Esta es la novena (y última) entrega de mi narración del año 2001 «LA SUCESIÓN. Ficción de lo que pudo y podrá suceder», en la que traté de novelar cómo imaginé entonces los comportamientos de los principales involucrados en la tan cacareada "sucesión" de José María Aznar, de lo que tanto se habló en el tiempo en que escribí este relato.
El trabajo lo estoy publicando en este blog por capítulos, por lo que recomiendo al que se haya encontrado con esto que lea antes las entregas anteriores empezando, lógicamente, por la primera, en cuyo preámbulo explico la razón de publicar ahora el trabajo. Esta entrega contiene los dos últimos capítulos, el XIII y el XIV.
Capítulo XIII. EL CONGRESO
Rato
se encontraba sentado ante un extraño cuadro de mandos: a su derecha
y a su izquierda, al alcance de sus manos, sendas hileras de cuatro palancas metálicas con los asideros de madera; frente a él y también a su alcance, un
pupitre negro con una fila de ocho botones rojos; detrás del pupitre, el suelo
se veía como un inmenso y muy iluminado mosaico de cuadros blancos y negros en
los que se apreciaban buen número de figuras metálicas que se asemejaban a piezas
de ajedrez de gran tamaño; había muchas de color blanco y apenas media docena
de negras. Al fondo, detrás del mosaico y alzada perpendicular a éste, veía con
claridad y con desazón una gran pantalla en la que se le mostraba la imagen
sonriente de Aznar. A la izquierda, tras un espeso velo, se adivinaba la figura
de un hombre que, sentado frente a otro pupitre, hacía anotaciones sobre algo
parecido a unos folios. Aunque la visión era borrosa creyó identificar a PJ. A
la derecha, a partir de la línea lateral de ese lado del mosaico, el suelo
perdía su nivel y la luz no llegaba; se intuía un abismo al que rítmicamente se
iban precipitando, una tras otra, las piezas negras.
Hacía
calor, mucho calor. Un mareante e intenso zumbido envolvía a otros ruidos aún
más desagradables: unas veces, chirridos estridentes, coincidiendo con los
movimientos de las piezas sobre el mosaico; otras, golpes secos, que le producían
una desagradable sensación porque acompasaban la visión de la caída de las
piezas negras al abismo de la derecha. Sentía una gran angustia, que crecía
cada vez que oía las intermitentes carcajadas que provenían de la pantalla del
fondo.
Era
una surrealista partida de ajedrez. Rato jugaba con negras. Con las palancas
laterales se accionaba el movimiento de las piezas nobles, con los botones el
de los peones. Desesperado, casi enloquecido, Rato, febrilmente, accionaba las
palancas y presionaba los botones.
Criiis, clock, ¡Me ha comido el caballo!
Palanca, botón, palanca, palanca, botón. Criiis, clock ¡He perdido el
último peón!. ¡Jaque! Oyó en medio del estrépito. Palanca, palanca. ¡Jaque! Oyó
de nuevo. ¡Maldición, estoy perdido! Palanca, palanca. ¡Jaque! Otra vez
¡Maldición! Maldic... No pudo acabar; sintió que algo le zarandeaba. "Rodrigo,
Rodrigo, despierta, ¿qué te pasa?"
Envuelto
en sudor, Rato abrió los ojos y vio inclinado sobre él el preocupado rostro de
su esposa que le miraba intensamente. Parpadeó. Tardó unos segundos en
comprender la situación. Sintió sed. Sin decir nada se levantó y fue a la
cocina, tomó una coca cola del frigorífico y, tras descorcharla, se la bebió a
morro.
Llevaba
tres días con pesadillas. Todas diferentes pero con algo en común: siempre veía
la imagen de Aznar y oía sus ridículas carcajadas. El subconsciente le estaba
mostrando la realidad que sus mecanismos intelectuales de análisis y reflexión se habían empeñado en ocultar.
