaba sus manos y apoyaba la barbilla en los pulgares.
—Te entiendo, Rodrigo. Como comprenderás, éste es uno de los asuntos que más me preocupan, porque, obviamente, comporta una decisión muy importante para todos. Precisamente por su trascendencia quiero hacerlo bien. Creo que no sólo es cuestión de acertar con la persona; creo que el momento de hacerlo público también tiene gran importancia. Puede que tengas razón; que éste sea el momento apropiado. Pero yo no estoy convencido... No quisiera equivocarme y debéis entender mi reserva...
Rato no durmió aquella noche. Dando vueltas en la cama recordaba, una y otra vez, las palabras del presidente, que se le habían quedado grabadas una a una. No quería creerlo, pero se daba cuenta que lo que había escuchado nada tenía que ver con las reveladoras insinuaciones de otras ocasiones. En todo caso, las insinuaciones de ahora eran en sentido contrario. Claramente, su jefe le había dado a entender que aún no tenía decidido el sucesor. Sobre todo, el último plural empleado "...debéis entender..." le colocaba a él como uno más de los expectantes. ¡Uno más! Indudablemente, Jose había estado frío y distante. Rato estaba descorazonado.
Tras la zozobra de los días posteriores a aquel encuentro, Rato cayó en un estado de ansiedad. Aunque, cuando lo analizaba fríamente, concluía que él no era el elegido o que, al menos, el jefe aún no estaba seguro de ello, su razón y su ego se negaban a admitirlo. Había habido bastantes insinuaciones. Él era el segundo de a bordo. En lo personal, él, junto con Jaime Mayor Oreja, era el mejor amigo del presidente. ¿Quién otro mejor que yo?, se preguntaba irritado. Lo que hasta entonces había supuesto para él una ilusionante incógnita se había tornado en una inquietante duda que le consumía. Lo comentó con sus más íntimos y de todos recibió la misma recomendación: "lo tienes que aclarar, Rodrigo".
Así que, por su propio convencimiento y espoleado por los demás, se propuso despejar la incógnita. Jose se tiene que decidir y cuanto antes mejor, se repetía insistentemente. Se planteó como mejor táctica la del pressing sin sutilezas. A las tres semanas de aquel descorazonador encuentro, Rato volvió a la carga.
Capítulo
IV. UN FIN DE SEMANA EN EL CAMPO
Esta
vez aprovechó un fin de semana que los dos matrimonios pasaron juntos en la
finca de Rato. Estos encuentros en el campo, otrora frecuentes, a partir de
1996, por razones obvias, habían sido escasos. Además de que los asuntos de
gobierno les ocupaban hasta los fines de semana, las espectaculares medidas de
seguridad suponían una movida que quitaba las ganas. Por eso Rato se sorprendió
cuando el presidente, tras el Consejo de Ministros del viernes anterior, se lo
propuso. Acogió con entusiasmo la propuesta, viendo en el gesto una deferencia
significativamente favorable para la causa que le preocupaba.
Desde
su llegada a la Moncloa, en JMA se había producido un curioso cambio en su
manera de comunicarse con sus colaboradores: además de que se había acentuado
gradualmente su parquedad, fue utilizando, cada vez más, un lenguaje de gestos,
detalles, actitudes y, sobre todo, silencios para transmitir sus deseos, gustos
y desagrados. Al principio, esta singular forma de expresarse le sirvió como
subterfugio para salvar situaciones comprometidas. Con el tiempo, casi sin
darse cuenta, se convirtió en unas de sus peculiaridades en el trato con sus
más allegados. JMA consideraba una prueba de intuición y perspicacia que su
gente le entendiera sin tener que recurrir a las palabras. A la vez, le
divertía comprobar la expectación y desconcierto que causaba el arcano de sus
silencios. Aunque estos silencios, casi siempre, había que entenderlos como
transmisores de vibraciones negativas, a
veces los utilizaba como intrigante lapso antes de una aprobación, felicitación
o expresión positiva, que, así, tras el enigmático silencio, tenía mayor
impacto en su destinatario.
