1 jun 2015

LA SUCESIÓN. Ficción de lo que pudo y podrá suceder - 1


En el año 2001, poco tiempo después de que, por prejubilación, pasara a "mejor vida", me atreví a poner negro sobre blanco algunas de las cosas que pensaba. Uno de mis primeros trabajos es el que muestro a continuación. La razón de exponerlo ahora es que algunos de los personajes de esta "ficción de la realidad" —por llamarlo de alguna forma (no sé si tendrá una denominación dentro de los géneros narrativos)— están, por diversos motivos, muy de actualidad en estos tiempos como lo estaban en la época en que fue escrito; charlando recientemente sobre ellos, alguien me sugirió que mostrara aquí el relato para poder leerlo con comodidad.

Al trabajo lo titulé "LA SUCESIÓN. Ficción de lo que pudo y podrá suceder". Con la narración, escrita en modo omnisciente, quise contar cómo me imaginaba entonces los comportamientos e intrigas de los principales involucrados en la tan cacareada "sucesión" de José María Aznar, de lo que tanto se habló en el tiempo en que lo escribí. Por aclarar, diré que si en el subtítulo hice referencia al pasado (pudo) y al futuro (podrá) es porque en el momento de escribir (verano de 2001) habían sucedido ya algunos hechos de los que se habla en el relato pero otros aún no habían ocurrido (sobre todo, el más importante: la decisión).

Como el trabajo es algo extenso para un blog, lo publicaré por capítulos a lo largo del mes de junio, a base de uno o dos capítulos en cada entrada. En esta primera entrega están los capítulos I y II.

(Aclaración ortográfica: Al repasar lo escrito, he visto que los pronombres demostrativos estaban con tilde, según lo preceptivo en la época en que escribí esto; ahora ya no es necesario. No obstante, lo he dejado como estaba).


Primera parte



LOS PROTAGONISTAS




 Capítulo I. AZNAR

Enero 2001; 8:50 de la mañana. El día ha amanecido desapacible; frío y lluvioso como casi todos los de las dos últimas semanas. José María Aznar, a solas en el comedorcito de la primera planta del palacio de la Moncloa, sentado de cara al ventanal orientado al Sur, con la mirada perdida en la grisácea y difuminada línea del lejano horizonte urbano, medita abstraído. Frente a él, sobre la mesa, está casi intacto el abundante y apetitoso desayuno servido por Víctor, el veterano y eficiente camarero que, desde que Suárez ocupó la Moncloa, tiene a su cargo el desayuno presidencial.

Hoy está algo raro; sólo ha bebido medio vaso de zumo y el resto ni lo ha tocado, se dice Víctor, que, desde atrás, en pie junto a la puerta, contempla de reojo el contraluz de la silueta inmóvil de JMA. Casi cinco años, día a día, no han sido suficientes para que el fiel sirviente haya podido siquiera intuir la intensidad de la actividad mental de esos primeros momentos de la cotidianidad del presidente.

Realmente, nadie que le viera en la placidez de su rutina diaria matinal, relajado, en aparente total sosiego, alternando la atención al sabroso desayuno con la distraída contemplación del estático y amplio panorama que permite el ventanal, podría sospechar la efervescencia de su pensamiento. Incluso a los que mejor le conocen les sorprendería el contraste entre lo que aparenta por fuera y lo que bulle por dentro. Pero en la armónica gestión de tal aparente desajuste está una de las peculiaridades de la enigmática personalidad del presidente. Sólo él es sabedor de que su fina sensibilidad le permite disfrutar, simultáneamente, de la sensación de calma y sosiego que le proporcionan sus sensores exteriores y de la apasionante excitación interna proveniente de sus pensamientos.