Estaba perdiendo la partida; sí, realmente la tenía ya perdida. Efectivamente,
Aznar había contraatacado hábil y contundentemente. Los apoyos en los que Rato
había confiado se habían esfumado. Rajoy se había desmarcado. ¡Cobarde! Exclamó
para sí Rato cuando le oyó decir por teléfono "Creo que debemos abortar el
plan, antes de que sea peor", tras disculparse por no poder aceptar la
invitación de almorzar juntos. "Andamos locos con lo de la seguridad del
congreso, no dispongo ni de un minuto", fue la excusa que le dio. Mayor Oreja fue más
sincero: "Lo siento, Rodrigo; he recapacitado. No debí comprometerme contigo".
Pedrojota le evitaba; no había respondido a ninguna de sus llamadas para
pedirle explicaciones sobre los dos últimos editoriales publicados en El Mundo,
opuestos totalmente al del lunes. El resto de notables del partido con los que
había hablado y que hacía un par de semanas le habían dado esperanzas de
adhesión a su candidatura ahora se mostraban reacios a cualquier compromiso que
no estuviese en sintonía con las intenciones del presidente. "Lo mejor es dejar
que las cosas rueden solas", más o menos es lo que le habían dicho todos.
Curiosamente, el que se mostraba más afecto a su causa era Arenas. "Ojalá el
jefe se decante definitivamente por ti, vicepresidente", le había dicho cada
vez que Rato le había llamado para preguntarle si había novedades.
Otra
vez solo. De nuevo sentía la desagradable sensación de estar solo en la
batalla. Rato se preguntaba si, estando las cosas como estaban y con su moral
por los suelos, sería conveniente su asistencia al congreso del PP. Allí estaré
mañana, dando la cara, y así veré como la esconden otros, se contestó por fin,
después de meditar largamente sobre ello. Genio y figura hasta la sepultura,
apostilló con la determinación de un valiente y aguerrido boxeador que,
sintiendo la abrumadora superioridad de su adversario y seguro de su derrota a
los puntos, se dispone a disputar el asalto final con la única esperanza de no
ser derrotado por KO.
En
la tarde del viernes 25 de enero de 2002, fecha del comienzo del congreso del PP, en
los momentos preliminares a la sesión de apertura, los asistentes (miembros del
partido, invitados y periodistas), lucubraban intensamente. Unos, sobre si el
presidente hablaría de su sucesión y, otros, sobre quién sería el elegido. La
mayoría estaba en el convencimiento de que el asunto no sería obviado por
Aznar. "Algo tiene que decir", era la frase más repetida en los corrillos. Sobre
el sucesor, a juzgar por lo que se oía, Rajoy era el mejor colocado. Rato
aparecía en pocos pronósticos. Había trascendido que sus movimientos para forzar
su candidatura habían sido bloqueados por Aznar, así que pocos se atrevían a
decantarse por él, no sólo por la improbabilidad derivada de la oposición del
jefe, sino, sobre todo, porque podía ser considerado como atentatorio contra la
disciplina interna. Algún presidente autonómico figuraba en algunas quinielas.
Lo
cierto es que nadie, absolutamente nadie, conocía las intenciones de Aznar. Ni
Ana, que la noche anterior le había preguntado. "No te puedo responder a eso, lo
tengo que consultar con la almohada esta noche", le contestó su marido,
acompañando las palabras con su habitual sonrisa picarona, que interrumpió
bruscamente al ver el mohín de desagrado que no reprimió Ana.
En
el discurso de apertura, el secretario general, Arenas, no mencionó la sucesión.
El
día siguiente, Aznar, en su discurso, hizo alguna alusión al asunto:
"...estad tranquilos; como siempre, haremos lo que sea mejor para el partido y,
sobre todo, para España", "...no prestéis oídos a quienes, desde fuera, traten
de perturbar nuestra cohesión, con la única intención de confundirnos y
debilitarnos", "...este partido nació con vocación de permanencia; ahora
estamos nosotros, luego estaréis vosotros...", mirando al secretario de las
juventudes del PP, "...y después vendrán otros, y otros, pero en todos, en
nosotros y en los que vengan, siempre estará presente el espíritu de servicio a
España y de sacrificio por nuestros ideales", "...tenemos una excelente,
inmejorable diría yo, cantera que nos reemplazará y nos superará".
