En el año 2001, poco tiempo
después de que, por prejubilación, pasara a "mejor vida", me atreví a poner negro sobre blanco algunas de las cosas que pensaba.
Uno de mis primeros trabajos es el que muestro a continuación. La razón de
exponerlo ahora es que algunos de los personajes de esta "ficción de la
realidad" —por llamarlo de alguna forma (no sé si tendrá una denominación
dentro de los géneros narrativos)— están, por diversos motivos, muy de
actualidad en estos tiempos como lo estaban en la época en que fue escrito;
charlando recientemente sobre ellos, alguien me sugirió que mostrara
aquí el relato para poder leerlo con comodidad.
Al trabajo lo titulé
"LA SUCESIÓN. Ficción de lo que pudo y podrá suceder". Con la narración, escrita en modo omnisciente, quise contar cómo me imaginaba entonces los comportamientos e intrigas de los principales involucrados en la tan cacareada "sucesión" de José María Aznar, de lo que tanto se habló en el tiempo en que lo escribí. Por aclarar, diré
que si en el subtítulo hice referencia al pasado (pudo) y al futuro (podrá) es
porque en el momento de escribir (verano de 2001) habían sucedido ya
algunos hechos de los que se habla en el relato pero otros aún no habían ocurrido (sobre todo, el más importante: la decisión).
Como el trabajo es algo extenso para un blog, lo publicaré por capítulos a lo largo del mes de junio,
a base de uno o dos capítulos en cada entrada. En esta primera entrega están los capítulos I y II.
(Aclaración ortográfica: Al repasar lo escrito, he visto que los pronombres demostrativos estaban con tilde, según lo preceptivo en la época en que escribí esto; ahora ya no es necesario. No obstante, lo he dejado como estaba).
Primera parte
LOS PROTAGONISTAS
Capítulo I. AZNAR
Enero 2001; 8:50 de
la mañana. El día ha amanecido desapacible; frío y lluvioso como casi todos los
de las dos últimas semanas. José María Aznar, a solas en el comedorcito de la
primera planta del palacio de la Moncloa, sentado de cara al ventanal orientado
al Sur, con la mirada perdida en la grisácea y difuminada línea del lejano
horizonte urbano, medita abstraído. Frente a él, sobre la mesa, está casi
intacto el abundante y apetitoso desayuno servido por Víctor, el veterano y
eficiente camarero que, desde que Suárez ocupó la Moncloa, tiene a su cargo el
desayuno presidencial.
Hoy está algo raro;
sólo ha bebido medio vaso de zumo y el resto ni lo ha tocado, se dice Víctor,
que, desde atrás, en pie junto a la puerta, contempla de reojo el contraluz de
la silueta inmóvil de JMA. Casi cinco años, día a día, no han sido suficientes
para que el fiel sirviente haya podido siquiera intuir la intensidad de la
actividad mental de esos primeros momentos de la cotidianidad del presidente.
Realmente, nadie que
le viera en la placidez de su rutina diaria matinal, relajado, en aparente
total sosiego, alternando la atención al sabroso desayuno con la distraída
contemplación del estático y amplio panorama que permite el ventanal, podría
sospechar la efervescencia de su pensamiento. Incluso a los que mejor le
conocen les sorprendería el contraste entre lo que aparenta por fuera y lo que
bulle por dentro. Pero en la armónica gestión de tal aparente desajuste está
una de las peculiaridades de la enigmática personalidad del presidente. Sólo él
es sabedor de que su fina sensibilidad le permite disfrutar, simultáneamente,
de la sensación de calma y sosiego que le proporcionan sus sensores exteriores
y de la apasionante excitación interna proveniente de sus pensamientos.
Fue allí, donde ahora
está y en la misma posición, después de su primera pernocta en la Moncloa, tras
su triunfo electoral del 96, cuando, en la quietud de aquella primaveral
mañana, JMA percibió por primera vez, con nitidez, la grandeza de lo que acababa
de conseguir. Posiblemente, la reconfortante sensación que le produjo aquella
revelación le animó a dedicar los primeros momentos de cada día a la reflexión.