Fue allí, donde ahora está y en la misma posición, después de su primera pernocta en la Moncloa, tras su triunfo electoral del 96, cuando, en la quietud de aquella primaveral mañana, JMA percibió por primera vez, con nitidez, la grandeza de lo que acababa de conseguir. Posiblemente, la reconfortante sensación que le produjo aquella revelación le animó a dedicar los primeros momentos de cada día a la reflexión. Con el tiempo, este ejercicio mental matinal se convertiría en el momento más excitante del día. Al principio, desayunaba junto a Ana, pero ésta pronto se percató de que su marido prefería hacerlo a solas, lo que no le disgustó —le dejo con sus cavilaciones y yo a mi rollo, pensó—, por lo que, con sutileza, se las arregló para que la hora del desayuno no fuera "momento de coincidencia", como ellos llamaban a los escasos ratos que estaban juntos durante el día.

Mientras que a lo largo de los casi cinco años de vida en la Moncloa se ha mantenido inalterable la placentera sensación de sosiego que externamente aparenta cada día a la hora del desayuno, con el transcurso del tiempo por dentro han ido cambiado mucho las cosas. En un principio, JMA aprovechaba el tiempo del desayuno para hacer un repaso mental del plan del día, deteniéndose en los asuntos de mayor enjundia, para los que casi siempre, a esta hora, encontraba un nuevo ángulo de observación que, después, le permitía una mejor forma de enfocarlos o resolverlos. Esta revisión diaria de la panorámica de los asuntos de gobierno que le esperaban en cada jornada le resultaba muy estimulante. Por un lado, por las autodemostraciones de talento que le reportaba, y, por otro, porque tal revisión le permitía contemplar el esplendor y la trascendencia de la misión de gobernante. A menudo, las reflexiones sobre esto último le hacían tener un recuerdo, entre comprensivo y solidario, para sus predecesores, que, con el paso de los días, se fue convirtiendo en un sentimiento de simpatía hacía aquellos que, como él ahora, se habían tenido que enfrentar cada día con la sacrificada y noble misión de gobernar. Incluso, en estas evocaciones, percibía con afabilidad y conmiseración la figura de González.

Más adelante, al ir adquiriendo más destreza en las tareas de gobierno y, en consecuencia, más soltura como gobernante, fue reduciendo progresivamente el tiempo dedicado al repaso mental matinal del plan de gobierno de cada día. Con el tiempo, fue elevando gradualmente el listón que separaba los asuntos importantes de los restantes, quedando cada vez menos por encima. Éstos, los verdaderamente importantes, eran los que requerían ese último análisis en la quietud de cada mañana. Para los demás, su experiencia, conocimiento y capacidad de improvisación, además del concurso de sus colaboradores, resultaban suficientes.

A medida de que el repaso a los asuntos de gobierno fue ocupando menos espacio de su remanso temporal matutino, iba cubriendo el excedente con reflexiones sobre sí mismo. Este reenfoque de su matutina meditación tuvo como objeto el autoanálisis o, mejor dicho, el autoexamen como gobernante, si bien JMA, aún por aquel tiempo, no tenía muy claro si en su posición podía segregarse la faceta de gobernante del resto de su actividad personal. Más tarde llegó al convencimiento de que no.

En sus autoexámenes diarios se calificaba con generosidad. "En esto un 10, Josemari", era lo que con mayor frecuencia se decía mientras, mirando al ventanal, fruncía los labios y achicaba los ojos en un gesto en el que se podía adivinar una pícara sonrisa.

A mediados del 99, tras sus tres primeros años gobernando, los resultados de sus indagaciones introspectivas no podían ser más satisfactorios. La excitante sensación que, por ello, experimentaba cada mañana tras el desayuno daba paso a un excelente estado de ánimo con el que se enfrentaba diariamente con su trabajo. Nunca se había sentido mejor. Su autoestima había alcanzado cotas hasta entonces desconocidas. Irradiaba optimismo. Su capacidad de trabajo y de resolución estaba al máximo. Incluso, llegó a cuestionarse si estaba acertado cuando, para sí, rechazaba con cierto desagrado los frecuentes halagos que le dirigían sus colaboradores y que, hasta ese momento, había considerado adulaciones interesadas. Ciertamente, estaba eufórico.

Debido, precisamente, a las agradables y estimulantes sensaciones que le producía su cotidiana autoevaluación, por aquellas fechas del 99, de modo inconsciente, empezó a excluir de sus reflexiones matinales todo lo concerniente al plan de trabajo, haciendo de su persona y, en especial, de su faceta de gobernante el objeto exclusivo de sus pensamientos durante el desayuno. Así, el ritual reflexivo de cada mañana fue convirtiéndose en un ensimismamiento de inmejorables consecuencias terapéuticas para su psique.