También
hizo alguna velada insinuación a las recientes intrigas: "...no olvidéis que
nuestro principal valor es la unidad; por tanto, el que no se sienta cómodo
¡que se vaya!". Esta frase arrancó una calurosa ovación. "¡Que se vaya!", repitió con énfasis mitinero al remitir los
aplausos. Rato también aplaudió. Mantuvo el tipo. Incluso se permitió dar una
ligera palmadita en la espalda a Aznar cuando éste, tras su discurso, pasó
junto a él de vuelta a su sitio en el estrado colocado sobre el escenario de la
sala en que se celebraron las sesiones plenarias.
Hubo
una intervención de Fraga. Este sí, sin ambages, se refirió a la sucesión, entrando a saco en el asunto: "...y del mismo modo creo, como la inmensa mayoría
del partido, por no decir la totalidad, que la persona idónea para continuar la
importante tarea de gobierno realizada en estas dos últimas legislaturas es quien
con tanto acierto ha manejado durante este tiempo el timón: ¡nuestro
presidente!”. La ovación fue atronadora. La totalidad de los que estaban en la
sala, con la excepción de algunos invitados, se puso en pie prorrumpiendo en un
vehemente aplauso. Especialmente en las primeras filas, se veían los brazos en
alto de los congresistas que golpeaban con espasmódica pasión sus palmas. Los
miembros de la ejecutiva, en el estrado, en pie como el resto, también
aplaudían con calor, con la excepción de Rato, que lo hacía con los brazos
encogidos. Desde un lateral de la sala surgieron gritos acompasados aclamando
¡Presidente! ¡Presidente! La aclamación se generalizó. ¡Presidente!
¡Presidente! La ovación y la aclamación se mantuvo con plena intensidad durante
más de tres minutos. Durante ese tiempo, en el que las miradas se repartían y
alternaban entre Aznar y Rato, el presidente permaneció sentado. Al principio
inmóvil, mirando al auditorio con gesto complacido, al minuto comenzó a hacer
gestos con las manos en actitud humilde solicitando el final de la aclamación y
demostración de fidelidad. Cuando, por fin, comenzó a remitir, y
surperponiéndose a los aplausos y voces de los más entusiastas que continuaban
en su ruidosa actitud, Fraga reanudó su discurso; vuelto hacia Aznar continuó:
"Ya ves, José María, te necesitamos, ¡España te necesita!". Una nueva ovación
de todos puestos en pie; como en la anterior ocasión, de nuevo desde un lateral
de la sala, surgieron los gritos ¡Presidente! ¡Presidente!, que,
inmediatamente, se generalizaron. La nueva aclamación duró más de dos minutos,
justo hasta que Aznar, poniéndose en pie, solicito el micrófono: "Gracias,
muchas gracias, compañeros. Ahora sólo quiero deciros una cosa: tened la
certeza de que vuestro presidente sabe y sabrá estar a la altura de las
circunstancias. Muchas gracias a todos". De nuevo los aplausos y los gritos
¡Presidente! ¡Presidente!
No
hubo más referencias a la sucesión.
Capítulo XIV. LA DECISIÓN
Desde
su cumpleaños del 99, la decisión sobre su sucesión siempre estuvo presente en
las reflexiones más íntimas de JMA. Sin llegar a atormentarle, fue motivo de
intranquilidad e, incluso, de zozobra. Era una decisión vital y no quería
equivocarse. La decisión afectaba a la nación, al partido y, sobre todo y por
los motivos ya explicados, a él. Al frente del gobierno tuvo que tomar
innumerables decisiones; nunca le tembló el pulso, incluso ante las más
difíciles y comprometidas. Pero sobre su sucesión nunca se sintió con la
clarividencia y seguridad que ante los actos de gobierno.
Los
únicos dos candidatos que había considerado en firme, Rato y Mayor Oreja, tuvo
que descartarlos por motivaciones exógenas a la objetividad que requeriría el
caso. El primero, por la incompatibilidad con sus propios intereses para el
futuro, el segundo por la circunstancialidad de su derrota en Euskadi. Aparte
de estos dos, había considerado otros nombres de notables del partido, entre
ellos Rajoy y Arenas, pero siempre, tras profundas reflexiones, hubo de decidir
el descarte por razones, en estos casos sí, de aséptica objetividad. “No da la
talla”, era la conclusión a la que llegaba cada vez que analizaba las
posibilidades de los diferentes aspirantes. Sin pretenderlo, internamente se
fue afianzando su convicción de que no era fácil sustituirle. Josemari, te va
a pasar como a Hugo Sánchez: no hay repuesto de tu nivel, se decía tras cada
descarte.