Rato, que conocía bien a JMA, consideraba
extravagante e infantil esta peculiaridad expresiva del presidente, por lo que le
desagradaba sobremanera tener que participar, como los demás, en el juego de
adivinanzas que le era impuesto. Pero esta vez no vio ningún enigma en la
iniciativa de su jefe, sino una evidente intención de desagravio por su parte,
arrepentido, sin duda, de su frialdad en la conversación que habían mantenido
dos semanas antes.
Y
no se equivocaba. JMA, aunque continuaba dolido por lo que él consideraba una
impertinencia de su amigo, era consciente de la frialdad que había mostrado en
la conversación con Rato y estaba pesaroso por ello. Lo había comentado con Ana
y ésta le había regañado cariñosamente, sugiriéndole, a la vez, que hiciera
algo para tranquilizar a Rodrigo. A Ana no le agradaba la idea de un
distanciamiento entre los dos amigos. No tuvo que insistirle.
—¿Qué te parece si le propongo pasar los cuatro
un fin de semana en su finca?
—Estupendo, Jose. Díselo cuanto antes.
Pero, aunque, efectivamente, JMA, igual que Ana, no
tenía ningún interés en que se produjera un distanciamiento con Rato y, por
tanto, había tomado la iniciativa para demostrarle que no había dado
importancia al ligero roce de días
atrás, Rato estaba equivocado al hacer extensivo el gesto de Aznar a la
cuestión que había sido causa del conato de conflicto. JMA no tenía ninguna
intención de hablar sobre aquello. Únicamente quería mostrar a Rodrigo que
tenía un sincero interés en dejar las cosas como estaban antes de la dichosa
conversación. Desde luego, no se le pasó por la imaginación que Rato le pudiera
volver a plantear el tema.
Durante los casi dos días que llevaban juntos en la
finca de Rato la convivencia había sido excelente. Como siempre que se reunían
los cuatro, no habían faltado motivos para la amena conversación. Se hablaba de
cualquier cosa; el tema de los hijos era recurrente. Rato tenía cierta gracia
contando chistes. Aznar ninguna, pero siempre se atrevía con alguno de los que
había escuchado en sus salidas, que, invariablemente, era acogido con sonoras
carcajadas de los otros tres. Evitaban hablar de política o del gobierno y, en
todo caso, si surgía el tema siempre era en tono intrascendente y divertido.
JMA, aunque por aquella época ya había caído en la cuenta de que no podía
abstraerse de su condición de gobernante, solía encubrir esta convicción
reconduciendo, afablemente, las improcedentes desviaciones de la conversación
hacia la política con uno de sus clásicos lacónicos latiguillos: "Del trabajo,
cuando toca", que casi siempre era contestado por Ana, en actitud entre sumisa
y descarada, con un "¡Uy!, cómo te
pones, hijo". Sin embargo, JMA, contraviniendo sus propias recomendaciones,
casi siempre encontraba el momento para comentar alguna anécdota graciosa o
chascarrillo relacionado con algún colega extranjero. Las mujeres, entonces,
aprovechaban para, con aparente ingenuidad, desviar la atención hacia los
solteros del gobierno. La verdad es que, a los cuatro, aunque procuraban
reprimirse, les divertía el cotilleo de altura, si bien siempre con la
magnánima prudencia de quien ve las cosas desde arriba. A veces, JMA sentía
cierto pesar cuando creía que se había excedido trivializando, y se justificaba
diciendo "Destrascendentalizar es un ejercicio saludable para un gobernante".
La verdad es que se divertían juntos.
Rato aprovechó la sobremesa del domingo para plantear
el asunto. Había pensado mucho sobre cómo hacerlo y, después de darle muchas
vueltas, había decidido que lo mejor era dejarse de rodeos e ir directamente a
la cuestión. Las dos mujeres habían salido a dar un paseo. Aznar y Rato,
repantingados en sendos sofás, acababan de encender un habano cada uno.