Tras el triunfo electoral del 2000, los efectos del ensimismamiento matutino diario alcanzaron el grado de éxtasis. A partir de este momento se olvidó por completo del ejercicio de autoevaluación diaria. Ya no era necesaria. Qué mayor demostración y afirmación de su eficacia en la acción de gobierno que el resultado electoral. La ciudadanía le había calificado con matrícula de honor. La mayoría estaba claramente con él... ¡y le quería!

A partir de aquí, JMA comenzó un nuevo ciclo en su diario ejercicio de meditación matutina. El foco de su pensamiento tenía un único destino: él. La visión exterior que le llegaba a través del ventanal se congeló en una imagen fija, que, como telón de fondo, servía de decorado para las escenas en las que él era único protagonista. Su visión estática matinal se había convertido en un  imaginario escenario en el que se representaban sus vivencias como presidente. Unas veces, se veía en lo reciente; otras, en actuaciones más lejanas en el tiempo. No se analizaba ni se enjuiciaba. Sólo, con serena satisfacción, se contemplaba. Cada mañana, Aznar alcanzaba su particular nirvana.

Indudablemente se gustaba. Se gustaba como gobernante y también como persona. A estas alturas, ya era lo mismo. No podía disociarse una cosa de la otra. Seguro que otras personas podían separar su actividad profesional o política de lo que se considera particular o personal. En épocas pasadas así había sido también en su caso. Pero ahora no. Él era el presidente del Gobierno de España y no podía haber otro él. La vida le había otorgado un lugar preeminente en la historia; regir los destinos de la Patria era una misión sublime a lo que se había consagrado en cuerpo y alma. Percibía con evidente claridad que el destino había sido sabio con él.

Por otra parte, reconocía que lo de gobernar, además de apasionarle, le divertía. Gobernar y mandar, que, a la postre, era lo mismo. Él ya había mandado en Valladolid, pero esto era otra cosa. Aunque en ocasiones se resistía a reconocerlo, era consciente de que, por fin, había experimentado la erótica del poder.  Nadie, de sus allegados, habría pronosticado que aquel retraído y menudito muchacho del Pilar llegase a mandar tanto y, por qué no decirlo, a ser tan mandón. Para gobernar hay que mandar con firmeza, se decía con frecuencia.

Cuando más disfrutaba de su poder era al tratar con sus más inmediatos colaboradores. Verlos extremadamente respetuosos con él y, sobre todo, turbados por su presencia, por su parquedad o por su agudeza le reconfortaba. Especialmente, sentía un malsano placer al reconvenir lacónicamente a sus ministros en presencia de los subordinados de ellos. Él sabía que, después, en los despachos de los ministerios, estas reconvenciones, ya convertidas en "broncas del Presidente", servían de comidilla divertida entre los colaboradores del abroncado. Estos episodios le servían a JMA para, en la meditación de la mañana siguiente, reafirmarse en su íntimo convencimiento de que había nacido para ostentar el poder... ¡y mandar!

Pero aquella mañana de enero de 2001 JMA no tenía apetito ni conseguía ensimismarse. No reflexionaba sobre la sublimidad de la misión de gobernante para la que se consideraba predestinado, ni rememoraba sus actos de gobierno más espectaculares, ni se recreaba en el goce del poder, ni se veía a sí mismo en el escenario imaginario del ventanal. Por el contrario, con desasosiego veía, como si se tratase de un ectoplasma, la bonachona expresión de Rodrigo Rato que, arqueando las cejas por encima de la línea superior de la montura de sus gafas y esbozando una tímida sonrisa, le repetía machaconamente «¿Qué hay de lo mío, presidente?; ¿qué hay de lo mío, presidente...?». Aunque no con estas mismas palabras, al menos una vez cada quince días durante los últimos meses, Rato le había estado inquiriendo, de forma más o menos directa, en relación con la sucesión.
Capítulo II.   EL COMPROMISO. UN NUEVO RETO