Por
eso, a mediados del 2001, estuvo sopesando la posibilidad de nombrar a Ana como
su sucesora. Consideraba a su mujer una persona muy inteligente, con carácter y
con capacidad suficiente como para gobernar la nación. En el partido tenía
muchas simpatías y, en su papel de consorte, ya había adquirido cierta
experiencia en la tarea de gobierno. Él siempre estaría junto a ella y podría
aconsejarla y ayudarla desde un segundo plano. De esta forma su capacidad de
influencia se mantendría casi intacta, lo que, en otras palabras, le
posibilitaría continuar detentando el poder. Además, con Ana seguro que no
tendría problemas para un retorno triunfal ¡Sólo faltaría eso! Se decía
pensando en la posibilidad de que Ana se le rebelara ante sus intenciones de
volver al poder. Por otro lado, siempre la había visto muy interesada en la
acción de gobierno. Si se lo propongo seguro que se pone como loca de contento,
se decía Aznar.
Afortunadamente,
tuvo la prudencia de no decirle nada hasta conocer antes la opinión de Fraga al
respecto. Aznar consideraba al viejo político como la única persona con
capacidad, talento y experiencia para aconsejarle. Además, tenía el
convencimiento de que Fraga le profesaba un sincero aprecio en lo personal y le
consideraba y respetaba como político. Por todo esto, Aznar confiaba plenamente
en Fraga y escuchaba con mucha atención sus consejos, opiniones y
recomendaciones, que casi siempre tenía en cuenta. Cuando, en un encuentro tras
el verano de 2001, Aznar le insinuó que estaba considerando la posibilidad de
nombrar a Ana sucesora, Fraga dio un respingo, endureció el semblante y atronó
«Ni se te ocurra, José María.». «No, No, don Manuel, si sólo era una remota
posibilidad», Aznar reculó inmediatamente. No se habló más del asunto y Aznar
desechó definitivamente la posibilidad.
El
ataque terrorista contra EE.UU. del 11 de septiembre de 2001 fue el hito que
posiblemente determinó la ulterior y definitiva decisión. Aquel gravísimo
acontecimiento, que colocó al mundo al borde de un conflicto bélico de
impredecible magnitud y consecuencias, obligó a todos los gobiernos del planeta a
la toma de decisiones vitales. Aznar, con energía y decisión, afrontó la
situación y supo estar a la altura de las circunstancias, dando muestras de
gran madurez y templanza, al menos así lo entendió él.
Era,
aproximadamente, la una de la noche del 13 al 14 de septiembre de 2001, cuando Aznar,
tras una intensa y frenética jornada, despidió a sus colaboradores y dio por
concluida su actividad de ese día. Mientras se despojaba de la chaqueta pidió
un bocadillo de jamón y una cerveza y se sentó frente al televisor. Hasta ese
momento, no había dispuesto casi de tiempo para ver las imágenes del ataque y
de sus efectos. Hizo zapping y comprobó que en casi todas las cadenas se
ocupaban de la tragedia de dos días antes. Se detuvo en Antena 3. Eran imágenes
en diferido tomadas pocas horas después del ataque, desde, posiblemente, algún
helicóptero sobrevolando el mar. Mostraban una amplia panorámica de Manhattan
envuelto en una inmensa y densa nube gris. El limpio azul del mar en calma, en
primer término, contrastaba con el negruzco y tétrico fondo de dolor y muerte,
representado por una apocalíptica visión de la Gran Manzana en la que no era
fácil distinguir los perfiles de sus inmensos edificios debido a la espesura de
la nube de humo y polvo. No parecía real.