—Jose. Le he estado
dando vueltas a lo que hablamos el otro día. Ya sabes, lo de tu sustitución o,
mejor dicho, lo de tu sucesión —sabia que a su jefe le gustaba más esta palabra—. No me quedó muy claro. No es que me obsesione, ya me conoces, pero es
que se dicen muchas tonterías y me fastidia. Deberíamos aclararlo. Pensaba que
tenías intención de hablar hoy sobre ello.
Como
la vez anterior, JMA sintió cierta turbación al escuchar a Rato y la misma
irritación. Le volvió a molestar la impertinencia. Además, esta vez Rodrigo
estaba más sereno. Indudablemente, lo tenía muy preparado. Se ve que no
entendió el mensaje; está perdiendo facultades, pensó.
Transcurrieron unos segundos de silencio que a Rato
le parecieron horas. Ya está éste con sus dichosos silencios. Lo hace para
ponerme nervioso; sabe que me jode. Por fin, Aznar se decidió.
—Ya
te dije que estaba en ello y que no quiero precipitarme. De cualquier forma, tú
serás el primero en saber mi decisión. —Aznar dio un par de
caladas al puro poniendo un escudo de humo entre ambos. Barruntaba que esta vez
Rato no se iba a conformar fácilmente—.
—Lo entiendo, Jose
—Rato hablaba
tranquilo—, pero comprende que, aunque
uno no quiera, el asunto esta ahí. No podemos evitarlo.
Aznar se revolvió molesto en el sillón. Adelantó
el busto acercándose al cenicero sobre el que hizo caer la ceniza del puro
ayudándose del dedo corazón de su mano libre. Mirando a Rato, le espetó:
—Coño, Rodrigo. No te preocupes. Te digo que serás el
primero en saberlo. No hagas caso de los chismes. Al que te venga con esto le
dices, como yo suelo decir, que no toca... Y que no te toquen los cojones.
Había que enseñar los dientes; Rodrigo se estaba
pasando. Aznar sólo empleaba tacos cuando contaba chistes y sólo si eran
imprescindibles, o cuando quería mostrar su malestar. Este era uno de sus
gestos conocidos. Por eso, Rodrigo tenía que entender que el tema no era de su
agrado.
—No te
molestes, Jose. No te lo tomes a mal. Sé que estas cosas no son fáciles...
Mira, ya vuelven éstas... Si te parece, seguiremos en otro momento.
Parece que recula, pensó Aznar, mientras saludaba
con la mano a las recién llegadas. Pero éste volverá a la carga. Seguiremos en
otro momento, ha dicho. Se está pasando. Habrá que estar preparado.
Rato había percibido el malestar de su jefe. Se daba
perfecta cuenta de que Aznar no tenía ningún interés en tratar sobre el asunto.
La breve conversación mantenida le había servido para cerciorarse de que no
tenía nada asegurado. Por el contrario, el tono y las palabras de Aznar le
habían revelado que en éste se había producido un cambio de intenciones. Lo que
acababa de oír le reafirmaba en la descorazonadora impresión que había sacado
tres semanas antes. "Jose me ha descartado. Me ha estado engañando. Algo ha
sucedido, porque estoy seguro de que hasta hace dos o tres meses yo era el
elegido".
Tras el breve diálogo, con la entrada de las mujeres
se reanudó la agradable convivencia del fin de semana, pero durante el poco
tiempo que continuaron en la casa —sobre las siete iniciaron la vuelta a
Madrid— las miradas de Aznar y Rato no se cruzaron. Ana, que se había percatado
de que algo no había ido bien, esperó hasta la hora de ir a la cama para
preguntar.
—¿Qué os ha pasado?
—Nada, Ana. Pero me
parece que Rodrigo se está pasando.
Para Ana era suficiente. Aunque tenía gran ascendiente sobre su marido
—éste casi siempre tenía en cuenta sus insinuaciones, sugerencias o
recomendaciones—, ella sabía cuándo tenía que estar totalmente al margen. La
respuesta de Jose era muy expresiva. Le había querido decir que había un conato
de conflicto pero que no se inmiscuyera. Y cuando el mensaje era tan claro Ana
le hacía caso. Allá ellos, pensó mientras se ponía el camisón.
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