Con el tiempo, este ejercicio mental matinal se convertiría en el momento más
excitante del día. Al principio, desayunaba junto a Ana, pero ésta pronto se
percató de que su marido prefería hacerlo a solas, lo que no le disgustó —le
dejo con sus cavilaciones y yo a mi rollo, pensó—, por lo que, con sutileza, se
las arregló para que la hora del desayuno no fuera "momento de coincidencia",
como ellos llamaban a los escasos ratos que estaban juntos durante el día.
Mientras que a lo
largo de los casi cinco años de vida en la Moncloa se ha mantenido inalterable
la placentera sensación de sosiego que externamente aparenta cada día a la hora
del desayuno, con el transcurso del tiempo por dentro han ido cambiado mucho
las cosas. En un principio, JMA aprovechaba el tiempo del desayuno para hacer
un repaso mental del plan del día, deteniéndose en los asuntos de mayor
enjundia, para los que casi siempre, a esta hora, encontraba un nuevo ángulo de
observación que, después, le permitía una mejor forma de enfocarlos o
resolverlos. Esta revisión diaria de la panorámica de los asuntos de gobierno
que le esperaban en cada jornada le resultaba muy estimulante. Por un lado, por
las autodemostraciones de talento que le reportaba, y, por otro, porque tal
revisión le permitía contemplar el esplendor y la trascendencia de la misión de
gobernante. A menudo, las reflexiones sobre esto último le hacían tener un
recuerdo, entre comprensivo y solidario, para sus predecesores, que, con el
paso de los días, se fue convirtiendo en un sentimiento de simpatía hacía
aquellos que, como él ahora, se habían tenido que enfrentar cada día con la
sacrificada y noble misión de gobernar. Incluso, en estas evocaciones, percibía
con afabilidad y conmiseración la figura de González.
Más adelante, al ir adquiriendo más destreza en las
tareas de gobierno y, en consecuencia, más soltura como gobernante, fue
reduciendo progresivamente el tiempo dedicado al repaso mental matinal del plan de gobierno
de cada día. Con el tiempo, fue elevando gradualmente el listón que separaba
los asuntos importantes de los restantes, quedando cada vez menos por encima.
Éstos, los verdaderamente importantes, eran los que requerían ese último
análisis en la quietud de cada mañana. Para los demás, su experiencia,
conocimiento y capacidad de improvisación, además del concurso de sus
colaboradores, resultaban suficientes.
A medida de que el repaso a los asuntos de gobierno
fue ocupando menos espacio de su remanso temporal matutino, iba cubriendo el
excedente con reflexiones sobre sí mismo. Este reenfoque de su matutina
meditación tuvo como objeto el autoanálisis o, mejor dicho, el autoexamen como
gobernante, si bien JMA, aún por aquel tiempo, no tenía muy claro si en su
posición podía segregarse la faceta de gobernante del resto de su actividad
personal. Más tarde llegó al convencimiento de que no.
En sus autoexámenes diarios se calificaba con
generosidad. "En esto un 10, Josemari", era lo que con mayor frecuencia se
decía mientras, mirando al ventanal, fruncía los labios y achicaba los ojos en
un gesto en el que se podía adivinar una pícara sonrisa.
A mediados del 99,
tras sus tres primeros años gobernando, los resultados de sus indagaciones
introspectivas no podían ser más satisfactorios. La excitante sensación que,
por ello, experimentaba cada mañana tras el desayuno daba paso a un excelente
estado de ánimo con el que se enfrentaba diariamente con su trabajo. Nunca se
había sentido mejor. Su autoestima había alcanzado cotas hasta entonces
desconocidas. Irradiaba optimismo. Su capacidad de trabajo y de resolución
estaba al máximo. Incluso, llegó a cuestionarse si estaba acertado cuando, para
sí, rechazaba con cierto desagrado los frecuentes halagos que le dirigían sus
colaboradores y que, hasta ese momento, había considerado adulaciones
interesadas. Ciertamente, estaba eufórico.
Debido, precisamente, a las agradables y
estimulantes sensaciones que le producía su cotidiana autoevaluación, por
aquellas fechas del 99, de modo inconsciente, empezó a excluir de sus
reflexiones matinales todo lo concerniente al plan de trabajo, haciendo de su
persona y, en especial, de su faceta de gobernante el objeto exclusivo de sus
pensamientos durante el desayuno. Así, el ritual reflexivo de cada mañana fue
convirtiéndose en un ensimismamiento de inmejorables consecuencias terapéuticas
para su psique.