Sin
embargo, aquellas imágenes desoladoras eran las que mejor mostraban la
verdadera magnitud del ataque sufrido y, además, transmitían una inquietante
sensación porque obligaban a pensar en lo que estaba por venir. Aquel crimen,
por fuerza, habría de tener consecuencias históricas a las que él tendría que
enfrentarse. ¿Podría ser el comienzo de la tercera guerra mundial? Se preguntó
Aznar, en plena consciencia de la gravedad de la situación. Percibió un leve
escalofrío. Se encontraba ante una contingencia de trascendencia infinitamente
mayor que cualesquiera otras situaciones vividas en su misión de gobernante.
Pero estaba seguro de que sabría dar la talla.
Por
aquella época, la decisión sobre su sucesión ocupaba un lugar preferente en las
meditaciones de Aznar, que, además de ser uno de los motivos de su agitación
interior ya comentada en capítulos anteriores, había degenerado en un
patológico ejercicio comparativo del que no podía sustraerse cada vez que tenía
que enfrentarse con asuntos de gobiernos delicados o complejos. Al tomar las
decisiones para cada caso y pensando en los candidatos posibles, se solía
hacer preguntas del estilo de ¿Y Fulano que hubiera hecho? o ¿Ya se hubiera
atrevido Mengano?, a las que siempre se contestaba con agrias expresiones del
tipo "Seguro que metía la pata" o "Ni de coña". Por eso también, en su
meditación frente al televisor, proyectó la sobrevenida crisis internacional
sobre la causa principal de su inquietud doméstica: su sucesión. ¿Quién, que no
fuera él, podría enfrentarse con situación semejante?, se preguntó. El mundo ha
entrado en un periodo de convulsiones inéditas, continuó la reflexión,
¿resultaría lógica y prudente una retirada en pleno fragor de la batalla? La
acción de gobierno se va a convertir en una patata caliente, ¿sería honesto
lanzársela a otro? No, seguro que no, se contestó a las dos preguntas. La
Historia y, mucho menos, la patria no me lo perdonarían.
Aquella
súbita revelación mientras de nuevo
contemplaba el derrumbe de las torres gemelas supuso un replanteamiento total
de sus intenciones respecto a la sucesión. Se le acababa de presentar un
trascendente dilema: debía contraponer el negativo efecto estético del
incumplimiento de su promesa a las también negativas consecuencias éticas de
una improcedente retirada del poder. Se
encontraba, por tanto, afectado por el objeto de una secular disquisición
filosófica: la estética frente a la ética. Le tenía que pasar a él, pensó
conmiserativo consigo mismo.
Durante
los meses siguientes, el dilema ocupó todo el tiempo de sus meditaciones
matutinas. No lo tenía fácil. Las dos opciones eran de gran trascendencia.
Trató de encontrar una tercera vía pero no lo consiguió. Por primera vez se
sentía incapaz de encontrar la solución apropiada a una situación
problemática. Decreció su autoestima y
fue presa de una profunda desazón que tuvo maligna influencia en su
comportamiento. Se sumió en un estado de ansiedad que se incrementaba a medida
que se acercaban las fechas en que se celebraría el congreso del PP (enero
2002). Desde hacía tiempo se había propuesto que el congreso fuera el escenario
en que despejaría la incógnita ante el partido y ante la opinión pública.
Así
llegó a las vísperas del congreso. Aunque, por una cuestión de orgullo, se
estaba resistiendo, pensó que no tenía más remedio que consultar a su
particular Oráculo. Hablaré con don Manuel, masculló torciendo el gesto,
concluyendo su meditación matinal en una fría mañana de enero de 2002.
El
jueves 24 de enero de 2002, Aznar y Fraga desayunaban juntos. Habían preferido
verse desayunando para quitar expectación al encuentro y facilitar la intimidad
de la conversación. Aznar dio instrucciones a Víctor para que se retirara y
cerrase la puerta del comedorcito, "y que no nos interrumpan" le dijo afablemente.
Se
sentaron frente a frente. Aznar ofreció a Fraga el asiento que estaba de cara
al ventanal. "Así podrás contemplar mejor el panorama", le dijo, aunque la
intención de Aznar era la de reservarse la posición de contraluz en la que casi
se ocultaba la expresión de su rostro. Al citarse, Aznar ya le había insinuado
el objeto de la entrevista, así que, tras un breve preámbulo, Fraga fue directo
al asunto:
—José María, no te calientes la cabeza.