En relación con su promesa electoral de no mantenerse en el poder más de dos legislaturas seguidas, durante los tres primeros años de pesidente JMA mantuvo firmemente dos convicciones: uno, su compromiso había sido rentable en votos y, además, era política y objetivamente saludable; obviamente, lo iba a cumplir. Dos, Rodrigo Rato, sin lugar a dudas, sería su sucesor, en el caso de que se completaran las dos legislaturas. Sobre lo primero no se recató en manifestarse cuando hubo necesidad; de lo segundo su intuición le previno para que no lo hiciera.

Mas tarde, probablemente como una consecuencia de su ejercicio reflexivo matinal, a medida que iba tomando consistencia su metamorfosis síquica, fue debilitándose gradualmente su convicción de que había acertado con la aún no proclamada designación de Rato, a la vez que en su subconsciente se iba acentuando la desagradable sensación de que éste, sin saber aún por qué, representaba un serio obstáculo para sus propios fines. Sin darse cuenta, a la vez que en sus meditaciones matinales encontraba mayor espacio para la autocomplacencia y se incrementaba el convencimiento de su predestinación, crecía oculto en su interior un nuevo instinto: el apego al poder.

Este nuevo componente de su personalidad se le manifestó inesperadamente el 7 de Septiembre de 1999, el día que cumplió los 46. El día había amanecido luminoso; la fulgencia de la mañana le deslumbraba. Da gusto verle desayunar, se decía el camarero Víctor con respetuosa complacencia. Como habitualmente por aquella época, JMA se zambulló en su ensimismamiento. Posiblemente por ser el día de su aniversario, dedicó sus meditaciones a un repaso general y secuencial de sus últimos años. Se complació con lo que mentalmente visionó. Al terminar, sin darse cuenta, se preguntó ¿y después de esto, qué?

Le quedaba medio año de la legislatura que corría y los cuatro de la siguiente (estaba seguro de que ganaría las próximas elecciones). Cuatro años y medio de gobierno. No demasiado tiempo, a juzgar por la rapidez con que habían transcurridos los tres y medio anteriores. Parecía que había sido ayer cuando Ana y él reían divertidos las expresiones y comentarios de sus hijos el primer día que los llevaron a la Moncloa. "Aquí viviremos, pero no olvides que no es nuestra casa", le había dicho a Alonso, mientras éste, entusiasmado, expresaba a gritos su admiración por cuanto veía, a la vez que, nervioso, correteaba de un lado para otro.

Cuatro años y medio, se repitió. Al acabar la legislatura estaría en los cincuenta. Joven aún. En política se puede aguantar bien hasta pasados los setenta; mira a don Manuel, concluyó. ¿Qué haría entonces? Curiosamente, era la primera vez que se lo preguntaba. Hasta ese momento no se había planteado qué hacer el día después. Trató de imaginárselo. Era obvio que, fuera como fuese, tendría solucionada su vida –y la de mis hijos, se aseguró—, pero le resultaba confuso saber cómo. ¿Presidiendo el partido vitaliciamente? ¿Con una cartera en el gobierno? ¿Haciendo dinero en la empresa privada? ¿De gurú sociopolítico dando conferencias o escribiendo? ¿Viviendo del cuento como el sevillano? (Achicó los ojos y apretó los labios al pensar en esta última posibilidad). Se sorprendió al comprobar que ninguna alternativa le resultaba atractiva. No, rotundamente no.

La revelación de que hasta ese momento no había tenido la precaución de planear con precisión su futuro le hizo mascullar frunciendo el ceño "en casa del herrero cuchillo de palo". Así que, de inmediato, púsose manos a la obra. Obviamente lo mío es la política, se dijo con convicción. Descartó, de entrada, otras posibilidades. "Pero en política sólo hay un sitio para mí: el número uno y gobernando. He prometido no estar más de dos legislaturas y lo cumpliré. Pero, ¡ojo!, eso no quiere decir que más tarde no pueda volver a donde estoy ahora. Eso no incumpliría mi promesa. Podría estar fuera del gobierno una o, incluso, dos legislaturas; como mucho, siete u ocho años. A los 57 ó 58 seguiría siendo joven para hacerme de nuevo con las riendas, y esta vez nada de promesas". Este es tu objetivo José Mari; si te lo propones seguro que lo consigues... como es habitual, apostilló en su reflexión.