Tras el triunfo electoral del 2000, los efectos del
ensimismamiento matutino diario alcanzaron el grado de éxtasis. A partir de
este momento se olvidó por completo del ejercicio de autoevaluación diaria. Ya
no era necesaria. Qué mayor demostración y afirmación de su eficacia en la
acción de gobierno que el resultado electoral. La ciudadanía le había
calificado con matrícula de honor. La mayoría estaba claramente con él... ¡y le
quería!
A partir de aquí, JMA comenzó un nuevo ciclo en su
diario ejercicio de meditación matutina. El foco de su pensamiento tenía un único
destino: él. La visión exterior que le llegaba a través del ventanal se congeló
en una imagen fija, que, como telón de fondo, servía de decorado para las
escenas en las que él era único protagonista. Su visión estática matinal se
había convertido en un imaginario
escenario en el que se representaban sus vivencias como presidente. Unas veces,
se veía en lo reciente; otras, en actuaciones más lejanas en el tiempo. No se
analizaba ni se enjuiciaba. Sólo, con serena satisfacción, se contemplaba. Cada
mañana, Aznar alcanzaba su particular nirvana.
Indudablemente se gustaba. Se gustaba como
gobernante y también como persona. A estas alturas, ya era lo mismo. No podía
disociarse una cosa de la otra. Seguro que otras personas podían separar su
actividad profesional o política de lo que se considera particular o personal.
En épocas pasadas así había sido también en su caso. Pero ahora no. Él era el
presidente del Gobierno de España y no podía haber otro él. La vida le había
otorgado un lugar preeminente en la historia; regir los destinos de la Patria
era una misión sublime a lo que se había consagrado en cuerpo y alma. Percibía
con evidente claridad que el destino había sido sabio con él.
Por otra parte, reconocía que lo de gobernar, además
de apasionarle, le divertía. Gobernar y mandar, que, a la postre, era lo mismo.
Él ya había mandado en Valladolid, pero esto era otra cosa. Aunque en ocasiones
se resistía a reconocerlo, era consciente de que, por fin, había experimentado
la erótica del poder. Nadie, de sus allegados,
habría pronosticado que aquel retraído y menudito muchacho del Pilar llegase a
mandar tanto y, por qué no decirlo, a ser tan mandón. Para gobernar hay que
mandar con firmeza, se decía con frecuencia.
Cuando más disfrutaba de su poder era al tratar con
sus más inmediatos colaboradores. Verlos extremadamente respetuosos con él y,
sobre todo, turbados por su presencia, por su parquedad o por su agudeza le
reconfortaba. Especialmente, sentía un malsano placer al reconvenir
lacónicamente a sus ministros en presencia de los subordinados de ellos. Él
sabía que, después, en los despachos de los ministerios, estas reconvenciones,
ya convertidas en "broncas del Presidente", servían de comidilla divertida
entre los colaboradores del abroncado. Estos episodios le servían a JMA para, en
la meditación de la mañana siguiente, reafirmarse en su íntimo convencimiento
de que había nacido para ostentar el poder... ¡y mandar!
Pero aquella mañana de enero de 2001 JMA no tenía
apetito ni conseguía ensimismarse. No reflexionaba sobre la sublimidad de la
misión de gobernante para la que se consideraba predestinado, ni rememoraba sus
actos de gobierno más espectaculares, ni se recreaba en el goce del poder, ni
se veía a sí mismo en el escenario imaginario del ventanal. Por el contrario,
con desasosiego veía, como si se tratase de un ectoplasma, la bonachona
expresión de Rodrigo Rato que, arqueando las cejas por encima de la línea
superior de la montura de sus gafas y esbozando una tímida sonrisa, le repetía
machaconamente «¿Qué hay de lo mío, presidente?; ¿qué hay de lo mío,
presidente...?». Aunque no con estas mismas palabras, al menos una vez cada
quince días durante los últimos meses, Rato le había estado inquiriendo, de
forma más o menos directa, en relación con la sucesión.
Capítulo II.