Aquí no hay sucesión que valga. Este partido tiene un único líder, tú, y así
deben continuar las cosas. Por tanto, mientras tengas correa, tú debes ser tu
único sucesor.
—Pero, don Manuel, en el 96 hice una
promesa solemne, que, además, la he renovado varias veces. Si la incumplo se me
van a tirar a degüello...
—José María, déjate de tonterías. La
única promesa solemne que tienes hecha es la de servir a España. Lo otro no
deja de ser la proclamación de una buena intención... y las intenciones no son
más que eso, intenciones. Los políticos estamos llenos de buenas intenciones
que unas veces hacemos realidad y otras no, depende de las circunstancias... y
no pasa nada. Mira, José María —Fraga estaba lanzado—, sabes mejor que nadie que en política hay que saber diferenciar lo
importante de lo trascendente y que esto último debe prevalecer sobre lo otro. En lo
que nos ocupa, lo importante es la promesa y lo trascendente es tu continuidad.
Así que obra en consecuencia y déjate de gaitas.
—Hombre, don Manuel,...
—Sí, José María, gaitas, ñoñerías...
Pues no habré incumplido yo promesas... ja, ja, ja... y aquí me tienes.
Aznar
daba buena cuenta de la tostada. Le resultaba gratificante el entusiástico
apoyo de Fraga y no tenía en cuenta las libertades que se tomaba su
interlocutor al hacer uso de su desparpajo irreverente. Al fin y al cabo fue su
patrocinador y siempre le había proporcionado su incondicional apoyo. Le
permitió continuar.
—Esto lo vamos a solucionar por la vía
rápida. Dile a Arenas que me dé la palabra en el congreso. Yo me ocuparé de que
el partido te pida que continúes. Y no hay más que hablar, José María.
Efectivamente,
a partir de aquellas palabras el objeto de la conversación tomó otros
derroteros. Para Aznar, la decisión sobre su sucesión estaba ya clara. El
dilema estaba solucionado.
Tras
despedir a Fraga, Aznar volvió al comedorcito. Se sentó en la silla que había
ocupado el visitante y meditó durante unos minutos. Estaba decidido.
Incumpliría su promesa. Ya se las arreglaría para justificarlo. Pero no se
precipitaría. En el congreso no diría nada. Esperaría a que se presentase la
ocasión propicia. Había tiempo de sobra.
—¡Y que digan lo que les dé la gana! –dijo en voz alta y con
jovial determinación mientras se levantaba—.
FIN
Julio
Elejalde Gainza
Septiembre de 2001
NOTA ULTERIOR DEL AUTOR: Como lo dice el
título, todo este relato es pura ficción, aunque puede que la palabra más apropiada hubiera sido fantasía. Solo algunos de los eventos o
acontecimientos que se citan, como es la tragedia del 11 de septiembre de 2001, son hechos reales. Evidentemente, los
personajes también son reales, como lo son también los cargos que se les
atribuye en el relato. Todo lo demás, absolutamente todo, especialmente las situaciones,
conversaciones, pensamientos, inquietudes, reacciones, etc., atribuidos a los
personajes, son fruto de la imaginación del autor; por tanto, aquí vendría al
pelo la socorrida frase de "cualquier parecido con la realidad es pura
coincidencia".
Es obvio que el final narrado, el que hace
referencia a la designación del sucesor, no se corresponde con la decisión que,
en la realidad, tomó JMA, que, como es de sobra sabido, propuso, para sorpresa de casi todos, a
Mariano Rajoy para sucederle y, por tanto, para ser candidato del PP en las elecciones generales del 14 de
marzo de 2004, que, tras los atentados de Madrid del 11-M, fueron ganadas por
el PSOE y permitieron el acceso a la presidencia del gobierno de España a su secretario general José
Luis Rodríguez Zapatero. La decisión de José María Aznar se conoció en agosto de 2003, casi dos años más tarde de haber escrito este relato.
J.E.-Junio 2015
J.E.-Junio 2015
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