Abandonó la meditación reconfortado por la autodemostración de capacidad planificadora y por el ilusionante reto que se acababa de imponer, disponiéndose, con jovial entusiasmo, a enfrentarse con un duro día de trabajo el día de su cumpleaños. Aún no se había dado cuenta de que acababa de chafar las posibilidades sucesorias de Rato.

A la mañana siguiente, JMA inició un nuevo ciclo de meditaciones dedicadas exclusivamente al nuevo reto. En la primera hipótesis que contempló se perdían las próximas elecciones. Sin pretenciosidad, le resultaba inverosímil. De cualquier modo, si así sucedía no habría caso: seguiría desde la oposición al frente del partido dispuesto a reconquistar el poder.

En la hipótesis más posibilista ganaba sus segundas elecciones, nombrando a Rato vicepresidente 1º y designándole candidato para los próximos comicios.  A partir de aquí la hipótesis se bifurcaba: en una rama, Rato ganaba en el 2004; en la otra, perdía. Si perdía, asunto resuelto. Todos los miembros del partido se dirigirían a él con miradas implorantes para que encabezara la reconquista. Volvería a liderar la oposición y mucho tendrían que cambiar las cosas para que tras una o, como mucho, dos legislaturas no se viese de nuevo en la Moncloa.

Pero...  ¿y si Rato ganaba? Dejó de beber el zumo de naranja y se le endureció el semblante. "Ahí está el peligro", pensó con la mirada perdida en el vacío escenario que se le mostraba a través del ventanal mientras se llevaba la coquetona servilleta de encaje a los labios. Efectivamente, si Rato ganaba el asunto se complicaba. Rodrigo era un político muy sólido, hábil e inteligente. Difícilmente manejable una vez instalado en el poder como number one. Tenía muchos aliados, dentro y fuera del partido. Aunque yo continúe al frente del partido, si Rodrigo llega a la Moncloa se me va de las manos y acabo convirtiéndome en figura decorativa. A éste no le echo de la poltrona ni con agua hirviendo, concluyó.

Por tanto, para JMA la cosa estaba clarísima, Rato no podía ser su sucesor. Totalmente descartado, como Alberto, se dijo, pensando en Ruiz Gallardón. Entonces, ¿quién? Sin demasiado esfuerzo, le vinieron a la mente cinco o seis candidatos, todos manejables. Pero inmediatamente dejó de pensar sobre esta interrogante; ya habría tiempo de decidir. Ahora tocaba pensar en cómo descabalgar a Rato de la montura de la sucesión. Cómo se arrepentía ahora de aquellos leves comentarios, en tono entre distraído e intrascendente, con los que, con sana intención, había tratado de despertar las esperanzas de su amigo. Se había divertido viendo como Rodrigo, en todas las ocasiones, se esforzaba en aparentar no enterarse del mensaje, aunque su turbación era delatada por el ligero temblor de su ceja derecha, que Rato trataba de disimular cubriéndose con la mano mientras aparentaba ajustarse las gafas. JMA intuyó que aquella pasada diversión le iba a resultar cara.

Durante los siguientes cinco días, durante el desayuno sólo pensó en la estrategia para el derribo de Rato. En el sexto repasó sus conclusiones. "No puedo asumir los riesgos de una confrontación interna. Rodrigo no es cualquiera. Por supuesto, se acabaron las insinuaciones. En todo caso, veré el modo de ir previniéndole con alguna velada insinuación. Convendría que se fuera desencantando poco a poco. Hay que evitar a toda costa las brusquedades. Fuera de nosotros dos, ni una palabra. Si se mete Pedrojota la cagamos. Obviamente, cuando, tras las elecciones del 2000, forme gobierno algo tendré que hacer".

También decidió no decirle a Rato nada de su aspecto, aunque Ana se lo sugería con frecuencia.

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