EL COMPROMISO. UN NUEVO RETO
En relación con
su promesa electoral de no mantenerse en el poder más de dos legislaturas
seguidas, durante los tres primeros años de pesidente JMA mantuvo firmemente
dos convicciones: uno, su compromiso había sido rentable en votos y, además,
era política y objetivamente saludable; obviamente, lo iba a cumplir. Dos,
Rodrigo Rato, sin lugar a dudas, sería su sucesor, en el caso de que se
completaran las dos legislaturas. Sobre lo primero no se recató en manifestarse
cuando hubo necesidad; de lo segundo su intuición le previno para que no lo
hiciera.
Mas tarde,
probablemente como una consecuencia de su ejercicio reflexivo matinal, a medida
que iba tomando consistencia su metamorfosis síquica, fue debilitándose gradualmente
su convicción de que había acertado con la aún no proclamada designación de
Rato, a la vez que en su subconsciente se iba acentuando la desagradable
sensación de que éste, sin saber aún por qué, representaba un serio obstáculo
para sus propios fines. Sin darse cuenta, a la vez que en sus meditaciones
matinales encontraba mayor espacio para la autocomplacencia y se incrementaba
el convencimiento de su predestinación, crecía oculto en su interior un nuevo
instinto: el apego al poder.
Este nuevo componente
de su personalidad se le manifestó inesperadamente el 7 de Septiembre de 1999,
el día que cumplió los 46. El día había amanecido luminoso; la fulgencia de la
mañana le deslumbraba. Da gusto verle desayunar, se decía el camarero Víctor
con respetuosa complacencia. Como habitualmente por aquella época, JMA se
zambulló en su ensimismamiento. Posiblemente por ser el día de su aniversario,
dedicó sus meditaciones a un repaso general y secuencial de sus últimos años.
Se complació con lo que mentalmente visionó. Al terminar, sin darse cuenta, se
preguntó ¿y después de esto, qué?
Le quedaba medio
año de la legislatura que corría y los cuatro de la siguiente (estaba seguro de
que ganaría las próximas elecciones). Cuatro años y medio de gobierno. No
demasiado tiempo, a juzgar por la rapidez con que habían transcurridos los tres
y medio anteriores. Parecía que había sido ayer cuando Ana y él reían
divertidos las expresiones y comentarios de sus hijos el primer día que los
llevaron a la Moncloa. "Aquí viviremos, pero no olvides que no es nuestra
casa", le había dicho a Alonso, mientras éste, entusiasmado, expresaba a gritos
su admiración por cuanto veía, a la vez que, nervioso, correteaba de un lado
para otro.
Cuatro años
y medio, se repitió. Al acabar la legislatura estaría en los cincuenta. Joven
aún. En política se puede aguantar bien hasta pasados los setenta; mira a don
Manuel, concluyó. ¿Qué haría entonces? Curiosamente, era la primera vez que se lo
preguntaba. Hasta ese momento no se había planteado qué hacer el día después.
Trató de imaginárselo. Era obvio que, fuera como fuese, tendría solucionada su
vida –y la de mis hijos, se aseguró—, pero le resultaba confuso saber cómo.
¿Presidiendo el partido vitaliciamente? ¿Con una cartera en el gobierno?
¿Haciendo dinero en la empresa privada? ¿De gurú sociopolítico dando
conferencias o escribiendo? ¿Viviendo del cuento como el sevillano? (Achicó los
ojos y apretó los labios al pensar en esta última posibilidad). Se sorprendió
al comprobar que ninguna alternativa le resultaba atractiva. No, rotundamente
no.
La
revelación de que hasta ese momento no había tenido la precaución de planear
con precisión su futuro le hizo mascullar frunciendo el ceño "en casa del
herrero cuchillo de palo". Así que, de inmediato, púsose manos a la obra. Obviamente
lo mío es la política, se dijo con convicción. Descartó, de entrada, otras
posibilidades. "Pero en política sólo hay un sitio para mí: el número uno y
gobernando. He prometido no estar más de dos legislaturas y lo cumpliré. Pero,
¡ojo!, eso no quiere decir que más tarde no pueda volver a donde estoy ahora.
Eso no incumpliría mi promesa. Podría estar fuera del gobierno una o, incluso,
dos legislaturas; como mucho, siete u ocho años. A los 57 ó 58 seguiría siendo
joven para hacerme de nuevo con las riendas, y esta vez nada de promesas". Este
es tu objetivo José Mari; si te lo propones seguro que lo consigues... como es
habitual, apostilló en su reflexión.
Abandonó la
meditación reconfortado por la autodemostración de capacidad planificadora y
por el ilusionante reto que se acababa de imponer, disponiéndose, con jovial
entusiasmo, a enfrentarse con un duro día de trabajo el día de su cumpleaños.
Aún no se había dado cuenta de que acababa de chafar las posibilidades
sucesorias de Rato.
A la mañana
siguiente, JMA inició un nuevo ciclo de meditaciones dedicadas exclusivamente
al nuevo reto. En la primera hipótesis que contempló se perdían las próximas
elecciones. Sin pretenciosidad, le resultaba inverosímil. De cualquier modo, si
así sucedía no habría caso: seguiría desde la oposición al frente del partido
dispuesto a reconquistar el poder.
En la
hipótesis más posibilista ganaba sus segundas elecciones, nombrando a Rato
vicepresidente 1º y designándole candidato para los próximos
comicios. A partir de aquí la hipótesis
se bifurcaba: en una rama, Rato ganaba en el 2004; en la otra, perdía. Si
perdía, asunto resuelto. Todos los miembros del partido se dirigirían a él con
miradas implorantes para que encabezara la reconquista. Volvería a liderar la
oposición y mucho tendrían que cambiar las cosas para que tras una o, como
mucho, dos legislaturas no se viese de nuevo en la Moncloa.
Pero... ¿y si Rato ganaba? Dejó de beber el zumo de
naranja y se le endureció el semblante. "Ahí está el peligro", pensó con la
mirada perdida en el vacío escenario que se le mostraba a través del ventanal
mientras se llevaba la coquetona servilleta de encaje a los labios.
Efectivamente, si Rato ganaba el asunto se complicaba. Rodrigo era un político
muy sólido, hábil e inteligente. Difícilmente manejable una vez instalado en el
poder como number one. Tenía muchos aliados, dentro y fuera del partido. Aunque yo
continúe al frente del partido, si Rodrigo llega a la Moncloa se me va de las
manos y acabo convirtiéndome en figura decorativa. A éste no le echo de la
poltrona ni con agua hirviendo, concluyó.
Por tanto,
para JMA la cosa estaba clarísima, Rato no podía ser su sucesor. Totalmente
descartado, como Alberto, se dijo, pensando en Ruiz Gallardón. Entonces,
¿quién? Sin demasiado esfuerzo, le vinieron a la mente cinco o seis candidatos,
todos manejables. Pero inmediatamente dejó de pensar sobre esta interrogante;
ya habría tiempo de decidir. Ahora tocaba pensar en cómo descabalgar a Rato de
la montura de la sucesión. Cómo se arrepentía ahora de aquellos leves
comentarios, en tono entre distraído e intrascendente, con los que, con sana
intención, había tratado de despertar las esperanzas de su amigo. Se había
divertido viendo como Rodrigo, en todas las ocasiones, se esforzaba en aparentar
no enterarse del mensaje, aunque su turbación era delatada por el ligero
temblor de su ceja derecha, que Rato trataba de disimular cubriéndose con la
mano mientras aparentaba ajustarse las gafas. JMA intuyó que aquella pasada
diversión le iba a resultar cara.
Durante los
siguientes cinco días, durante el desayuno sólo pensó en la estrategia para el
derribo de Rato. En el sexto repasó sus conclusiones. "No puedo asumir los
riesgos de una confrontación interna. Rodrigo no es cualquiera. Por supuesto,
se acabaron las insinuaciones. En todo caso, veré el modo de ir previniéndole
con alguna velada insinuación. Convendría que se fuera desencantando poco a
poco. Hay que evitar a toda costa las brusquedades. Fuera de nosotros dos, ni
una palabra. Si se mete Pedrojota la cagamos. Obviamente, cuando, tras las
elecciones del 2000, forme gobierno algo tendré que hacer".
También
decidió no decirle a Rato nada de su aspecto, aunque Ana se lo sugería con
frecuencia.
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